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El Candor del Padre Brown

Gilbert Keith Chesterton


Cuento


La cruz azul

Bajo la cinta de plata de la mañana, y sobre el reflejo azul del mar, el bote llegó a la costa de Harwich y soltó, como enjambre de moscas, un montón de gente, entre la cual ni se distinguía ni deseaba hacerse notable el hombre cuyos pasos vamos a seguir.

No; nada en él era extraordinario, salvo el ligero contraste entre su alegre y festivo traje y la seriedad oficial que había en su rostro. Vestía un chaqué gris pálido, un chaleco, y llevaba sombrero de paja con una cinta casi azul. Su rostro, delgado, resultaba trigueño, y se prolongaba en una barba negra y corta que le daba un aire español y hacía echar de menos la gorguera isabelina. Fumaba un cigarrillo con parsimonia de hombre desocupado. Nada hacia presumir que aquel chaqué claro ocultaba una pistola cargada, que en aquel chaleco blanco iba una tarjeta de policía, que aquel sombrero de paja encubría una de las cabezas más potentes de Europa. Porque aquel hombre era nada menos que Valentín, jefe de la Policía parisiense, y el más famoso investigador del mundo. Venía de Bruselas a Londres para hacer la captura más comentada del siglo.

Flambeau estaba en Inglaterra. La Policía de tres países había seguido la pista al delincuente de Gante a Bruselas, y de Bruselas al Hoek van Holland. Y se sospechaba que trataría de disimularse en Londres, aprovechando el trastorno que por entonces causaba en aquella ciudad la celebración del Congreso Eucarístico. No sería difícil que adoptara, para viajar, el disfraz de eclesiástico menor, o persona relacionada con el Congreso. Pero Valentín no sabía nada a punto fijo. Sobre Flambeau nadie sabía nada a punto fijo.


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257 págs. / 7 horas, 30 minutos / 227 visitas.

Publicado el 5 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Contemplación

Franz Kafka


Cuento


Para M. B.

Franz Kafka

Niños en un camino de campo

Yo oía pasar los coches junto a la cerca del jardín, muchas veces los veía a través de los intersticios apenas oscilantes del follaje. ¡Cómo crujía en el cálido verano la madera de sus ruedas y varas! Del campo volvían los labradores, y se reían escandalosamente.

Yo estaba sentado en nuestro pequeño columpio, descansando entre los árboles del jardín de mis padres.

Del otro lado de la cerca el ruido no cesaba. Los pasos de los niños que corrían desaparecían en un instante; carros de cosechadores, con hombres y mujeres arriba y alrededor, oscurecían los canteros de flores; hacia el atardecer veía a un señor con un bastón, que se paseaba, y a un par de muchachas que venían cogidas del brazo en dirección opuesta, y se hacían a un lado sobre el césped, saludándole.

Luego los pájaros se lanzaban al espacio, como salpicaduras; yo los seguía con los ojos, los veía subir de un solo impulso, hasta que ya no me parecía que ellos subieran, sino que yo caía; debía sostenerme de las sogas, y comenzaba a balancearme un poco, de debilidad. Pronto me columpiaba con más fuerza, el aire refrescaba y en vez de los pájaros en vuelo aparecían temblorosas estrellas.

Cenaba a la luz de una bujía. A menudo apoyaba ambos brazos en la madera, y ya cansado, comía mi pan con manteca. Las agujereadas cortinas se hinchaban bajo el cálido viento, y muchas veces alguno que pasaba por afuera las sujetaba con la mano, como si quisiera verme mejor y hablar conmigo. Generalmente la bujía se apagaba de golpe y en el humo oscuro de la vela seguían girando un rato los insectos. Si alguien me interrogaba desde la ventana, yo le miraba como se mira una montaña o el vacío, y tampoco a él le importaba mucho que yo le respondiera.


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19 págs. / 34 minutos / 287 visitas.

