¿Qué será esta alegría del primer sol? ¿Por qué esta luz
caída sobre la tierra nos llena así de la dulzura de vivir? El
cielo está todo azul, la campiña toda verde, las casas todas
blancas; y nuestros ojos embelesados beben esos colores vivos
a los que convierten en júbilo para nuestras almas. Y nos
entran ganas de bailar, ganas de correr, ganas de cantar, una
dichosa ligereza del pensamiento, una especie de ternura por
todo; quisiéramos abrazar al sol.
Los ciegos de las puertas, impasibles en su eterna
oscuridad, permanecen tan tranquilos como siempre en medio de
esta nueva alegría y, sin comprender, apaciguan a cada minuto
a su perro que quisiera brincar.
Cuando regresan, terminado el día, del brazo de un hermano
más pequeño o de una hermanita, si el niño dice: «¡Ha hecho
muy bueno hoy!», el otro responde:
«Ya me he dado cuenta de que hacía bueno, Loulou era
incapaz de quedarse en su sitio».
He conocido a uno de esos hombres, cuya vida fue uno de los
más crueles martirios que imaginarse pueda.
Era un campesino, el hijo de un granjero normando. Mientras
vivieron su padre y su madre, cuidaron más o menos de él;
apenas sufrió por su horrible invalidez; pero en cuanto los
viejos desaparecieron, se inició una atroz existencia.
Recogido por una hermana, todos en la granja lo trataban como
a un mendigo que come el pan de los otros. En cada comida, le
echaban en cara su alimento; le llamaban holgazán, patán; y
aunque su cuñado se había apoderado de su parte de la
herencia, le daban a regañadientes la sopa, lo justo para que
no muriera.
Información texto 'El Ciego'