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Una Casita en el Campo

Émile Zola


Cuento


La tienda del sombrerero Gobichon está pintada de color amarillo claro; es una especie de pasillo oscuro, guarnecido a derecha e izquierda por estanterías que exhalan un vago olor a moho; al fondo, en una oscuridad y un silencio solemnes, se encuentra el mostrador. La luz del día y el ruido de la vida se niegan a entrar en aquel sepulcro.

La villa del sombrerero Gobichon, situada en Arcueil, es una casa de una sola planta, plana, construida en yeso; delante de la vivienda hay un estrecho huerto cercado por una pared baja. En medio se encuentra un estanque que no ha contenido agua jamás; por aquí y por allá se yerguen algunos árboles tísicos que no han tenido nunca hojas. La casa es de un blanco crudo, el huerto es de gris sucio. El Bièvre corre a cincuenta pasos arrastrando hedores; en el horizonte se ven buhedos, escombros, campos devastados, canteras abiertas y abandonadas, todo un paisaje de desolación y miseria.

Desde hace tres años, Gobichon tiene la inefable felicidad de cambiar cada domingo la oscuridad de su tienda por el sol ardiente de su casita rural, el aire del desagüe de su calle por el aire nauseabundo del Bièvre.

Durante treinta años había acariciado el insensato sueño de vivir en el campo, de poseer tierras en las que construir el castillo de sus sueños. Lo sacrificó todo para hacer realidad su capricho de gran señor; se impuso las más duras privaciones; lo vieron a lo largo de treinta años, privarse de un polvo de tabaco o una taza de café, acumulando una perra gorda tras otra. Hoy ya ha colmado su pasión. Vive un día de cada siete en intimidad con el polvo y los guijarros. Podrá morir contento.

Cada sábado, la salida es solemne. Cuando el tiempo es bueno, se hace el trayecto a pie, así se goza de las bellezas de la naturaleza. La tienda queda al cuidado de un viejo dependiente encargado de decir al cliente que se presente: «El señor y la señora están en su villa de Arcueil».


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Té Verde

Joseph Sheridan Le Fanu


Cuento


Prólogo

Aun habiendo hecho serios estudios de Medicina y Cirugía, jamás he ejercido ninguna de estas dos ciencias, si bien ambas me siguen interesando profundamente. He de añadir, además, que no fueron ni la pereza ni el capricho las que me empujaron a abandonar la honorable profesión en la cual acababa de iniciarme, sino más bien un ligero rasguño que me hice con un escalpelo. Esta veleidad me costó la pérdida de dos dedos, que me fueron prontamente amputados: lo más penoso, también, es que desde entonces nunca he terminado de encontrarme bien del todo, lo cual me obliga a que raramente pueda residir más de doce meses seguidos en el mismo lugar.

En el curso de mis desplazamientos trabé conocimiento con el doctor Martin Hesselius, tan viajero como yo, y, lo mismo que yo, también médico y lleno de entusiasmo por su profesión. Pero sus viajes eran voluntarios y, aunque él no fuera un hombre de fortuna, en el sentido que entendemos en Inglaterra, al menos disfrutaba de eso que nuestros ancestros acostumbraban llamar una «modesta ayuda». Era un anciano, casi treinta y cinco años mayor que yo, cuando le vi por vez primera.

En Martin Hesselius encontré un maestro. Su saber era inmenso; su diagnóstico, una verdadera intuición. Era desde luego el hombre capaz de inspirar respeto y admiración a un joven exaltado como yo. Y mi admiración ha resistido a la prueba del tiempo y ha sobrevivido a esta separación que es la dura consecuencia de la muerte. Estoy seguro de que está bien fundada.


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Publicado el 24 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

La Mujer Gris

Elizabeth Gaskell


Cuento


I

Hay un molino en la orilla del Neckar al que va mucha gente a tomar café, según una costumbre alemana casi nacional. El emplazamiento no tiene ningún encanto particular. Está en el lado de Mannheim de Heidelberg, llano y poco romántico. El río mueve la rueda del molino con un sonido borboteante. Las dependencias y la vivienda del molinero forman un pulcro cuadrilátero grisáceo. Más apartado del río hay un jardín lleno de sauces, pérgolas y macizos de plantas no muy bien cuidados, pero con gran profusión de flores y exuberantes enredaderas que anudan y enlazan las pérgolas. En cada una de estas hay una mesa fija de madera pintada de blanco y sillas ligeras portátiles del mismo color y material.


