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Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


James Cushat—Prinkly era un joven que siempre había abrigado la firme convicción de que un día de estos iba a casarse; y hasta los treinta y cuatro años de edad no había hecho nada para justificarla. Quería y admiraba a un gran número de mujeres, en conjunto y desapasionadamente, sin dedicar a una en particular ninguna consideración matrimonial, lo mismo que uno puede admirar los Alpes sin por ello querer ser dueño de un pico en concreto. Su falta de iniciativa a este respecto despertaba cierto grado de impaciencia entre las mujeres románticas del círculo hogareño. Su madre, sus hermanas, una tía que vivía con ellos y dos o tres comadres íntimas contemplaban su moroso acercamiento al estado conyugal con una desaprobación que harto distaba de ser muda. Sus coqueteos más inocentes eran vigilados con la intensa avidez con que un grupo de foxterriers escrutaría los más leves movimientos de un ser humano que diera razonables indicios de poder sacarlos a pasear. Ningún mortal de corazón decente resiste durante mucho tiempo las súplicas de varios pares de ojos perrunos anhelantes de un paseo; James Cushat—Prinkly no era tan terco o indiferente a las influencias caseras como para hacer caso omiso del deseo expreso de su familia de que se enamorara de alguna chica agradable y casadera; y cuando su tío Jules abandonó esta vida y le legó una no muy modesta herencia, de veras pareció que lo correcto sería acometer la empresa de descubrir a alguien con quien compartirla. Llevaba adelante este proceso de descubrimiento más por la fuerza del peso y las sugerencias de la opinión pública que por iniciativa propia.


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5 págs. / 8 minutos / 305 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Aceite de Perro

Ambrose Bierce


Cuento


Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre —hacer aceite de perro— era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.

A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.


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Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Árbol del Orgullo

Gilbert Keith Chesterton


Cuento


Si bajan a la Costa de Berbería, donde se estrecha la última cuña de los bosques entre el desierto y el gran mar sin mareas, oirán una extraña leyenda sobre un santo de los siglos oscuros. Ahí, en el límite crepuscular del continente oscuro, perduran los siglos oscuros. Sólo una vez he visitado esa costa; y aunque está enfrente de la tranquila ciudad italiana donde he vivido muchos años, la insensatez y la trasmigración de la leyenda casi no me asombraron, ante la selva en que retumbaban los leones y el oscuro desierto rojo. Dicen que el ermitaño Securis, viviendo entre árboles, llegó a quererlos como a amigos; pues, aunque eran grandes gigantes de muchos brazos, eran los seres más inocentes y mansos; no devoraban como devoran los leones; abrían los brazos a las aves. Rogó que los soltaran de tiempo en tiempo para que anduvieran como las otras criaturas. Los árboles caminaron con las plegarias de Securis, como antes con el canto de Orfeo. Los hombres del desierto se espantaban viendo a lo lejos el paseo del monje y de su arboleda, como un maestro y sus alumnos. Los árboles tenían esa libertad bajo una estricta disciplina; debían regresar cuando sonara la campana del ermitaño y no imitar de los animales sino el movimiento, no la voracidad ni la destrucción. Pero uno de los árboles oyó una voz que no era la del monje; en la verde penumbra calurosa de una tarde, algo se había posado y le hablaba, algo que tenía la forma de un pájaro y que otra vez, en otra soledad, tuvo la forma de una serpiente. La voz acabó por apagar el susurro de las hojas, y el árbol sintió un vasto deseo de apresar a los pájaros inocentes y de hacerlos pedazos. Al fin, el tentador lo cubrió con los pájaros del orgullo, con la pompa estelar de los pavos reales. El espíritu de la bestia venció al espíritu del árbol, y éste desgarró y consumió a los pájaros azules, y regresó después a la tranquila tribu de los árboles.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Crimen Invisible

Catherine Crowe


Cuento


En 1842 en el barrio de Marylebone, se derribó una casa a la que ya no acudía ningún huésped desde hacía ya muchos años, y cuyos propietarios no estaban dispuestos a gastar más dinero en reparaciones.

Sus últimos habitantes fueron el mayor W…, su esposa, sus tres hijos y su sirviente.

El mayor W…, que desempeñaba un digno cargo en la Intendencia, había insistido innumerables veces a sus superiores para que le permitieran cambiar de vivienda (el alquiler del inmueble estaba a cargo de la Intendencia). Como esta autorización demoraba, alegó para justificar su repetida insistencia que la casa estaba embrujada “del modo más desagradable”.

