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En el Mar

Guy de Maupassant


Cuento


A Henry Céard

Se leía recientemente en los diarios, las siguientes líneas:

"BOLONIA-SUR-MER, 22 de Enero. — Se lee: "Un terrible accidente vino a sembrar la consternación entre nuestro gremio marítimo, que ha sufrido tanto en los últimos dos años. El pesquero comandado por el Capitán Javel, entrando al puerto, ha sido arrastrado al Oeste y vino a estrellarse sobre las rocas del rompeolas del muelle.

"A pesar de los esfuerzos del bote de salvamento y las espías lanzadas por el fusil lanza cuerdas, cuatro hombres y el grumete han perecido.

"El mal tiempo continúa. Se prevén nuevos desastres."

¿Quién es este Capitán Javel? ¿Es el hermano del manco?.

Si el pobre hombre arrojado por la ola y muerto quizás, bajo los restos de su barco hecho pedazos, es el que yo pienso, tomó parte hace justo dieciocho años, en otra tragedia terrible y simple como son todas estas tragedias tremendas del mar.

Javel el mayor, era entonces patrón de un pesquero de arrastre.

El pesquero de arrastre es el barco de pesca por excelencia. Sólido, no teme ningún mal tiempo, de casco redondo, remonta incesante sobre las olas como un corcho, siempre fuera del agua, siempre azotado por los vientos duros y salados del Canal de la Mancha, brega la mar, infatigable, la vela colmada, arrastra por su costado una gran red de arrastre que raspa el fondo del océano despegando y pescando todos los animales dormidos en las rocas, los peces planos pegados en la arena, los corpulentos cangrejos con sus pinzas ganchudas, y las langostas con sus antenas puntiagudas.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Junto a un Muerto

Guy de Maupassant


Cuento


Se moría poco a poco, como se mueren los tísicos. Todos los días lo veía sentarse a eso de las dos, bajo las ventanas del hotel, frente al mar, tranquilo, en un banco del paseo.

Permanecía algún tiempo inmóvil bajo el calor del sol, contemplando con ojos sombríos el Mediterráneo.

A veces dirigía una mirada hacia la alta montaña de cumbres brumosas que cierra el Mentón; luego, con un movimiento muy lento, cruzaba sus largas piernas, tan enflaquecidas que parecían dos huesos alrededor de los cuales flotaba el paño del pantalón, y abría un libro, siempre el mismo.

Entonces, sin variar de postura, leía, leía con los ojos y con el pensamiento: parecía que todo su pobre cuerpo desfalleciente leía, que su alma penetraba, se perdía, desaparecía en aquel libro hasta la hora en que el aire fresco lo hacía toser un poco. Entonces, levantándose, penetraba en el hotel.

Era un alemán alto, de barba rubia, que almorzaba y comía en su cuarto y no hablaba con nadie.

Una vaga curiosidad me atrajo hacia él. Un día me senté a su lado, teniendo yo también en la mano, por el bien parecer, un volumen de poesías de Musset.

Me puse a hojear Rolla.

De pronto mi compañero me preguntó en un francés muy correcto:

—¿Sabe usted alemán, caballero?

—Ni una palabra.

—Lo siento; porque, ya que la casualidad nos ha reunido, le hubiera prestado, le hubiera hecho fijarse en una cosa inestimable: este libro que aquí tengo.

—¿Qué libro es ése?

—Es un ejemplar de mi maestro Schopenhauer, anotado por él. Todas las márgenes, como puede usted ver, están cubiertas con su letra.

Cogí con respeto aquel libro y contemplé aquellos garabatos incomprensibles para mí, pero que revelaban el inmortal pensamiento del mayor destructor de sueños que ha pasado por el mundo.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Boda del Lugarteniente Laré

Guy de Maupassant


Cuento


Un destacamento francés al mando de un eficiente oficial, el lugarteniente Laré, se encuentran en el bosque con un anciano y su hija. Ésta, fatigada y enferma, es objeto de los cuidados exquisitos de la tropa.

Desde el comienzo de la campaña, el lugarteniente Laré arrebató a los prusianos dos cañones. Su general le dijo: "Gracias lugarteniente", y le entregó la cruz de honor.

Como él era tan prudente como valiente, sutil, inventivo, lleno de astucias y recursos, se le confió un centenar de hombres y organizó un servicio de exploradores que, en las retiradas, salvó muchas veces a la armada.

