Textos más populares este mes etiquetados como Cuento no disponibles | pág. 8

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El Negro de Pedro el Grande

Aleksandr Pushkin


Cuento


I


Estoy en París,
he comenzado a vivir, no sólo a respirar.

DMÍTRIYEV, Diario de un viajero
 

Entre los jóvenes enviados por Pedro el Grande a países extraños con el fin de adquirir conocimientos, imprescindibles para un estado modernizado, figuraba su ahijado, el negro Ibrahim. Estudió en una escuela militar de París, se licenció como capitán de artillería distinguiéndose en la guerra de España y regresó gravemente herido a París. El emperador, aun en medio de su vasta tarea, no dejaba de interesarse por su favorito. Siempre eran halagüeños los informes que recibía sobre su conducta y sus éxitos. Tan complacido estaba Pedro, que más de una vez lo llamó para que regresara a Rusia, pero Ibrahim no tenía prisa. Se excusaba poniendo diversos pretextos, la herida unas veces, el deseo de perfeccionar sus conocimientos o la falta de dinero, otras; y Pedro, indulgente con sus demandas, le pedía que cuidara la salud, le agradecía su celo por los estudios y, aunque extremadamente cuidadoso con sus propios gastos, no escatimaba para él su tesoro, añadiendo a las monedas de oro consejos paternales y exhortaciones a la prudencia.


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38 págs. / 1 hora, 7 minutos / 270 visitas.

Publicado el 12 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Precio de la Cabeza

John Russell


Cuento


Los bienes de Christopher Alexander Pellett eran éstos: su nombre, que siempre cuidó de mantener intacto; unos pantalones de lienzo, ya no intactos, en cuyo interior vivía y dormía; una permanente sed de bebidas alcohólicas y un par de patillas rojas. Además, tenía un amigo. Ahora bien, ningún hombre es capaz de ganar una amistad, aún en las amables islas de la Polinesia, si no posee alguna cualidad propia: fortaleza física, buen humor, perversidad. Debe exhibir algún rasgo al que el amigo pueda atenerse y aferrarse. ¿Cómo explicar, pues, la constante devoción que a Christopher Alexander Pellett profesaba Karaki, el barquero de la compañía marítima? Ése era el misterio que nadie podía aclarar en Fufuti.

Pellett no tenía nada de malo. Nunca reñía. Nunca levantaba el puño. Aparentemente no había aprendido jamás que el pie de un hombre blanco, aunque camine haciendo eses, tiene por misión apartar a puntapiés a los nativos que se le pongan delante. Ni siquiera echaba maldiciones contra nadie, salvo contra sí mismo y contra el mestizo chino que le vendía brandy; y eso era disculpable, porque el brandy era muy malo.

Por otra parte, no se le encontraba ninguna virtud perceptible. Había perdido mucho antes la voluntad de trabajar, y aún, últimamente, el arte de mendigar. No sonreía, no bailaba, no exhibía ninguna de esas amables excentricidades que a veces granjean al ebrio cierta tolerancia. En cualquier otro lugar del mundo, se habría extinguido sin lucha. Pero el azar lo había llevado a las playas donde la vida es fácil como una canción, y su destino particular le proporcionó un amigo. Y así sobrevivía. Eso era todo. Persistía como un trozo de carne conservado en alcohol…


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14 págs. / 24 minutos / 584 visitas.

Publicado el 27 de junio de 2018 por Edu Robsy.

El Ángel de lo Singular

Edgar Allan Poe


Cuento


Era una fría tarde de noviembre. Acababa de dar fin a un almuerzo más copioso que de costumbre, en el cual la indigesta trufa constituía una parte apreciable, y me encontraba solo en el comedor, con los pies apoyados en el guardafuegos, junto a una mesita que había arrimado al hogar y en la cual había diversas botellas de vino y liqueur. Por la mañana había estado leyendo el Leónidas, de Glover; la Epigoniada, de Wilkie; el Peregrinaje, de Lamartine; la Columbiada, de Barlow; la Sicilia, de Tuckermann, y las Curiosidades, de Griswold; confesaré, por tanto, que me sentía un tanto estúpido. Me esforzaba por despabilarme con ayuda de frecuentes tragos de Laffitte, pero como no me daba resultado, empecé a hojear desesperadamente un periódico cualquiera. Después de recorrer cuidadosamente la columna de «casas de alquiler», la de «perros perdidos» y las dos de «esposas y aprendices desaparecidos», ataqué resueltamente el editorial, leyéndolo del principio al fin sin entender una sola sílaba; pensando entonces que quizá estuviera escrito en chino, volví a leerlo del fin al principio, pero los resultados no fueron más satisfactorios. Me disponía a arrojar disgustado 