Todas las noches, la puerta del salón se abría violentamente, se oía un ruido de pasos precipitados, una respiración ronca y luego dos o tres gritos horribles y la pesada caída de un cuerpo contra el piso.

A menudo encontraban los muebles volcados, sobre todo cuando estaban situados en el ángulo norte de la sala.

Luego se restablecía el silencio, pero alrededor de un cuarto de hora más tarde, se oía algo semejante a un pataleo, un sollozo y al fin un espantoso estertor.

El mayor W… acabó por prohibir a sus familiares la entrada a este salón. Incluso clausuró la puerta. Pero antes hizo constatar estos hechos por varios de sus compañeros del ejército. En efecto, el informe que presentó estaba firmado por el lugarteniente de Intendencia E…, el capitán S… y el comisario de víveres E…

Se procedió a una búsqueda de datos y muy pronto descubrieron una trágica historia.

En el año 1825, la casa estaba habitada por el corredor de joyas C… y su esposa. Esta última, mucho más joven que su marido, llevaba una vida desordenada y malgastaba enormes sumas de dinero.

Aunque el desgraciado C… le perdonó muchas veces sus caprichos, no parecía querer enmendarse; al contrario, su vida era progresivamente escandalosa.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Tres Instrumentos de la Muerte

Gilbert Keith Chesterton


Cuento


Tanto por profesión como por convicción, el padre Brown sabía, mejor que casi todos nosotros, que la muerte dignifica al hombre. Con todo, tuvo un sobresalto cuando, al amanecer, vinieron a decirle que Sir Aaron Armstrong había sido asesinado. Había algo de incongruente y absurdo en la idea de que una figura tan agradable y popular tuviera la menor relación con la violencia secreta del asesinato. Porque Sir Aaron Armstrong era agradable hasta el punto de ser cómico, y popular hasta ser casi legendario. Era aquello tan imposible como figurarse que “Sunny Jim” se había colgado, o que el pacífico “el señor Pick Wicks” de Dickens había muerto en el manicomio de Hanwell. Porque, aunque Sir Aaron, como filántropo que era, tenía que conocer los oscuros fondos de nuestra sociedad, se enorgullecía de hacerlo de la manera más brillante posible. Sus discursos políticos y sociales eran cataratas de anécdotas y carcajadas; su salud corporal era tremenda; su ética, el optimismo más completo. Y trataba el problema de la embriaguez (su tópico favorito) con aquella alegría perenne y aun monótona, que es muchas veces la señal de una absoluta y provechosa abstinencia.

La historia corriente de su conversación era muy conocida en los círculos y púlpitos más puritanos: cómo, de niño, había sido arrastrado de la teología escocesa al whisky escocés; cómo se había redimido de lo uno y lo otro, y había llegado a ser (según él modestamente decía) lo que era. La verdad es que su barba blanca y bellida, su cara de querubín, sus gafas deslumbradoras, y las innúmeras comidas y congresos a que asistía, hacían difícil creer que hubiera sido nunca persona tan tétrica como un borrachín o un calvinista. No: aquél era el más seriamente alegre de todos los hijos de los hombres.


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16 págs. / 28 minutos / 424 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Terrible Venganza

Nikolái Gógol


Cuento


En el oscuro sótano de la casa del amo Danilo, y bajo tres candados, yace el brujo, preso entre cadenas de hierro; más allá, a orillas del Dnieper, arde su diabólico castillo, y olas rojas como la sangre baten, lamiéndolas, sus viejas murallas. El brujo está encerrado en el profundo sótano no por delito de hechicería, ni por sus actos sacrílegos: todo ello que lo juzgue Dios. Él está preso por traición secreta, por ciertos convenios realizados con los enemigos de la tierra rusa y por vender el pueblo ucranio a los polacos y quemar iglesias ortodoxas.

El brujo tiene aspecto sombrío. Sus pensamientos, negros como la noche, se amontonan en su cabeza. Un solo día le queda de vida. Al día siguiente tendrá que despedirse del mundo. Al siguiente lo espera el cadalso. Y no sería una ejecución piadosa: sería un acto de gracia si lo hirvieran vivo en una olla o le arrancaran su pecaminosa piel.

Estaba huraño y cabizbajo el brujo. Tal vez se arrepienta antes del momento de su muerte, ¡pero sus pecados son demasiado graves como para merecer el perdón de Dios!

