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Gil Braltar

Julio Verne


Cuento


I

Había allí unos setecientos u ochocientos, cuanto menos. De talla promedio, pero robustos, ágiles, flexibles, hechos para los saltos prodigiosos, se movían iluminados por los últimos rayos del sol que se ponía al otro lado de las montañas ubicadas al oeste de la rada. Pronto, el rojizo disco desapareció y la oscuridad comenzó a invadir el centro de aquel valle encajado en las lejanas sierras de Sanorra, de Ronda y del desolado país del Cuervo.

De pronto, toda la tropa se inmovilizó. Su jefe acababa de aparecer montado en la cresta misma de la montaña, como sobre el lomo de un flaco asno. Del puesto de soldados que se encontraban sobre la parte superior de la enorme piedra, ninguno fue capaz de ver lo que estaba sucediendo bajo los árboles.

—¡Uiss, uiss! —silbó el jefe, cuyos labios, recogidos como un culo de pollo, dieron a ese silbido una extraordinaria intensidad.

—¡Uiss, uiss! —repitió aquella extraña tropa, formando un conjunto completo.

Un ser singular era sin duda alguna aquel jefe de estatura alta, vestido con una piel de mono con el pelo al exterior, su cabeza rodeada de una enmarañada y espesa caballera, la cara erizada por una corta barba, sus pies desnudos y duros por debajo como un casco de caballo.

Levantó el brazo derecho y lo extendió hacia la parte inferior de la montaña. Todos repitieron de inmediato aquel gesto con precisión militar, mejor dicho, mecánica, como auténticos muñecos movidos por un mismo resorte. El jefe bajó su brazo y todos los demás bajaron sus brazos. Él se inclinó hacia el suelo. Ellos se inclinaron igualmente adoptando la misma actitud. Él empuñó un sólido bastón que comenzó a ondear. Ellos ondearon sus bastones y ejecutaron un molinete similar al suyo, aquel molinete que los esgrimistas llaman “la rosa cubierta”.


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7 págs. / 13 minutos / 480 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Historias Naturales

Jules Renard


Cuento, fábula


El cazador de imágenes

Salta de su cama de buena mañana y sólo parte si su mente está clara, su corazón puro y su cuerpo ligero cual prenda estival. No lleva consigo provisión alguna. Beberá aire fresco por el camino y aspirará los olores saludables. Los ojos le sirven de red en la que caen presas las imágenes.

La primera que cautiva es la del camino que muestra sus huesos, guijarros pulidos, y sus rodadas, venas hendidas, entre dos setos ricos en moras y endrinas.

Apresa seguidamente la imagen del río. Blanquea en los recodos y duerme acariciado por los sauces. Espejea cuando un pez se voltea sobre el vientre, como si se hubiera lanzado una moneda, y en cuanto llovizna se le pone carne de gallina.

Atrapa la imagen de los trigales móviles, de la apetitosa alfalfa y de los prados bordeados de riachuelos. Y al vuelo caza el aleteo de una golondrina o de un jilguero.

Se adentra en el bosque. Él mismo ignoraba que poseyera tan delicados sentidos. Al cabo de poco, impregnado de perfumes, no se le escapa ningún rumor, por sordo que éste sea, y para comunicarse con los árboles sus nervios se enzarzan con las nervaduras de las hojas.

Pronto se siente tan vibrante que le parece que perderá el sentido, percibe demasiado, fermenta, tiene miedo, abandona el bosque y sigue a distancia a los leñadores que regresan al pueblo.

Fuera contempla durante un instante, hasta que le estalla el ojo, el sol que al ponerse se desprende de sus luminosos ropajes sobre el horizonte y esparce nubes aquí y allá.

Finalmente, de nuevo en su casa, con la cabeza repleta, apaga la luz y antes de dormirse se recrea contando sus imágenes durante un buen rato.


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53 págs. / 1 hora, 33 minutos / 228 visitas.

Publicado el 20 de enero de 2018 por Edu Robsy.

La Botellita de Cristal

H. P. Lovecraft


Cuento


—Poned la nave al pairo, hay algo flotando a sotavento.

Quien hablaba era un hombre poco fornido, de nombre William Jones. Era el capitán de una nave en la que, con un puñado de tripulantes, navegaba en el momento de comenzar esta historia.

—Sí, señor —respondió John Towers, y la nave fue puesta al pairo. El capitán Jones tendió su mano hacia el objeto, y comprobó que se trataba de una botella de cristal.

