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La Cueva Secreta

H. P. Lovecraft


Cuento


—Pórtense bien, chicos, mientras estoy fuera —dijo la señora Lee— y no hagan travesuras.

Porque los señores Lee iban a salir de casa, dejando solos a John, de diez años de edad, y Alice, de dos.

—Claro —contestó John.

Tan pronto como los Lee mayores se hubieron marchado, los jóvenes Lee bajaron al sótano y comenzaron a revolver entre los trastos. La pequeña Alice estaba apoyada en el muro, mirando a John. Mientras John fabricaba un bote con duelas de barril, la chica lanzó un grito penetrante y los ladrillos, a su espalda, cedieron. Él se precipitó hacia ella y la sacó oyendo sus gritos. Tan pronto como sus chillidos se apaciguaron, ella le dijo.

—La pared se ha caído.

John se acercó y descubrió que había un pasadizo. Le dijo a la niña.

—Voy a entrar y ver qué es esto.

—Bien —aceptó ella.

Entraron en el pasaje; cabían de pie, pero iba hasta más lejos de lo que podían ver. John subió arriba, al aparador de la cocina, cogió dos velas, algunos cerillos y luego regreso al túnel del sótano. Los dos entraron de nuevo. Había yeso en las paredes y el techo raso, y en el suelo no se veía nada, excepto una caja. Servía para sentarse y, aunque la examinaron, no encontraron nada dentro. Siguieron adelante y, de pronto, desapareció el enyesado y descubrieron que estaban en una cueva. La pequeña Alice estaba espantada al principio, y solo las afirmaciones de su hermano, acerca de que todo estaba bien, consiguieron calmar sus temores.

Pronto se toparon con una pequeña caja, que John cogió y llevó consigo.


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1 pág. / 2 minutos / 1.888 visitas.

Publicado el 16 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

La Última Hoja

O. Henry


Cuento


En un pequeño barrio al oeste de Washington Square las calles, como locas, se han quebrado en pequeñas franjas llamadas “lugares”. Esos “lugares” forman extraños ángulos y curvas. Una calle se cruza a sí misma una o dos veces. Un pintor descubrió en esa calle una valiosa posibilidad. ¡Supongamos que un cobrador, con una cuenta por pinturas, papel y tela, al cruzar esa ruta se encuentre de pronto consigo mismo de regreso, sin que se le haya pagado a cuenta un solo centavo!

Por eso los artistas pronto empezaron a rondar por el viejo Greenwich Village, en pos de ventanas orientadas al norte y umbrales del siglo XVIII, buhardillas holandesas y alquileres bajos. Luego importaron algunos jarros de peltre y un par de platos averiados de la Sexta Avenida y se transformaron en una colonia.

Sue y Johnsy tenían su estudio en los altos de un gordo edificio de ladrillo de tres pisos. Johnsy era el apodo familiar que le daban a Joanna. Sue era de Maine; su amiga, de California. Ambas se conocieron junto a una mesa común de un delmónico de la calle ocho y descubrieron que sus gustos en materia de arte, ensalada de achicoria y moda, eran tan afines que decidieron establecer un estudio asociado.

Eso sucedió en mayo. En noviembre, un frío e invisible forastero a quien los médicos llamaban Neumonía empezó a pasearse furtivamente por la colonia, tocando a uno aquí y a otro allá con sus dedos de hielo. El devastador intruso recorrió con temerarios pasos el East Side, fulminando a veintenas de víctimas; pero su pie avanzaba con más lentitud a través del laberinto de los “lugares” más angostos y cubiertos de musgo.


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7 págs. / 13 minutos / 248 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Engranajes

Ryunosuke Akutagawa


Cuento


1. Impermeable

Desde un balneario veraniego situado a cierta distancia, cargando con mi maleta, tomé un auto hasta la estación de la lı́nea Tokaido, en camino hacia la fiesta de bodas de un conocido. A cada lado del camino que recorrı́a el auto habı́a casi solamente pinos. Era dudoso que llegara a tiempo para alcanzar el tren que iba a Tokio. En el auto iba conmigo un peluquero. Era tan regordete como un durazno y lucı́a una barba corta. Como estaba preocupado por la hora, hablé con él de manera intermitente.

—Es raro. He oı́do que la casa de Fulano está embrujada incluso durante el día.

—Incluso durante el día.

Mirando por la ventanilla las distantes colinas de pinos bañadas por el sol de la tarde, procuré satisfacerlo con respuestas ocasionales.

—Pero no con buen tiempo, sin embargo. Me dijeron que el fantasma aparece casi siempre en días lluviosos.

—Me sorprende que sólo aparezca para mojarse los días de lluvia.

—¡No es broma, se lo aseguro!... Y dicen que el fantasma se presenta con un impermeable.

Con un bocinazo, el auto se detuvo en la estación.