Publicado el 10 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Un Sueño

Franz Kafka


Cuento


Josef K. soñó:

Era un día hermoso, y K. quiso salir a pasear. Pero apenas dio dos pasos, llegó al cementerio. Vio numerosos e intrincados senderos, muy ingeniosos y nada prácticos; K. flotaba sobre uno de esos senderos como sobre un torrente, en un inconmovible deslizamiento. Desde lejos, su mirada advirtió el montículo de una tumba recién rellenada, y quiso detenerse a su lado. Ese montículo ejercía sobre él casi una fascinación, y le parecía que nunca podría acercarse demasiado rápidamente. A veces, sin embargo, la tumba casi desaparecía de la vista, oculta por estandartes cuyos lienzos flameaban y entrechocaban con gran fuerza; no se veía a los portadores de los estandartes, pero era como si allí reinara un gran júbilo.

Todavía escudriñaba la distancia, cuando vio de pronto la misma sepultura a su lado, cerca del camino; pronto la dejaría atrás. Salto rápidamente al césped. Pero como en el momento del salto el sendero se movía velozmente bajo sus pies, se tambaleó y cayó de rodillas justamente frente a la tumba. Detrás de ésta había dos hombres que sostenían una lápida en el aire, apenas apareció K. clavaron la lápida en la tierra, donde quedó sólidamente asegurada. Entonces surgió de un matorral un tercer hombre, en quien K. reconoció inmediatamente a un artista. Sólo vestía pantalones y una camisa mal abotonada; en la cabeza tenía una gorra de terciopelo; en la mano, un lápiz común, con el que dibujaba figuras en el aire mientras se acercaba.


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2 págs. / 3 minutos / 528 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Desapariciones Misteriosas

Ambrose Bierce


Cuento


La dificultad de cruzar un campo

Una mañana de julio de 1854 un colono llamado Williamson, que vivía a unas seis millas de Selma, Alabama, estaba sentado con su mujer y su hijo en la terraza de su vivienda. Delante de la casa había una pradera de césped que se extendía unas cincuenta yardas hasta llegar a la carretera pública, o «la pista», como solían llamarla. Más allá de esta carretera había un prado de unos diez acres, recién segado, completamente llano y sin un árbol, roca, o cualquier otro objeto natural o artificial en su superficie. En aquel momento no había en el campo ni siquiera un animal doméstico. Al otro lado del prado, en otro campo, una docena de esclavos trabajaban bajo la vigilancia de un capataz.

Arrojando la punta de un cigarro, el colono se puso en pie y dijo:

—He olvidado hablarle a Andrew de los caballos.

Andrew era el capataz.

Williamson echó a andar con calma por el paseo de gravilla, arrancando alguna flor a su paso, cruzó la carretera y llegó al prado. Mientras cerraba la verja de entrada se detuvo un momento a saludar a su vecino Armour Wren, que vivía en la plantación de al lado y pasaba por allí. Mr. Wren iba en un coche abierto, acompañado de su hijo James, un muchacho de trece años. Cuando se alejaron unas doscientas yardas del lugar en el que se habían encontrado, Mr. Wren dijo a su hijo:

—He olvidado hablarle a Mr. Williamson de los caballos.

Mr. Wren había vendido a Mr. Williamson unos caballos que iban a ser enviados ese mismo día, pero, por alguna razón que ahora no se recuerda, no iban a poder ser entregados hasta el día siguiente. Mr. Wren indicó al cochero que diera la vuelta y, mientras el vehículo giraba, los tres vieron a Williamson cruzando lentamente los pastos. En aquel momento uno de los caballos del coche dio un traspié y estuvo a punto de caer. No había hecho más que recobrarse cuando James Wren exclamó:


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7 págs. / 13 minutos / 285 visitas.

Publicado el 1 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Rickshaw Fantasma

Rudyard Kipling


Cuento


No turben mi reposo malos sueños,
ni me asedien las Fuerzas de lo Oscuro.

