Volvió a las seis de la mañana y, según costumbre, pasó
al cuarto de aseo; pero, en lugar de desnudarse, se sentó o, mejor dicho, se
dejó caer en una butaca... Poniendo las manos en las rodillas, permaneció en esa
actitud cinco, diez minutos, quizás una hora. No hubiera podido decirlo.
"El siete de corazones", se dijo, representándose el
desagradable hocico de su contrincante, que, a pesar de ser inmutable, había
dejado traslucir satisfacción en el momento de ganar.
—¡Diablos! —exclamó.
Se oyó un ruido tras de la puerta. Y apareció su
esposa, una hermosa mujer, de cabellos negros, muy enérgica, con gorrito de
noche, chambra con encajes y zapatillas de pana verde.
—¿Qué te pasa? —dijo, tranquilamente; pero, al ver su
rostro, repitió—: ¿Qué te pasa, Misha? ¿Qué te pasa?
—Estoy perdido.
—¿Has jugado?
—Sí.
—¿Y qué?
—¿Qué? —repitió él, con expresión iracunda—. ¡Que estoy
perdido!
Y lanzó un sollozo, procurando contener las lágrimas.
—¿Cuántas veces te he pedido, cuántas veces te he
suplicado que no jugaras?
Sentía lástima por él; pero también se compadecía de sí
misma, al pensar que pasaría penalidades, así como por no haber dormido en toda
la noche, atormentada, esperándolo. "Ya son las seis", pensó, echando una ojeada
al reloj que estaba encima de la mesa.
—¡Infame! ¿Cuánto has perdido?
—¡Todo! Todo lo mío y lo que tenía del Tesoro.
¡Castígame! Haz lo que quieras. Estoy perdido —se cubrió el rostro con las
manos—. Eso es lo único que sé.
—¡Misha! ¡Misha! Escúchame. Apiádate de mí. También soy
un ser humano. Me he pasado toda la noche sin dormir. Estuve esperándote, estuve
sufriendo; y he aquí la recompensa. Dime, al menos, la cantidad que has perdido.
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