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Publicado el 19 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Gil Braltar

Julio Verne


Cuento


I

Había allí unos setecientos u ochocientos, cuanto menos. De talla promedio, pero robustos, ágiles, flexibles, hechos para los saltos prodigiosos, se movían iluminados por los últimos rayos del sol que se ponía al otro lado de las montañas ubicadas al oeste de la rada. Pronto, el rojizo disco desapareció y la oscuridad comenzó a invadir el centro de aquel valle encajado en las lejanas sierras de Sanorra, de Ronda y del desolado país del Cuervo.

De pronto, toda la tropa se inmovilizó. Su jefe acababa de aparecer montado en la cresta misma de la montaña, como sobre el lomo de un flaco asno. Del puesto de soldados que se encontraban sobre la parte superior de la enorme piedra, ninguno fue capaz de ver lo que estaba sucediendo bajo los árboles.

—¡Uiss, uiss! —silbó el jefe, cuyos labios, recogidos como un culo de pollo, dieron a ese silbido una extraordinaria intensidad.

—¡Uiss, uiss! —repitió aquella extraña tropa, formando un conjunto completo.

Un ser singular era sin duda alguna aquel jefe de estatura alta, vestido con una piel de mono con el pelo al exterior, su cabeza rodeada de una enmarañada y espesa caballera, la cara erizada por una corta barba, sus pies desnudos y duros por debajo como un casco de caballo.

Levantó el brazo derecho y lo extendió hacia la parte inferior de la montaña. Todos repitieron de inmediato aquel gesto con precisión militar, mejor dicho, mecánica, como auténticos muñecos movidos por un mismo resorte. El jefe bajó su brazo y todos los demás bajaron sus brazos. Él se inclinó hacia el suelo. Ellos se inclinaron igualmente adoptando la misma actitud. Él empuñó un sólido bastón que comenzó a ondear. Ellos ondearon sus bastones y ejecutaron un molinete similar al suyo, aquel molinete que los esgrimistas llaman “la rosa cubierta”.


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7 págs. / 13 minutos / 460 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

En el Valle de la Sombra

Bram Stoker


Cuento


Las ruedas con neumáticos de goma traqueteaban desigualmente sobre los adoquines de granito. Reconocí vagamente las familiares calles grises y las plazas con jardines en el centro. Nos detenemos, y a través de la pequeña multitud en el pavimento soy trasladado adentro y arriba del pabellón de altos techos. Suavemente me levantan de la camilla y me ponen en la cama, y yo digo: “¡Que cortinas tan extrañas tiene usted! Tienen rostros labrados en el borde. ¿Son ellos sus amigos?”

El ama de llaves sonríe, y pienso que es una idea extraña. Entonces súbitamente se me ocurre que he dicho algo tonto, pero los rostros están todavía ahí. (Aún cuando me recuperé podía verlos bajo ciertas luces). Uno de los rostros me es familiar, y estoy justamente por preguntar cómo conocen al Fulano, cuando me dejan solo. Por horas y horas (me parece) nadie se me acerca. Al principio soy paciente, pero gradualmente una furia feroz se apodera de mí. ¿Acaso me he sometido a ser trasladado aquí tan solo para morir en soledad y sofocante oscuridad? ¡No voy a permanecer en este lugar; mucho mejor sería volver y morir en casa! Súbitamente soy llevado hacia arriba en una máquina alada, dentro del aire fresco. Lejos allá abajo e infinitesimalmente yace el “Nuevo Pueblo”, escondido a medias entre el humo brumoso; allá a lo lejos, claro y azul y centelleante, está el Fiordo de Forth: y más allá de la luz del sol las colinas de Fife son la vanguardia de los Grampianos. Solo un momento de puro éxtasis palpitante, luego el alma se hace añicos cayendo dentro del negro abismo del olvido (sostengo que el señor H. G. Wells fue parcialmente responsable de esta pequeña excursión).


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Publicado el 28 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Las Tres Preguntas

León Tolstói


Cuento


Cierto emperador pensó un día que si conociera la respuesta a las siguientes tres preguntas, nunca fallaría en ninguna cuestión. Las tres preguntas eran:

¿Cuál es el momento más oportuno para hacer cada cosa?

¿Cuál es la gente más importante con la que trabajar?

¿Cuál es la cosa más importante para hacer en todo momento?