Himno vespertino

Una de las pocas ventajas que tiene la India sobre Inglaterra es su mayor familiaridad. Al cabo de cinco años de servicio un hombre conoce directa o indirectamente a doscientos o trescientos funcionarios de su provincia, las cantinas de diez o doce regimientos y baterías, y cerca de mil quinientas personas ajenas a la casta funcionarial. En diez años puede haber duplicado su número de conocidos, y en veinte tener conocimiento o amistad con todos los ciudadanos ingleses del Imperio y viajar a cualquier destino sin pagar facturas de hotel.

Algunos trotamundos para quienes la diversión es un derecho han ido borrando esta calidez de trato incluso en mi memoria, pese a lo cual las casas todavía siguen abiertas a todo aquel que pertenezca al círculo íntimo, siempre y cuando no sea un zafio o una oveja negra, y nuestra pequeña comunidad es muy, pero que muy amable y servicial.

Rickett, de Kamartha, se alojaba con Polder, de Kumaon, hará cosa de quince años. Pensaba pasar dos noches con él, mas cayó enfermo de fiebres reumáticas y por espacio de seis semanas desorganizó el establecimiento de Polder, impidió trabajar a Polder y a punto estuvo de morir en el dormitorio de Polder. Polder aún hoy se comporta como si hubiera contraído una importante deuda con Rickett, y todos los años envía a los pequeños de la familia Rickett un paquete con regalos y juguetes. En todas partes sucede lo mismo. Hombres que no se toman la molestia de ocultar que a uno le tienen por un zopenco inútil, y mujeres que mancillan la reputación de uno y no comprenden las diversiones de su esposa, se dejarán la piel por uno si cae enfermo o se ve en graves problemas.


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28 págs. / 49 minutos / 107 visitas.

Publicado el 5 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Una Nariz para el Rey

Jack London


Cuento


En los tranquilos orígenes de Corea, cuando este país merecía con toda justeza su antiguo nombre de «Chosen», vivía un político llamado Yi-Chin-Ho.

Seguro que ese hombre de talento no valía menos que el resto de los políticos del mundo. Pero Yi-Chin-Ho, a diferencia de sus hermanos de otras naciones, se consumía en prisión.

La cuestión no era que hubiese defraudado por descuido al erario público, sino que, por descuido, había defraudado demasiado. Los excesos son deplorables en todo, incluso en materia de exacciones. Y los excesos de Yi-Chin-Ho le habían conducido a ese mal trance.

Debía treinta mil yens al gobierno y esperaba en prisión la ejecución de su condena a muerte. Tal situación sólo tenía una ventaja: que podía reflexionar mucho. Después de pensarlo bien, llamó al carcelero.

—Tú, que eres un hombre de gran dignidad, tienes ante ti a un hombre completamente desgraciado —comenzó—. Sin embargo, todo se resolvería para mí tan sólo con que me dejaras salir una hora escasa esta noche. Y todo marcharía bien igualmente para ti, porque yo me preocuparía de que ascendieras con los años, hasta que llegases a ser nombrado director de todas las cárceles de Chosen.

—Pero, ¿qué es lo que te pasa? —preguntó el carcelero—. ¿Qué significa esa locura? ¡Dejarte salir una hora escasa! ¡A ti, que estás en espera de que te vengan a cortar el cuello! ¡Y te atreves a pedírmelo a mí, que tengo a mi cargo una madre de edad avanzada y muy respetable, sin mencionar a mi esposa y varios hijos de corta edad! ¡Que la peste se lleve a un pillo como tú!


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5 págs. / 10 minutos / 401 visitas.

Publicado el 8 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Cuento de la Serpiente Verde

Wolfgang Goethe


Cuento


En su pequeña choza, ante el gran río cuya corriente habíase acaudalado por una fuerte lluvia y que desbordaba sus riberas, estaba el viejo barquero descansando y durmiendo, rendido por las labores del día. Le despertaron fuertes voces en medio de la noche; escuchó que unos viajeros querían ser trasladados.