—No es más que una botella de ron que algún tripulante de algún barco ha tirado —dijo, pero, dejándose llevar por la curiosidad, le echó mano.

Era sólo una botella de ron y estuvo a punto de arrojarla, pero en ese momento se percató de que había un trozo de papel dentro. Lo sacó y leyó lo siguiente:


1 de enero de 1864

Mi nombre es John Jones y estoy escribiendo esta carta. Mi buque se hunde con un tesoro a bordo. Me hallo en el punto marcado en la carta náutica adjunta.
 

El capitán Jones le dio la hoja y vio que por el otro lado era una carta náutica en cuyo margen había escritas las siguientes palabras:

—Towers —dijo excitado el capitán Jones—, lea esto.

Towers le obedeció.

—Creo que merece la pena dirigirnos hasta ahí —dijo el capitán Jones—. ¿No cree?

—Coincido con usted —replicó Towers.

—Aprestaremos hoy mismo una embarcación —dijo el excitado capitán.

—Como mande —dijo Towers.

Así que fletaron una nave y siguieron la línea de puntos de la carta. En cuatro semanas habían alcanzado el lugar señalado y los buzos se sumergieron para volver con una botella de hierro. Dentro encontraron las siguientes palabras garabateadas en una hoja de papel pardo:


3 de diciembre de 1880

Estimado buscador; discúlpeme por la broma que le he gasto, pero eso le servirá de lección contra próximas tonterías...
 


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1 pág. / 2 minutos / 1.642 visitas.

Publicado el 16 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

La Casa del Juicio

Oscar Wilde


Cuento


Y el silencio reinaba en la Casa del Juicio, y el Hombre compareció desnudo ante Dios.

Y Dios abrió el Libro de la Vida del Hombre.

Y Dios dijo al Hombre:

—Tu vida ha sido mala y te has mostrado cruel con los que necesitaban socorro, y con los que carecían de apoyo has sido cruel y duro de corazón. El pobre te llamó y tú no lo oíste y cerraste tus oídos al grito del hombre afligido. Te apoderaste, para tu beneficio personal, de la herencia del huérfano y lanzaste las zorras a la viña del campo de tu vecino. Cogiste el pan de los niños y se lo diste a comer a los perros, y a mis leprosos, que vivían en los pantanos y que me alababan, los perseguiste por los caminos; y sobre mi tierra, esta tierra con la que te formé, vertiste sangre inocente.

Y el Hombre respondió y dijo:

—Si, eso hice.

Y Dios abrió de nuevo el Libro de la Vida del Hombre.

Y Dios dijo al Hombre:

—Tu vida ha sido mala y has ocultado la belleza que mostré, y el bien que yo he escondido lo olvidaste. Las paredes de tus habitaciones estaban pintadas con imágenes, y te levantabas de tu lecho de abominación al son de las flautas. Erigiste siete altares a los pecados que yo padecí, y comiste lo que no se debe comer, y la púrpura de tus vestidos estaba bordada con los tres signos infamantes. Tus ídolos no eran de oro ni de plata perdurables, sino de carne perecedera. Bañaban sus cabelleras en perfumes y ponías granadas en sus manos. Ungías sus pies con azafrán y desplegabas tapices ante ellos. Pintabas con antimonio sus párpados y untabas con mirra sus cuerpos. Te prosternaste hasta la tierra ante ellos, y los tronos de tus ídolos se han elevado hasta el sol. Has mostrado al sol tu vergüenza, y a la luna tu demencia.

Y el Hombre contestó, y dijo:

—Sí, eso hice también.

Y por tercera vez abrió Dios el Libro de la Vida de Hombre.

Y Dios dijo al Hombre:


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Catástrofe del Señor Higginbotham

Nathaniel Hawthorne


Cuento


Un hombre joven, de profesión vendedor ambulante de tabaco, se dirigía desde Morristown, en donde se había entretenido en amplios tratos con el diácono de la comunidad shákera, hacia el pueblo de Parker’s Falls, junto al río Salmon. Tenía una pequeña y pulcra carreta, pintada de verde, con una caja de cigarros dibujada en cada cartola y, en la parte posterior, un jefe indio sujetando una pipa y una planta de tabaco.

