Aquel año llegó pronto la Semana Santa. Apenas se había
terminado de viajar en trineo, la nieve cubría aún los patios y por la aldea
fluían algunos riachuelos. En un callejón, entre dos patios, se había formado
una charca. Dos chiquillas de dos casas distintas —una pequeña y la otra un poco
mayor— se encontraban en la orilla. Ambas tenían vestidos nuevos: azul, la más
pequeña; y amarillo, con dibujos, la mayor. Y las dos llevaban pañuelos rojos en
la cabeza. Al salir de misa, corrieron a la charca y, tras enseñarse sus ropas,
se habían puesto a jugar. La pequeña quiso entrar en el agua sin quitarse los
zapatos; pero la mayor le dijo:
—No hagas eso, Melania; tu madre te va a pelear. Me
descalzaré; descálzate tú también.
Se quitaron los zapatos, se metieron en la charca y se
encaminaron una al encuentro de la otra. A Melania le llegaba el agua hasta los
tobillos.
—Esto está muy hondo; tengo miedo, Akulina.
—No te preocupes, la charca no es más profunda en
ningún otro sitio. Ven derecho hacia donde estoy.
Cuando ya iban juntas, Akulina dijo:
—Ten cuidado, Melania, anda despacio para no
salpicarme.
Pero, apenas hubo pronunciado estas palabras, Melania
dio un traspié y salpicó el vestidito de su amiga. Y no sólo el vestidito sino
también sus ojos y su nariz. Al ver su ropa nueva manchada, Akulina se enojó con
Melania y corrió hacia ella, con intención de pegarle. Melania tuvo miedo;
comprendió que había hecho un desaguisado y se precipitó fuera del charco, con
la intención de correr hacia su casa. En aquel momento pasaba por allí la madre
de Akulina. Al reparar en que su hija tenía el vestido manchado, le gritó:
—¿Dónde te has puesto así, niña desobediente?
—Ha sido Melania. Me ha salpicado a propósito.
Información texto 'Melania y Akulina'