En lo alto del muro hay una angosta ventana enrejada. Haciendo resonar sus cadenas se acerca para ver si pasaba su hija. Ella no es rencorosa, es dulce como una paloma, tal vez se apiade de su padre… Pero no se ve a nadie. Allí abajo se extiende el camino; nadie pasa por él. Más abajo aún se regocija el Dnieper, pero ¡qué puede importarle al Dnieper! Se ve un bote… Pero ¿quién se mece? Y el encadenado escucha con angustia su monótono retumbar.

De pronto alguien aparece en el camino: ¡Es un cosaco! Y el preso suspira dolorosamente. De nuevo todo está desierto… Al rato ve que alguien baja a lo lejos… El viento agita su manto verde, una cofia dorada arde en su cabeza… ¡Es ella!

Él se aprieta aún más contra los barrotes de la ventana. Ella, entretanto, ya se acerca…

—Katerina, hija mía, ¡ten piedad! ¡Dame una limosna!


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Dos Amantes

María de Francia


Cuento


Sucedió antaño en Normandía una aventura muy famosa de dos jóvenes que se amaron y murieron víctimas de su amor. Los bretones los recordaron en un lai que tuvo por título Los dos amantes.

Fuera de toda duda está que en Neustria, que nosotros llamamos Normandía, hay una montaña maravillosamente alta. En su cumbre yacen los dos jóvenes. En un lugar al pie de esta montaña, un rey, señor de los pitrenses, tras haber reflexionado y con muy buen acuerdo, hizo construir una ciudad. Tomó ésta el nombre de Pitres, en recuerdo de sus pobladores, y ese nombre se ha conservado hasta hoy; aún existen la ciudad y las casas. Bien conocemos la comarca que se llama Valle de Pitres.

El rey tenía una bella hija, doncella muy cortés. No tenía más hijo ni hija. Fue pretendida por nobles caballeros, que mucho hubieran dado por conseguirla. Pero el rey no quería entregarla, pues no podía vivir sin ella ni prescindir de su compañía: día y noche estaba a su lado. La pequeña le consolaba de la pérdida de la reina. Muchos le criticaban por ello; hasta los suyos se lo censuraban.

Cuando el rumor adverso se generalizó, al rey le pesó mucho, y sintió gran tristeza. Comenzó entonces a pensar en cómo podría salir airoso del trance sin entregar a su hija. Para ello, hizo público en todas partes que quien pretendiese desposarla habría de cumplir un requisito: era decisión inquebrantable del monarca que debería llevarla en brazos hasta la cumbre del monte cercano a la ciudad, sin pararse a tomar aliento.

Cuando la nueva fue conocida y difundida por la comarca, muchísimos lo intentaron y no obtuvieron nada a cambio. Alguno hubo que, en su esfuerzo, alcanzó a subirla hasta la mitad del monte, pero no podían llegar más lejos; les era imposible continuar con su preciosa carga entre los brazos. Largo tiempo permaneció así la doncella, sin que nadie intentase solicitarla.


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4 págs. / 8 minutos / 272 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Después de 20 Años

O. Henry


Cuento


El policía efectuaba su ronda por la avenida con un aspecto imponente. Esa imponencia no era exhibicionismo, sino lo habitual en él, pues los espectadores escaseaban. Aunque apenas eran las 10 de la noche, las heladas ráfagas de viento, con regusto a lluvia, habían despoblado las calles, o poco menos.

El agente probaba puertas al pasar, haciendo girar su porra con movimientos artísticos e intrincados; de vez en vez se volvía para recorrer el distrito con una mirada alerta. Con su silueta robusta y su leve contoneo, representaba dignamente a los guardianes de la paz. El vecindario era de los que se ponen en movimiento a hora temprana. Aquí y allá se veían las luces de alguna cigarrería o de un bar abierto durante toda la noche, pero la mayoría de las puertas correspondían a locales comerciales que llevaban unas cuantas horas cerrados.

Hacia la mitad de cierta cuadra, el policía aminoró súbitamente el paso. En el portal de una ferretería oscura había un hombre, apoyado contra la pared y con un cigarro sin encender en la boca. Al acercarse él, el hombre se apresuró a decirle, tranquilizador:

—No hay problema, agente. Estoy esperando a un amigo, nada más. Se trata de una cita convenida hace 20 años. A usted le parecerá extraño, ¿no? Bueno, se lo voy a explicar, para hacerle ver que no hay nada malo en esto. Hace más o menos ese tiempo, en este lugar había un restaurante, el Big Joe Brady.