Pero como un mar desbordado, la invasión penetraba por toda la línea fronteriza. Se trataba de enormes oleadas de hombres que llegaban, unos a continuación de los otros, dejando tras ellos un desecho de merodeadores. La brigada del general Carrel, separada de su división, retrocedía sin cesar, batiéndose día tras día, pero se mantenía casi intacta, gracias a la vigilancia y celeridad del lugarteniente Laré, que parecía estar por todas partes al mismo tiempo, desbarataba todas las artimañas del enemigo, burlaba sus previsiones, desorientaba a sus ulanos, asesinaba sus avanzadillas.

Una mañana, el general lo hizo llamar:

"Lugarteniente —dijo— tengo aquí un despacho del general de Lacère que está perdido si nosotros no llegamos en su auxilio mañana al amanecer. Está en Blainville, a ocho horas de aquí. Usted partirá al caer la noche con trescientos hombres que irá relevando a lo largo del camino. Yo les seguiré dos horas después. Estudie la ruta con atención; temo encontrar una división enemiga.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Enfermos y Médicos

Guy de Maupassant


Cuento


¡Singular misterio es el recuerdo! Uno va despistado por las calles, bajo el primer sol de mayo, y de repente, como si unas puertas durante mucho tiempo cerradas se abrieran en la memoria, cosas ya olvidadas regresan de nuevo a la mente. Pasan, seguidas por otras, nos hacen revivir horas pasadas, horas lejanas.

¿Por qué esas vueltas bruscas hacia antaño? ¿Quién lo sabe? Un olor que flota, una sensación tan ligera que ni la hemos notado, pero que uno de nuestros órganos reconoció, un escalofrío, incluso un destello de sol que daña la retina, un ruido tal vez, un nada que nos rozó en una circunstancia en un tiempo lejano y que volvemos a encontrar, vale para hacernos volver a ver de repente un país, unas gentes, unos acontecimientos desaparecidos de nuestro pensamiento.

¿Por qué un soplo de aire cargado de olores, de hojas bajo los castaños de los Campos Elíseos, evoca de repente un camino, un enorme camino, a lo largo de una montaña, en Auvernia?

A la izquierda, entre dos cimas, apareció el cono majestuoso y fuerte de Puy-de-Dome. Alrededor de este pesado gigante, más lejos o más cerca, un cúmulo de picos se alzan. De entre ellos, muchos que aparecen truncados, antiguamente arrojaban fuego y humo. Volcanes extinguidos cuyos cráteres extintos se han convertido en lagos.

A la derecha, el camino domina una planicie infinita poblada de pueblos y ciudades, rica y arbolada, la Limagne. Cuanto más nos elevamos más cumbres vemos, allá abajo, las montañas de Forez. Todo este horizonte desmesurado está empañado de un vapor lechoso, suave y claro. Los alrededores de Auvernia tienen una gracia infinita dentro de su bruma transparente.

La carretera está bordeada de nogales enormes que la protegen siempre del sol. Las faldas de los montes están cubiertas de castañales en flor cuyos racimos, más pálidos que las hojas, parecen grises entre el verdor sombrío.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Cabellera

Guy de Maupassant


Cuento


La celda tenía paredes desnudas, pintadas con cal. Una ventana estrecha y con rejas, horadada muy alto para que no se pudiera alcanzar, alumbraba el cuarto, claro y siniestro; y el loco, sentado en una silla de paja, nos miraba con una mirada fija, vacía y atormentada. Era muy delgado, con mejillas huecas, y el pelo casi cano que se adivinaba había encanecido en unos meses. Su ropa parecía demasiado ancha para sus miembros enjutos, su pecho encogido, su vientre hueco. Uno sentía que este hombre estaba destrozado, carcomido por su pensamiento, un Pensamiento, al igual que una fruta por un gusano. Su Locura, su idea estaba ahí, en esa cabeza, obstinada, hostigadora, devoradora. Se comía el cuerpo poco a poco. Ella, la Invisible, la Impalpable, la Inasequible, la Inmaterial Idea consumía la carne, bebía la sangre, apagaba la vida.

¡Qué misterio representaba este hombre aniquilado por un sueño! ¡Este Poseso daba pena, miedo y lástima! ¿Qué extraño, espantoso y mortal sueño vivía detrás de esa frente, que fruncía con profundas arrugas, siempre en movimiento?

El médico me dijo: —Tiene unos terribles arrebatos de furor; es uno de los dementes más peculiares que he visto. Padece locura erótica y macabra. Es una especie de necrófilo. Además, ha escrito un diario que nos muestra de la forma más clara la enfermedad de su espíritu y en el que, por así decirlo, su locura se hace palpable. Si le interesa, puede leer ese documento.

Seguí al doctor hasta su gabinete y me entregó el diario de aquel desgraciado.

—Léalo —dijo—, y deme su opinión.