El vendedor conducía una preciosa yegüita y era un joven de excelente carácter, atento a cualquier trato, pero que no por eso dejaba de gustar a los yankis; quienes, según les he oído yo decir, preferirían que les afeitasen con una navaja afilada que con una roma. Y era especialmente querido por las lindas muchachas de la ribera del Connecticut, cuyo favor solía solicitar mediante regalos del mejor de los tabacos que llevaba; pues sabía bien que las mozas campesinas de Nueva Inglaterra son, por lo general, magníficas fumadoras de pipa. Además, como se verá en el transcurso de mi historia, el vendedor era de carácter preguntón y tenía algo de chismoso, siempre rabiando por oír las noticias y deseando contarlas de nuevo.


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15 págs. / 27 minutos / 1.032 visitas.

Publicado el 19 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

La Colección

Antón Chéjov


Cuento


Hace días pasé a ver a mi amigo, el periodista Misha Kovrov. Estaba sentado en su diván, se limpiaba las uñas y tomaba té. Me ofreció un vaso.

—Yo sin pan no tomo —dije—. ¡Vamos por el pan!

—¡Por nada! A un enemigo, dígnate, lo convido con pan, pero a un amigo nunca.

—Es extraño... ¿Por qué, pues?

—Y mira por qué... ¡Ven acá!

Misha me llevó a la mesa y extrajo una gaveta:

—¡Mira!

Yo miré en la gaveta y no vi definitivamente nada.

—No veo nada... Unos trastos... Unos clavos, trapitos, colitas...

—¡Y precisamente eso, pues y mira! ¡Diez años hace que reúno estos trapitos, cuerditas y clavitos! Una colección memorable.

Y Misha apiló en sus manos todos los trastes y los vertió sobre una hoja de periódico.


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1 pág. / 2 minutos / 1.045 visitas.

Publicado el 7 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Colonia Penitenciaria

Franz Kafka


Cuento


—Es un aparato singular —dijo el oficial al explorador, y contempló con cierta admiración el aparato, que le era tan conocido. El explorador parecía haber aceptado sólo por cortesía la invitación del comandante para presenciar la ejecución de un soldado condenado por desobediencia e insulto hacia sus superiores. En la colonia penitenciaria no era tampoco muy grande el interés suscitado por esta ejecución. Por lo menos en ese pequeño valle, profundo y arenoso, rodeado totalmente por riscos desnudos, sólo se encontraban, además del oficial y el explorador, el condenado, un hombre de boca grande y aspecto estúpido, de cabello y rostro descuidados, y un soldado que sostenía la pesada cadena donde convergían las cadenitas que retenían al condenado por los tobillos y las muñecas, así como por el cuello, y que estaban unidas entre sí mediante cadenas secundarias. De todos modos, el condenado tenía un aspecto tan caninamente sumiso, que al parecer hubieran podido permitirle correr en libertad por los riscos circundantes, para llamarlo con un simple silbido cuando llegara el momento de la ejecución.

El explorador no se interesaba mucho por el aparato y se paseaba detrás del condenado con visible indiferencia, mientras el oficial daba fin a los últimos preparativos, arrastrándose de pronto bajo el aparato, profundamente hundido en la tierra, o trepando de pronto por una escalera para examinar las partes superiores. Fácilmente hubiera podido ocuparse de estas labores un mecánico, pero el oficial las desempeñaba con gran celo, tal vez porque admiraba el aparato, o tal vez porque por diversos motivos no se podía confiar ese trabajo a otra persona.

—¡Ya está todo listo! —exclamó finalmente, y descendió de la escalera. Parecía extraordinariamente fatigado, respiraba con la boca muy abierta, y se había metido dos finos pañuelos de mujer bajo el cuello del uniforme.


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33 págs. / 58 minutos / 144 visitas.

Publicado el 24 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Penitencia

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Octavio Rutile era uno de esos individuos joviales y alegres que tenía el sello inconfundible de la amabilidad. La paz de su alma, como sucede con la mayoría de los de su especie, dependía en gran medida de la pródiga aprobación de sus semejantes. Había perseguido y dado muerte a un gato y, con ello, había cometido un acto que él mismo de ninguna manera aprobaba. Se alegró cuando el jardinero enterró el cuerpo en una tumba excavada de prisa bajo un roble que se levantaba solitario en el prado, el mismo árbol al que se había trepado la acosada presa como último recurso de salvación. Había sido un hecho desagradable y cruel en apariencia, pero las circunstancias lo habían exigido. Octavio criaba gallinas; al menos algunas; otras se desvanecían y dejaban sólo unas pocas plumas ensangrentadas como señal de su modo de desaparición. El gato de la gran casa gris, cuyos fondos daban al prado, había sido sorprendido en varias visitas furtivas a los gallineros, y después de ciertas negociaciones mantenidas con quienes detentaban la autoridad en la casa gris, se había acordado una sentencia de muerte: «Los niños se apenarían, pero no tenían necesidad de enterarse». Esa fue la última palabra sobre el asunto.