Este infolio de cuatro páginas, feliz obra
Que ni siquiera los poetas critican,

cuando mi atención se despertó a la vista del siguiente párrafo:


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Publicado el 9 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Casa del Viento

Alejandro Dumas (hijo)


Cuento


Sobre la costa que se extiende entre Dieppe y el cabo de Ailli, encuéntrase una aldea encantadora que ninguno de mis lectores conoce, probablemente. Se llama Varengeville y es allí donde los arqueólogos enamorados de la arquitectura del siglo XVI van a visitar las ruinas del castillo de Angó. Angó (cuyo nombre ha sido más popular por la canción de "Madame Angó" que por su nobleza, sus explotaciones, su fortuna prodigiosa y su muerte miserable), no tuvo mal gusto al escoger este lugar con objeto de edificar su morada, desde cuya torre puede verse todo lo que sucede en el mar, en veinte leguas de norte a oeste. Si después de haber visitado las ruinas del castillo, que se encuentra a mano derecha entrando en la ciudad por el camino de Dieppe, se quiere bajar hasta al Océano, no hay más que seguir el camino que se extiende entre dos repechos cubiertos de césped, esmaltados de margaritas, de bruzos y de campánulas blancas y azules. Los árboles que la cercan de ambos lados, entrecruzan, en el estío, sus ramas altísimas formando una bóveda perpetuamente fresca.

A derecha e izquierda se miran las haciendas con sus techos de paja o de ladrillo, con sus muros llenos de vigas exteriores, con sus hierbecillas verdes, con sus manzanos plantados aquí y allá, como al azar, y con sus cercas vivas en donde los pollos recién nacidos van a buscar abrigo durante las horas terribles del calor; de tiempo en tiempo se mira una casa particular ornada de un corto graderío, decorada por grandes persianas de colores y rodeada de matorrales de rosas.

Pero marchad aún: el camino desciende delante de vosotros y pronto llegaréis a un bosque de encinas y de avellanos, frente al cual se yerguen algunos pinos enormes, que se destacan, con su ramaje verde—claro, sobre el cielo azul y sobre el mar oscuro, dando a ese paisaje de Normandía un aspecto napolitano.


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22 págs. / 38 minutos / 295 visitas.

Publicado el 23 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Casa Encantada

Virginia Woolf


Cuento


A cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando. De cuarto en cuarto iba, cogida de la mano, levantando aquí, abriendo allá, cerciorándose, una pareja de duendes.

«Lo dejamos aquí», decía ella. Y él añadía: «¡Sí, pero también aquí!» «Está arriba», murmuraba ella. «Y también en el jardín», musitaba él. «No hagamos ruido», decían, «o les despertaremos.»

Pero no era esto lo que nos despertaba. Oh, no. «Lo están buscando; están corriendo la cortina», podía decir una, para seguir leyendo una o dos páginas más. «Ahora lo han encontrado», sabía una de cierto, quedando con el lápiz quieto en el margen. Y, luego, cansada de leer, quizás una se levantara, y fuera a ver por sí misma, la casa toda ella vacía, las puertas quietas y abiertas, y sólo las palomas torcaces expresando con sonidos de burbuja su contentamiento, y el zumbido de la trilladora sonando allá, en la granja. «¿Por qué he venido aquí? ¿Qué quería encontrar?» Tenía las manos vacías. «¿Se encontrará acaso arriba?» Las manzanas se hallaban en la buhardilla. Y, en consecuencia, volvía a bajar, el jardín estaba quieto y en silencio como siempre, pero el libro se había caído al césped.


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2 págs. / 4 minutos / 661 visitas.

Publicado el 12 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Romance de un Ocupado Bolsista

O. Henry


Cuento


Pitcher, empleado de confianza en la oficina de Harvey Maxwell, bolsista, permitió que una mirada de suave interés y sorpresa visitara su semblante, generalmente exento de expresión, cuando su empleador entró con presteza, a las 9.30, acompañado por su joven estenógrafa. Con un vivaz “Buen día, Pitcher”, Maxwell se precipitó hacia su escritorio como si fuera a saltar por sobre él, y luego se hundió en la gran montaña de cartas y telegramas que lo esperaban.

