En su pequeña choza, ante el gran río cuya corriente habíase
acaudalado por una fuerte lluvia y que desbordaba sus riberas, estaba el
viejo barquero descansando y durmiendo, rendido por las labores del
día. Le despertaron fuertes voces en medio de la noche; escuchó que unos
viajeros querían ser trasladados.
Al salir delante de la puerta vio dos grandes fuegos fatuos flotando
encima del bote amarrado y le aseguraron que se hallaban en los más
grandes apuros y que estaban deseosos de verse ya en la otra orilla. El
anciano no se demoró en hacerse al agua y navegó con su destreza
acostumbrada a través del río mientras los forasteros siseaban entre sí
en un lenguaje desconocido y sumamente ágil, y estallaban, de vez en
cuando, en fuertes carcajadas saltando por momentos en los bordes o en
el fondo de la barca.
—¡Se balancea el bote! —exclamó el viejo—. Si estáis tan inquietos puede volcarse. ¡Sentaos, fuegos fatuos!
Estallaron en grandes carcajadas ante esta advertencia, se mofaron
del anciano y se pusieron más inquietos que antes. Este soportó con
paciencia sus malas maneras y, en poco tiempo, arribó a la otra orilla.
—¡Aquí tenéis! ¡Por vuestro esfuerzo! —exclamaron los viajeros y, al
sacudirse, cayeron muchas y resplandecientes piezas de oro dentro de la
húmeda barca.
—¡Santo cielo! ¿Qué hacéis? —exclamó el viejo—. Me exponéis al más
grande apuro! Sí una de estas piezas hubiera caído en el agua, el río,
que no soporta este metal, se hubiera levantado en terribles olas
devorándonos al bote y a mí, ¡y quién sabe cómo os hubiera ido! ¡Tomad
de nuevo vuestro dinero!
—No podemos tomar nada de lo que nos hemos desprendido —respondieron ellos.
—Entonces, encima me dais el trabajo de tener que recogerlas y
llevarlas a enterrar bajo tierra —dijo el viejo, inclinándose para
recoger las piezas de oro dentro de su gorra.
Información texto 'El Cuento de la Serpiente Verde'