Los niños en cuestión eran un permanente desconcierto para Octavio; en el curso de unos pocos meses, consideró que debería ya conocer sus nombres, edades y fechas de cumpleaños, y también que ellos deberían haberle presentado sus juguetes favoritos. Pero se mostraban tan evasivos como el prolongado y sordo muro que los separaba del prado, un muro sobre el que sus tres cabezas aparecían a veces imprevisiblemente. Tenían sus padres en la India; de eso se había enterado Octavio en el vecindario; los niños, aparte de agruparse según sus vestidos por sexo —una niña y dos varones— no le revelaron nada más. Y ahora parecía que estaba empeñado en algo que les concernía de cerca, pero que debía ocultárseles.


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6 págs. / 11 minutos / 256 visitas.

Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

La Transformación

Mary Shelley


Cuento


Forthwith this frame of mine was wrench’d
With a woful agony,
Which forced me to begin my tale,
And then it set me free.
Since then, at an uncertain hour,
That agony returns;
And till my ghastly tale is told
This heart within me burns.

Coleridge, The Rime ofthe Ancient Mariner
 

He oído decir que cuando alguna aventura extraña, sobrenatural y de carácter necromántico le ha sucedido a algún ser humano, dicho ser, no importa el deseo que tenga de ocultarlo, en ciertos periodos se siente destrozado como por un terremoto intelectual y se ve forzado a desnudar sus profundidades interiores a otra persona. Yo soy testigo de la verdad de esta afirmación. Me he jurado a mí mismo no revelar jamás a oídos humanos los horrores a los que una vez, por exceso de un orgullo malévolo, me entregué. El hombre santo que oyó mi confesión y me reconcilió con la Iglesia está muerto. Nadie sabe que en una ocasión…

¿Por qué no habría de ser así? ¿Por qué contar una historia de impía tentación de la Providencia, sometedora del alma a la humillación? ¿Por qué? ¡Contéstame, tú que eres sabio en los secretos de la naturaleza humana! Sólo sé que es así; y a pesar de una fuerte decisión —de un orgullo que me domina en exceso—, de vergüenza e incluso de miedo deshacerme odioso a mi propia especie, debo hablar.


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22 págs. / 39 minutos / 269 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

Los Iluminados

Gérard de Nerval


Cuento


La biblioteca de mi tío

No a todo el mundo le es dado escribir el Elogio de la locura—, pero sin ser Erasmo —o Saint-Évremond—, puede uno encontrarle el gusto a sacar del batiburrillo de los siglos alguna figura singular que se esforzará uno en vestir ingeniosamente — a restaurar viejos lienzos, cuya composición extraña y cuya pintura rayada hacen sonreír al aficionado vulgar.

En estos tiempos en que los retratos literarios tienen algún éxito, he querido retratar a algunos excéntricos de la filosofía. Lejos de mí la idea de atacar a aquellos de sus sucesores que sufren hoy por haber intentado demasiado locamente o demasiado pronto la realización de sus sueños. — Estos análisis, estas biografías fueron escritos en diferentes épocas, aunque debían pertenecer a la misma serie.

Yo me crié en la provincia, en casa de un viejo tío que poseía una biblioteca formada en parte en la época de la antigua revolución. Había relegado desde entonces en su desván una multitud de obras — publicadas en su mayoría sin nombre de autor bajo la Monarquía, o que, en la época revolucionaria, no fueron depositadas en las bibliotecas públicas. Cierta tendencia al misticismo, en un momento en que la religión oficial ya no existía, había guiado sin duda a mi pariente en la elección de esa clase de escritos: parecía haber cambiado de ideas más tarde, y se contentaba, para su conciencia, con un deísmo mitigado.

Habiendo hurgado en su casa hasta descubrir la masa enorme de libros amontonados y olvidados en el desván —en su mayoría atacados por las ratas, podridos o mojados con las aguas pluviales que pasaban por las rendijas de las tejas—, absorbí siendo muy joven mucho de ese alimento indigesto o malsano para el alma; e incluso más tarde mi juicio ha tenido que defenderse contra esas impresiones primitivas.


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320 págs. / 9 horas, 21 minutos / 311 visitas.

Publicado el 2 de julio de 2018 por Edu Robsy.

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