La joven hacía un año que era estenógrafa de Maxwell. Era hermosa en el sentido de que decididamente no era estenográfica. Renunció a la pompa de la seductora Pompadour. No usaba cadenas ni brazaletes ni relicarios. No tenía el aire de estar a punto de aceptar una invitación a almorzar. Vestía de gris liso, pero la ropa se adaptaba a su figura con fidelidad y discreción. En su pulcro sombrero negro llevaba un ala amarillo verdosa de un guacamayo. Esa mañana, se encontraba suave y tímidamente radiante. Los ojos le brillaban en forma soñadora; tenía las mejillas como genuino durazno florecido, su expresión de alegría, teñida de reminiscencias.

Pitcher, todavía un poco curioso, advirtió una diferencia en sus maneras. En lugar de dirigirse directamente a la habitación contigua, donde estaba su escritorio, se detuvo, algo irresoluta, en la oficina exterior. En determinado momento, caminó alrededor del escritorio de Maxwell, acercándose tanto que el hombre se percató de su presencia.

La máquina sentada a ese escritorio ya no era un hombre; era un ocupado bolsista de Nueva York, movido por zumbantes ruedas y resortes desenrollados.

—Bueno, ¿qué es esto? ¿Algo? —interrogó Maxwell lacónicamente.

Las cartas abiertas yacían sobre el ocupado escritorio que parecía un banco de hielo. Su agudo ojo gris, impersonal y brusco enfocó con impaciencia la mitad del cuerpo de la muchacha.


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4 págs. / 7 minutos / 102 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Cosmopolita en un Café

O. Henry


Cuento


A medianoche, el café estaba repleto de gente. Por alguna casualidad, la mesita a la cual estaba yo sentado había escapado a la mirada de los que llegaban, y dos sillas desocupadas, colocadas al lado de ella, extendían sus brazos con mercenaria hospitalidad al influjo de los parroquianos.

En ese momento, un cosmopolita se sentó en una de ellas. Me alegré, pues sostengo la teoría de que, desde Adán, no ha existido ningún auténtico ciudadano del mundo. Oímos hablar de ellos y vemos muchas etiquetas extranjeras pegadas en sus equipajes; pero, en lugar de cosmopolitas, hallamos simples viajeros.

Invoco a la consideración de ustedes la escena: las mesas con tabla de mármol; la hilera de asientos en la pared, recubiertos de cuero; los alegres parroquianos; las damas vestidas de media etiqueta, hablando en coro, de exquisito acento, acerca del gusto, la economía, la opulencia o el arte; los garçons diligentes y amantes de las propinas; la música abasteciendo sabiamente a todos con sus incursiones sobre los compositores; la mélange de charlas y risas, y, si usted quiere, la Würzburger en los altos conos de vidrio, que se inclinan hacia sus labios como una cereza madura en su rama ante el pico de un grajo ladrón. Un escultor de Mauch Chunk me manifestó que la escena era auténticamente parisién.


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6 págs. / 11 minutos / 237 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Buen Bistec

Jack London


Cuento


Tom King rebañó el plato con el último trozo de pan para recoger la última partícula de gachas, y masticó aquel bocado final lentamente y con semblante pensativo. Cuando se levantó de la mesa, le embargaba una inconfundible sensación de hambre. Él era el único que había cenado. Los dos niños estaban acostados en la habitación contigua. Los habían llevado a la cama antes que otros días para que el sueño no les dejara pensar en que se habían ido a dormir sin probar bocado.

La esposa de Tom King no había cenado tampoco. Se había sentado frente a él y lo observaba en silencio, con mirada solícita. Era una mujer de clase humilde, flaca y agotada por el trabajo, pero cuyas facciones conservaban restos de una antigua belleza. La vecina del piso de enfrente le había prestado la harina para las gachas. Los dos medio peniques que le quedaban los había invertido en pan.

