Dedicado a F. F. Popudoglo
I
Grojolski abrazó a Liza, le besuqueó todos
los dedos, que tenían las uñas rosadas y mordisqueadas, y la sentó en un
sofá tapizado con terciopelo barato. Liza cruzó las piernas, se colocó
las manos bajo la cabeza y se tumbó.
Grojolski se sentó a su lado, en una silla, y se inclinó hacia ella. Era todo ojos.
¡Qué guapa le parecía, así iluminada por los rayos del poniente!
El sol de la tarde, dorado, levemente teñido de púrpura: todo eso podía verse por la ventana.
Toda la estancia, Liza incluida, quedaba iluminada por una luz
viva, que no llegaba a herir la vista, como bañada en oro
momentáneamente…
Grojolski estaba embobado. Liza tampoco es que fuera una belleza
extraordinaria. Es verdad que su carita de gato, de ojos castaños y
nariz respingona, resultaba fresca y hasta picante, que sus ralos
cabellos rizados eran negros como el carbón, que su cuerpo menudo
parecía gracioso, ágil y correcto, como el cuerpo de una anguila
eléctrica, pero en conjunto… En fin, mi gusto es lo de menos. Grojolski,
mimado por las mujeres, que se había enamorado y desenamorado cien
veces a lo largo de su vida, veía en ella a una belleza. La amaba, y el
ciego amor encuentra en todas partes la belleza ideal.
—Escucha —empezó, mirándola a los ojos—. Necesitaba hablar un rato
contigo, cariño. El amor no soporta lo impreciso, lo confuso… Las
relaciones indefinidas, ya sabes… Ya te lo dije ayer, Liza. Vamos a
intentar zanjar hoy la discusión que ayer se planteó. Venga, tenemos que
tomar una decisión de común acuerdo. ¿Qué podemos hacer?
Liza bostezó y, torciendo el gesto, sacó de debajo de la cabeza la mano derecha.
—¿Qué podemos hacer? —repitió las palabras de Grojolski con voz casi inaudible.
Información texto 'Mercancía Viva'