He aquí lo que contenía el cuaderno:


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Casa Tellier

Guy de Maupassant


Cuento


I

Se iba allá, cada noche, alrededor de las once, como se va a un café, simplemente.

Se encontraban seis a ocho, siempre los mismos, no eran juerguistas sino hombres honorables, comerciantes, jóvenes funcionarios de gobierno; tomaban su chartreuse alegremente con alguna de las muchachas, o bien charlaban seriamente con "Madame", a quién todos respetaban.

Luego se recogían a dormir antes de la media noche. Los jóvenes algunas veces se quedaban.

La casa era de familia, pequeñita, pintada de amarillo, en la esquina de una calle detrás de la iglesia de Saint—Etienne; por las ventanas, se veía la bahía llena de barcos que descargaban, el gran pantano salado llamado "La traba", detrás, el costado de la Virgen con su vieja capilla completamente gris.

Madame, provenía de una buena familia de campesinos del departamento del Eure, había aceptado esta profesión igualmente como hubiera sido modista o sirvienta. El prejuicio de deshonra asociado a la prostitución, tan violento y tan vivo en las ciudades, no existe en la campiña Normanda. El campesino dice: — Es una buena profesión — y enviarían a sus hijos a mantener un harem de mujeres como los enviarían a dirigir un internado de señoritas.

Esta casa, por lo demás, provenía de herencia de un viejo tío de la cuál era propietario. Monsieur y Madame, anteriormente proxenetas cerca de Yvetot, lo habían inmediatamente liquidado pensando que el negocio de Fécamp era más ventajoso para ellos; habían llegado una bonita mañana a tomar la dirección de la empresa que colapsaba en ausencia de sus dueños.

Eran buena gente, que se hicieron querer inmediatamente por su personal y sus vecinos.

El señor Tellier murió de un ataque dos años más tarde. Su nueva profesión lo mantenían entre la molicie y el sedentarismo, engordando demasiado, dañó su salud.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Mano Disecada

Guy de Maupassant


Cuento


Un amigo mío, Luis R., tenía reunidos en su casa una noche, hará cosa de ocho meses, a varios camaradas de colegio. Bebíamos ponche y fumábamos, hablando de literatura y pintura y contando de cuando en cuando anécdotas jocosas, como es habitual en reuniones de gente joven. Se abre súbitamente la puerta y entra como un vendaval uno de mis buenos amigos de la infancia:

—¿A que no adivinan de dónde vengo? —exclamó en seguida.

—Apuesto a que vienes de Mabille —contesta uno.

—¡Caray! Vienes demasiado alegre; acabas de conseguir dinero prestado, has enterrado a un tío tuyo o has empeñado el reloj —dice otro.

—Estabas ya borracho, y como te ha dado en la nariz el ponche de Luis, has subido a su casa para emborracharte de nuevo —contesta un tercero.

—No dan en el clavo; vengo de P., en Normandía, donde he pasado ocho días, y traigo de allí a un gran criminal, amigo mío, que les voy a presentar, con su permiso.

Y diciendo y haciendo, sacó del bolsillo una mano disecada. Era una mano horrible, negra, seca, muy larga y como si estuviese crispada; los músculos, extraordinariamente poderosos, estaban sujetos, interior y exteriormente, por una tira de piel apergaminada; las uñas amarillas, estrechas, cubrían aún las extremidades de los dedos; todo aquello olía a criminal desde una legua de distancia.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Muerta

Guy de Maupassant


Cuento


¡Yo la había amado locamente! ¿Por qué amamos? Es raro no ver en el mundo sino a un ser, no tener en la mente sino una idea, en el corazón sino un deseo, y en la boca más que un nombre: un nombre que sube sin cesar, que sube, como el agua de un manantial, de las honduras del alma, que sube a los labios, y que decimos, que repetimos, que murmuramos sin cesar en todas partes, al igual que una plegaria.

No contaré nuestra historia. El amor no tiene más que una, siempre la misma. La encontré y la amé. Nada más. Y viví durante un año en su ternura, en sus brazos, en su caricia, en su mirada, en sus trajes, en sus palabras, enredado, ligado, aprisionado en todo lo que venía de ella, de una forma tan completa que ya no sabía si era de día o de noche, si estaba vivo o muerto, en la vieja tierra o en otro lugar.

Y he aquí que se murió. ¿Cómo? No sé, ya no lo sé.

Volvió a casa empapada, una noche de lluvia, y al día siguiente tosía. Tosió durante una semana aproximadamente y guardó cama.

¿Qué ocurrió? Ya no lo sé.