Tom King se sentó junto a la ventana, en una silla desvencijada que crujió al recibir su peso. Con un movimiento maquinal, se llevó la pipa a la boca e introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta. Al no encontrar tabaco, se dio cuenta de su distracción y, lanzando un gruñido de contrariedad, se guardó la pipa. Sus movimientos eran lentos y premiosos, como si el extraordinario volumen de sus músculos le abrumara. Era un hombre macizo, de rostro impasible y aspecto nada simpático. Llevaba un traje viejo y lleno de arrugas, y sus destrozados zapatos eran demasiado endebles para soportar el peso de las gruesas suelas que les había puesto él mismo hacía ya bastante tiempo. Su camisa de algodón (un modelo de no más de dos chelines) tenía el cuello deshilachado y unas manchas de pintura que no se quitaban con nada.


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26 págs. / 45 minutos / 98 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Fabricante de Ataúdes

Aleksandr Pushkin


Cuento


Los últimos enseres del fabricante de ataúdes Adrián Prójorov se cargaron sobre el coche fúnebre, y la pareja de rocines se arrastró por cuarta vez de la Basmánnaya a la Nikítinskaya, calle a la que el fabricante se trasladaba con todos los suyos. Tras cerrar la tienda, clavó a la puerta un letrero en el que se anunciaba que la casa se vendía o arrendaba, y se dirigió a pie al nuevo domicilio. Cerca ya de la casita amarilla, que desde hacía tanto había tentado su imaginación y que por fin había comprado por una respetable suma, el viejo artesano sintió con sorpresa que no había alegría en su corazón.

Al atravesar el desconocido umbral y ver el alboroto que reinaba en su nueva morada, suspiró recordando su vieja casucha donde a lo largo de dieciocho años todo se había regido por el más estricto orden; comenzó a regañar a sus dos hijas y a la sirvienta por su parsimonia, y él mismo se puso a ayudarlas.

Pronto todo estuvo en su lugar: el rincón de las imágenes con los iconos, el armario con la vajilla; la mesa, el sofá y la cama ocuparon los rincones que él les había destinado en la habitación trasera; en la cocina y el salón se pusieron los artículos del dueño de la casa: ataúdes de todos los colores y tamaños, así como armarios con sombreros, mantones y antorchas funerarias. Sobre el portón se elevó un anuncio que representaba a un corpulento Eros con una antorcha invertida en una mano, con la inscripción: «Aquí se venden y se tapizan ataúdes sencillos y pintados, se alquilan y se reparan los viejos.» Las muchachas se retiraron a su salita. Adrián recorrió su vivienda, se sentó junto a una ventana y mandó que prepararan el samovar.


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8 págs. / 15 minutos / 346 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Gil Braltar

Julio Verne


Cuento


I

Había allí unos setecientos u ochocientos, cuanto menos. De talla promedio, pero robustos, ágiles, flexibles, hechos para los saltos prodigiosos, se movían iluminados por los últimos rayos del sol que se ponía al otro lado de las montañas ubicadas al oeste de la rada. Pronto, el rojizo disco desapareció y la oscuridad comenzó a invadir el centro de aquel valle encajado en las lejanas sierras de Sanorra, de Ronda y del desolado país del Cuervo.

De pronto, toda la tropa se inmovilizó. Su jefe acababa de aparecer montado en la cresta misma de la montaña, como sobre el lomo de un flaco asno. Del puesto de soldados que se encontraban sobre la parte superior de la enorme piedra, ninguno fue capaz de ver lo que estaba sucediendo bajo los árboles.

—¡Uiss, uiss! —silbó el jefe, cuyos labios, recogidos como un culo de pollo, dieron a ese silbido una extraordinaria intensidad.

—¡Uiss, uiss! —repitió aquella extraña tropa, formando un conjunto completo.

Un ser singular era sin duda alguna aquel jefe de estatura alta, vestido con una piel de mono con el pelo al exterior, su cabeza rodeada de una enmarañada y espesa caballera, la cara erizada por una corta barba, sus pies desnudos y duros por debajo como un casco de caballo.

Levantó el brazo derecho y lo extendió hacia la parte inferior de la montaña. Todos repitieron de inmediato aquel gesto con precisión militar, mejor dicho, mecánica, como auténticos muñecos movidos por un mismo resorte. El jefe bajó su brazo y todos los demás bajaron sus brazos. Él se inclinó hacia el suelo. Ellos se inclinaron igualmente adoptando la misma actitud. Él empuñó un sólido bastón que comenzó a ondear. Ellos ondearon sus bastones y ejecutaron un molinete similar al suyo, aquel molinete que los esgrimistas llaman “la rosa cubierta”.


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7 págs. / 13 minutos / 457 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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