Al salir delante de la puerta vio dos grandes fuegos fatuos flotando encima del bote amarrado y le aseguraron que se hallaban en los más grandes apuros y que estaban deseosos de verse ya en la otra orilla. El anciano no se demoró en hacerse al agua y navegó con su destreza acostumbrada a través del río mientras los forasteros siseaban entre sí en un lenguaje desconocido y sumamente ágil, y estallaban, de vez en cuando, en fuertes carcajadas saltando por momentos en los bordes o en el fondo de la barca.

—¡Se balancea el bote! —exclamó el viejo—. Si estáis tan inquietos puede volcarse. ¡Sentaos, fuegos fatuos!

Estallaron en grandes carcajadas ante esta advertencia, se mofaron del anciano y se pusieron más inquietos que antes. Este soportó con paciencia sus malas maneras y, en poco tiempo, arribó a la otra orilla.

—¡Aquí tenéis! ¡Por vuestro esfuerzo! —exclamaron los viajeros y, al sacudirse, cayeron muchas y resplandecientes piezas de oro dentro de la húmeda barca.

—¡Santo cielo! ¿Qué hacéis? —exclamó el viejo—. Me exponéis al más grande apuro! Sí una de estas piezas hubiera caído en el agua, el río, que no soporta este metal, se hubiera levantado en terribles olas devorándonos al bote y a mí, ¡y quién sabe cómo os hubiera ido! ¡Tomad de nuevo vuestro dinero!

—No podemos tomar nada de lo que nos hemos desprendido —respondieron ellos.

—Entonces, encima me dais el trabajo de tener que recogerlas y llevarlas a enterrar bajo tierra —dijo el viejo, inclinándose para recoger las piezas de oro dentro de su gorra.


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35 págs. / 1 hora, 2 minutos / 274 visitas.

Publicado el 25 de septiembre de 2017 por Edu Robsy.

La Estrella Sobre el Bosque

Stefan Zweig


Cuento


Un día, cuando el diligente y apuesto camarero François se inclinó sobre el hombro de la bella condesa polaca Ostrovska, sucedió algo extraño. Sólo duró un segundo y no fue un estremecimiento o un sobresalto, un temblor o una emoción. Y, sin embargo, fue uno de esos segundos que abarcan miles de horas y de días llenos de júbilo y tormento, como el vigor vehemente de los grandes y fragorosos robles con todas sus ramas que se mecen y sus copas que se inclinan está contenido en un solo granito de semilla. En ese segundo no sucedió nada visible. François, el dúctil camarero del gran hotel de la Riviera se inclinó aún más, para presentar con mayor comodidad la fuente al cuchillo indeciso de la condesa. Pero su rostro descansó ese momento a pocos centímetros de las ondas dulcemente rizadas y perfumadas de su cabeza, y, cuando instintivamente alzó la mirada devota, sus ojos turbados vieron la suave y luminosa línea blanca con la que su cuello surgía de esa marea oscura y se perdía en el vestido rojo oscuro abullonado. Una llamarada color púrpura lo invadió. Y el cuchillo vibró suavemente en la fuente, presa de un imperceptible temblor. Aunque en ese segundo François intuyó las graves consecuencias de este repentino hechizo, dominó hábilmente su agitación y siguió sirviendo con el entusiasmo reservado y un poco galante de un garçon de buen gusto. Alargó la fuente con movimiento medido al acompañante habitual de la condesa, un aristócrata maduro dotado de una imperturbable elegancia, que relataba cosas indiferentes con entonación refinadamente acentuada y en un francés cristalino. Luego se apartó de la mesa sin alterar su mirada y su gesto.


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10 págs. / 18 minutos / 354 visitas.

Publicado el 12 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

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