Me despedı́ del peluquero y entré. Como habı́a imaginado, el tren habı́a partido hacı́a apenas unos minutos. En un banco de la sala de espera, un hombre de impermeable miraba hacia el exterior con expresión ausente. Recordé la historia que acababa de escuchar. Pero la descarté, esbozando una leve sonrisa, y decidı́ ir a un café situado frente a la estación para esperar el próximo tren.


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35 págs. / 1 hora, 1 minuto / 645 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2016 por Edu Robsy.

Ruslan y Liudmila

Aleksandr Pushkin


Cuento


Prólogo

En una playa próxima a cierto golfo crece un robusto y verde roble. Un gato sabio, sujeto al tronco por una cadena de oro, da vueltas sin cesar en torno a él.

Cuando corre a la derecha, entona una canción, y cuando corre a la izquierda se pone a contar un cuento.

Por todas partes se producen allí milagros; anda vagando el demonio, una ondina se balancea en las ramas… Y en los senderos ocultos se ven huellas de animales nunca vistos…

También hay una casita con patas de gallina, y que no tiene puertas ni ventanas. Allí cada bosque y cada valle albergan innúmeros fantasmas…

Allí, al rayar el alba, cuando las olas empiezan a rodar por las riberas arenosas, surgen de las límpidas aguas treinta y tres hermosos héroes, capitaneados por el viejo Tío del Mar…

Allí un joven príncipe vence y hace prisionero a un zar temible…

Allí, a la vista de todos, rapta un brujo a un héroe esforzado y, subiendo con él a las nubes, vuela sobre bosques y mares…

Allí, encerrada en una celda, llora una zarina, a la que sirve con fidelidad un oso pardo…

Allí camina por sí solo un mortero junto a la bruja Yaga.

Allí el zar de los brujos, el Brujo-Inmortal, tiembla por su oro…

Allí reina el espíritu ruso… Todo sabe a Rusia allí.

Y allí estuve yo… Bebí dulcísimo hidromiel, vi aquel roble verde, y también, a su sombra, al gato sabio, que me contó buenos cuentos de los suyos. Y uno de ellos lo recuerdo, y voy a contarlo ahora al mundo entero…

Canto primero

Es ésta una historia de tiempos lejanos, una leyenda de la antigüedad más remota.

Rodeado de sus hijos poderosos y de sus amigos, el príncipe Vladimir el Sol daba un festín en la sala más espaciosa de su palacio; celebraba los esponsales de su hija menor con el valiente Ruslán, y levantaba a su salud una pesada copa de hidromiel.


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46 págs. / 1 hora, 21 minutos / 928 visitas.

Publicado el 12 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Alce

Edgar Allan Poe


Cuento


Con frecuencia se ha opuesto el escenario natural de Norteamérica, tanto en sus líneas generales como en sus detalles, al paisaje del Viejo Mundo —en especial de Europa—, y no ha sido más profundo el entusiasmo que mayor la disensión entre los defensores de cada parte. No es probable que la discusión se cierre pronto, pues aunque se ha dicho mucho por ambos lados, aún queda por decir un mundo de cosas.

Los turistas ingleses más distinguidos que han intentado una comparación, parecen considerar nuestro litoral norte y este, comparativamente hablando, así como todo el de Norteamérica o, por lo menos, el de Estados Unidos, digno de consideración. Poco dicen, porque han visto menos, del magnífico paisaje de algunos de nuestros distritos occidentales y meridionales —del dilatado valle de Luisiana, por ejemplo—, realización del más exaltado sueño de un paraíso. En su mayor parte estos viajeros se conforman con una apresurada inspección de los lugares más espectaculares de la zona: el Hudson, el Niágara, las Catskills, Harper's Ferry, los lagos de Nueva York, el Ohio, las praderas y el Mississippi. Son éstos, en verdad, objetos muy dignos de contemplación, aun para aquel que ha trepado a las encastilladas riberas del Rin, o ha errado junto al azul torrente del Ródano veloz.

Pero éstos no son todos los que pueden envanecernos y en realidad llegaré a la osadía de afirmar que hay innumerables rincones tranquilos, oscuros y apenas explorados, dentro de los límites de los Estados Unidos, que el verdadero artista o el cultivado amante de las más grandes y más hermosas obras de Dios preferirá a todos y cada uno de los prestigiosos y acreditados paisajes a los cuales me he referido.


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5 págs. / 10 minutos / 1.431 visitas.

Publicado el 9 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Ciego

Guy de Maupassant


Cuento


¿Qué será esta alegría del primer sol? ¿Por qué esta luz caída sobre la tierra nos llena así de la dulzura de vivir? El cielo está todo azul, la campiña toda verde, las casas todas blancas; y nuestros ojos embelesados beben esos colores vivos a los que convierten en júbilo para nuestras almas. Y nos entran ganas de bailar, ganas de correr, ganas de cantar, una dichosa ligereza del pensamiento, una especie de ternura por todo; quisiéramos abrazar al sol.

Los ciegos de las puertas, impasibles en su eterna oscuridad, permanecen tan tranquilos como siempre en medio de esta nueva alegría y, sin comprender, apaciguan a cada minuto a su perro que quisiera brincar.