—Sí, lo derribaron hace cinco años —dijo el policía.

El hombre del portal encendió un fósforo y lo acercó a su cigarro. La llama reveló un rostro pálido, de mandíbula cuadrada y ojos perspicaces, con una pequeña cicatriz blanca junto a la ceja derecha. El alfiler de corbata era un gran diamante, engarzado de un modo extraño.


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3 págs. / 6 minutos / 247 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Historia de Fantasmas

E.T.A. Hoffmann


Cuento


Cipriano se puso de pie y empezó a pasear, según costumbre, siempre que su ser estaba embargado por algo muy importante y trataba de expresarse ordenadamente, y recorrió la habitación de un extremo a otro.

Los amigos se sonrieron en silencio. Se podía leer en sus miradas: «¡Qué cosas tan fantásticas vamos a oír!» Cipriano se sentó y empezó así:

—Ya saben que hace algún tiempo, después de la última campaña, me hallaba en las posesiones del Coronel de P… El Coronel era un hombre alegre y jovial, así como su esposa era la tranquilidad y la ingenuidad en persona.

Mientras yo permanecía allí, el hijo se encontraba en la armada, de modo que la familia se componía del matrimonio, de dos hijas y de una francesa que desempeñaba el cargo de una especie de gobernanta, no obstante estar las jóvenes fuera de la edad de ser gobernadas. La mayor era tan alegre y tan viva que rayaba en el desenfreno, no carente de espíritu; pero apenas podía dar cinco pasos sin danzar tres contradanzas, así como en la conversación saltaba de un tema a otro, infatigable en su actividad. Yo mismo presencié cómo en el espacio de diez minutos hizo punto… leyó…, cantó…, bailó, y que en un momento lloró por el pobre primo que había quedado en el campo de batalla y aún con lágrimas en los ojos prorrumpió en una sonora carcajada, cuando la francesa echó sin querer la dosis de rapé en el hocico del faldero, que al punto comenzó a estornudar, y la vieja a lamentarse: «Ah, che fatalità! Ah carino, poverino!» Acostumbraba a hablar al susodicho faldero sólo en italiano, pues era oriundo de Padua.


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6 págs. / 11 minutos / 195 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Arthur Jermyn

H.P. Lovecraft


Cuento


I

La vida es algo espantoso; y desde el trasfondo de lo que conocemos de ella asoman indicios demoníacos que la vuelven a veces infinitamente más espantosa. La ciencia, ya opresiva en sus tremendas revelaciones, será quizá la que aniquile definitivamente nuestra especie humana —si es que somos una especie aparte—; porque su reserva de insospechados horrores jamás podrá ser abarcada por los cerebros mortales, en caso de desatarse en el mundo. Si supiéramos qué somos, haríamos lo que hizo Arthur Jermyn, que empapó sus ropas de petróleo y se prendió fuego una noche. Nadie guardó sus restos carbonizados en una urna, ni le dedicó un monumento funerario, ya que aparecieron ciertos documentos, y cierto objeto dentro de una caja, que han hecho que los hombres prefieran olvidar. Algunos de los que lo conocían niegan incluso que haya existido jamás.

Arthur Jermyn salió al páramo y se prendió fuego después de ver el objeto de la caja, llegado de África. Fue este objeto, y no su raro aspecto personal, lo que lo impulsó a quitarse la vida. Son muchos los que no habrían soportado la existencia, de haber tenido los extraños rasgos de Arthur Jermyn; pero él era poeta y hombre de ciencia, y nunca le importó su aspecto físico. Llevaba el saber en la sangre; su bisabuelo, el barón Robert Jermyn, había sido un antropólogo de renombre; y su tatarabuelo, Wade Jermyn, uno de los primeros exploradores de la región del Congo, y autor de diversos estudios eruditos sobre sus tribus animales, y supuestas ruinas. Efectivamente, Wade estuvo dotado de un celo intelectual casi rayano en la manía; su extravagante teoría sobre una civilización congoleña blanca le granjeó sarcásticos ataques, cuando apareció su libro, Reflexiones sobre las diversas partes de África. En 1765, este intrépido explorador fue internado en un manicomio de Huntingdon.


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12 págs. / 21 minutos / 197 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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