Los médicos venían, escribían, se iban. Se traían remedios; una mujer se los hacía tomar. Sus manos estaban calientes, su frente ardiente y húmeda, su mirada brillante y triste. Yo le hablaba, ella me respondía. Qué nos dijimos? Ya no lo sé: ¡Lo he olvidado todo, todo! Se murió, recuerdo muy bien su breve suspiro, su breve suspiro tan débil, el último. La enfermera dijo: «¡Ay!» ¡Comprendí, comprendí!

No supe nada más. Nada. Vi a un sacerdote que pronunció estas palabras. «Su querida.» Me pareció que la insultaba. Puesto que ella había muerto, nadie tenía derecho a saber eso. Lo despedí. Vino otro que fue muy bondadoso, muy dulce. Yo lloraba cuando él me habló de ella.

Me consultaron mil cosas sobre el entierro. Ya no lo sé. Recuerdo muy bien, sin embargo, el ataúd, el ruido de los martillazos cuando la clavaron dentro. ¡Ay, Dios mío!


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Puerta

Guy de Maupassant


Cuento


Ah!, exclamó Karl Massouligny, he aquí una cuestión difícil, ¡la de los maridos complacientes! Desde luego, yo he visto de todos los tipos y no sabría dar una opinión sobre uno únicamente. A menudo he intentado determinar si son en realidad ciegos, clarividentes o débiles. Yo creo que hay de estas tres categorías.

Hagamos un pase rápido sobre los ciegos. Estos en absoluto son serviciales puesto que no saben, de lo infelices que son, que no ven nunca más lejos de sus narices. Por otra parte, una cosa curiosa e interesante a apuntar, es la facilidad de los hombres e incluso de las mujeres, de todas las mujeres, para dejarse engañar.

Nos sorprenden con las más pequeñas astucias todos los que nos rodean, nuestros niños, nuestros amigos, nuestros criados, nuestros proveedores. La humanidad es crédula y nosotros no gastamos en sospechar, adivinar y desbaratar las destrezas de los otros, ni la décima parte de la sutileza que utilizamos cuando queremos, cuando nos toca engañar a alguien.

Los maridos clarividentes pertenecen a tres razas. Los que tienen interés, un interés económico, ambición, o bien los que su mujer tiene un amante o amantes. Los que quieren, poco más o menos, únicamente salvaguardar las apariencias, y están satisfechos de ello. Los que rabian. Se haría una hermosa novela sobre ellos. En fin, ¡los débiles! los que tienen miedo del escándalo.

Hay también los impotentes, o más bien los fatigados, que huyen del lecho conyugal por temor a un síncope o a una apoplejía y que se resignan con ver a un amigo correr riesgos.

En cuanto a mi, he conocido un marido de una especie bastante rara y que se ha defendido de todo esto de una forma espiritual y rara.


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Las Joyas

Guy de Maupassant


Cuento


El señor Lantín la conoció en una reunión que hubo en casa del subjefe de su oficina, y el amor lo envolvió como una red.

Era hija de un recaudador de contribuciones de provincia muerto años atrás, y había ido a París con su madre, la cual frecuentaba a algunas familias burguesas de su barrio, con la esperanza de casarla.

Dos mujeres pobres y honradas, amables y tranquilas. La muchacha parecía ser el modelo de la mujer honesta, como la soñaría un joven prudente para confiarle su porvenir. Su hermosura plácida ofrecía un encanto angelical de pudor, y la imperceptible sonrisa, que no se borraba de sus labios, parecía un reflejo de su alma.

Todo el mundo cantaba sus alabanzas; cuantos la conocieron repetían sin cesar: "Dichoso el que se la lleve; no podría encontrar cosa mejor".

Lantín, entonces oficial primero de negociado en el Ministerio del Interior, con tres mil quinientos francos anuales de sueldo, la pidió por esposa y se casó con ella.

Fue verdaderamente feliz. Su mujer administraba la casa con tan prudente economía, que aparentaba vivir hasta con lujo. Le prodigó a su marido todo género de atenciones, delicadezas y mimos: era tan grande su encanto, que a los seis años de haberla conocido, él la quería más aún que al principio.

Solamente le desagradaba que se aficionase con exceso al teatro y a las joyas falsas.

Sus amigas, algunas mujeres de modestos empleados, le regalaban con frecuencia localidades para ver obras aplaudidas y hasta para algún estreno; y ella compartía esas diversiones con su marido, al cual fatigaban horriblemente, después de un día de trabajo. Por fin, para librarse de trasnochar, le rogó que fuera con alguna señora conocida, que pudiese acompañarla cuando acabase la función. Ella tardó mucho en ceder, juzgando inconveniente la proposición de su marido; pero, al fin, se decidió a complacerlo, y él se alegró muchísimo.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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