Cuando regresan, terminado el día, del brazo de un hermano más pequeño o de una hermanita, si el niño dice: «¡Ha hecho muy bueno hoy!», el otro responde:

«Ya me he dado cuenta de que hacía bueno, Loulou era incapaz de quedarse en su sitio».

He conocido a uno de esos hombres, cuya vida fue uno de los más crueles martirios que imaginarse pueda.

Era un campesino, el hijo de un granjero normando. Mientras vivieron su padre y su madre, cuidaron más o menos de él; apenas sufrió por su horrible invalidez; pero en cuanto los viejos desaparecieron, se inició una atroz existencia. Recogido por una hermana, todos en la granja lo trataban como a un mendigo que come el pan de los otros. En cada comida, le echaban en cara su alimento; le llamaban holgazán, patán; y aunque su cuñado se había apoderado de su parte de la herencia, le daban a regañadientes la sopa, lo justo para que no muriera.


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3 págs. / 6 minutos / 225 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Cuento del Niño Malo

Mark Twain


Cuento


Había una vez un niño malo cuyo nombre era Jim. Si uno es observador advertirá que en los libros de cuentos ejemplares que se leen en clase de religión los niños malos casi siempre se llaman James. Era extraño que este se llamara Jim, pero qué le vamos a hacer si así era.

Otra cosa peculiar era que su madre no estuviese enferma, que no tuviese una madre piadosa y tísica que habría preferido yacer en su tumba y descansar por fin, de no ser por el gran amor que le profesaba a su hijo, y por el temor de que, una vez se hubiese marchado, el mundo sería duro y frío con él.

La mayor parte de los niños malos de los libros de religión se llaman James, y tienen la mamá enferma, y les enseñan a rezar antes de acostarse, y los arrullan con su voz dulce y lastimera para que se duerman; luego les dan el beso de las buenas noches y se arrodillan al pie de la cabecera a sollozar. Pero en el caso de este muchacho las cosas eran diferentes: se llamaba Jim y su mamá no estaba enferma ni tenía tuberculosis ni nada por el estilo.

Al contrario, la mujer era fuerte y muy poco religiosa; es más, no se preocupaba por Jim. Decía que si se partía la nuca no se perdería gran cosa. Solo conseguía acostarlo a punta de cachetadas y jamás le daba el beso de las buenas noches; antes bien, al salir de su alcoba le jalaba las orejas.


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Publicado el 18 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Iluminados

Gérard de Nerval


Cuento


La biblioteca de mi tío

No a todo el mundo le es dado escribir el Elogio de la locura—, pero sin ser Erasmo —o Saint-Évremond—, puede uno encontrarle el gusto a sacar del batiburrillo de los siglos alguna figura singular que se esforzará uno en vestir ingeniosamente — a restaurar viejos lienzos, cuya composición extraña y cuya pintura rayada hacen sonreír al aficionado vulgar.

En estos tiempos en que los retratos literarios tienen algún éxito, he querido retratar a algunos excéntricos de la filosofía. Lejos de mí la idea de atacar a aquellos de sus sucesores que sufren hoy por haber intentado demasiado locamente o demasiado pronto la realización de sus sueños. — Estos análisis, estas biografías fueron escritos en diferentes épocas, aunque debían pertenecer a la misma serie.

Yo me crié en la provincia, en casa de un viejo tío que poseía una biblioteca formada en parte en la época de la antigua revolución. Había relegado desde entonces en su desván una multitud de obras — publicadas en su mayoría sin nombre de autor bajo la Monarquía, o que, en la época revolucionaria, no fueron depositadas en las bibliotecas públicas. Cierta tendencia al misticismo, en un momento en que la religión oficial ya no existía, había guiado sin duda a mi pariente en la elección de esa clase de escritos: parecía haber cambiado de ideas más tarde, y se contentaba, para su conciencia, con un deísmo mitigado.

Habiendo hurgado en su casa hasta descubrir la masa enorme de libros amontonados y olvidados en el desván —en su mayoría atacados por las ratas, podridos o mojados con las aguas pluviales que pasaban por las rendijas de las tejas—, absorbí siendo muy joven mucho de ese alimento indigesto o malsano para el alma; e incluso más tarde mi juicio ha tenido que defenderse contra esas impresiones primitivas.


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320 págs. / 9 horas, 21 minutos / 303 visitas.

Publicado el 2 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Once Hijos

Franz Kafka


Cuento


Tengo once hijos.

El primero es exteriormente bastante insignificante, pero serio y perspicaz; aunque le quiero, como quiero a todos mis demás hijos, no sobreestimo su valor. Sus razonamientos me parecen demasiado simples. No ve ni a izquierda ni a derecha ni hacia el futuro; en el reducido círculo de sus pensamientos, gira y gira corriendo sin cesar, o más bien pasea.


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5 págs. / 9 minutos / 964 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

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