El emperador publicó un edicto a través de todo su reino anunciando que cualquiera que pudiera responder a estas tres preguntas recibiría una gran recompensa, y muchos de los que leyeron el edicto emprendieron el camino al palacio; cada uno llevaba una respuesta diferente al emperador.

Como respuesta a la primera pregunta, una persona le aconsejó proyectar minuciosamente su tiempo, consagrando cada hora, cada día, cada mes y cada año a ciertas tareas y seguir el programa al pie de la letra. Solo de esta manera podría esperar realizar cada cosa en su momento. Otra persona le dijo que era imposible planear de antemano y que el emperador debería desechar toda distracción inútil y permanecer atento a todo para saber qué hacer en todo momento. Alguien insistió en que el emperador, por sí mismo, nunca podría esperar tener la previsión y competencia necesaria para decidir cada momento cuándo hacer cada cosa y que lo que realmente necesitaba era establecer un «Consejo de Sabios» y actuar conforme a su consejo.

Alguien afirmó que ciertas materias exigen una decisión inmediata y no pueden esperar los resultados de una consulta, pero que si él quería saber de antemano lo que iba a suceder debía consultar a magos y adivinos.

Las respuestas a la segunda pregunta tampoco eran acordes. Una persona dijo que el emperador necesitaba depositar toda su confianza en administradores; otro le animaba a depositar su confianza en sacerdotes y monjes, mientras algunos recomendaban a los médicos. Otros que depositara su fe en guerreros.


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4 págs. / 8 minutos / 453 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Loco

Gibran Kahlil Gibran


Cuento


Me preguntáis como me volví loco. Así sucedió:

Un día, mucho antes de que nacieran los dioses, desperté de un profundo sueño y descubrí que me habían robado todas mis máscaras —si; las siete máscaras que yo mismo me había confeccionado, y que llevé en siete vidas distintas—; corrí sin máscara por las calles atestadas de gente, gritando:

—¡Ladrones! ¡Ladrones! ¡Malditos ladrones!

Hombres y mujeres se reían de mí, y al verme, varias personas, llenas de espanto, corrieron a refugiarse en sus casas. Y cuando llegué a la plaza del mercado, un joven, de pie en la azotea de su casa, señalándome gritó:

—Miren! ¡Es un loco!

Alcé la cabeza para ver quién gritaba, y por vez primera el sol besó mi desnudo rostro, y mi alma se inflamó de amor al sol, y ya no quise tener máscaras. Y como si fuera presa de un trance, grité:

—¡Benditos! ¡Benditos sean los ladrones que me robaron mis máscaras!

Así fue que me convertí en un loco.

Y en mi locura he hallado libertad y seguridad; la libertad de la soledad y la seguridad de no ser comprendido, pues quienes nos comprenden esclavizan una parte de nuestro ser.

Pero no dejéis que me enorgullezca demasiado de mi seguridad; ni siquiera el ladrón encarcelado está a salvo de otro ladrón.

Dios

En los días de mi más remota antigüedad, cuando el temblor primero del habla llegó a mis labios, subí a la montaña santa y hablé a Dios, diciéndole:

—Amo, soy tu esclavo. Tu oculta voluntades mi ley, y te obedeceré por siempre jamás.

Pero Dios no me contestó, y pasó de largo como una potente borrasca.

Y mil años después volví a subir a la montaña santa, y volví a hablar a Dios, diciéndole:

—Creador mío, soy tu criatura. Me hiciste de barro, y te debo todo cuanto soy.

Y Dios no contestó; pasó de largo como mil alas en presuroso vuelo.


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23 págs. / 40 minutos / 436 visitas.

Publicado el 29 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Las Muertes Concéntricas

Jack London


Cuento


Wade Atsheler ha muerto... ha muerto por mano propia. Decir que esto era inesperado para el reducido grupo de sus amigos, no sería la verdad; sin embargo, ni una vez siquiera, nosotros, sus íntimos, llegamos a concebir esa idea.

Antes de la perpetración del hecho, su posibilidad estaba muy lejos de nuestros pensamientos; pero cuando supimos su muerte, nos pareció que la entendíamos y que hacía tiempo la esperábamos. Esto, por análisis retrospectivo, era explicable por su gran inquietud. Escribo "gran inquietud" deliberadamente.

Joven, buen mozo, con la posición asegurada por ser la mano derecha de Eben Hale, el magnate de los tranvías, no podía quejarse de los favores de la suerte. Sin embargo, habíamos observado que su lisa frente iba cavándose enarrugas más y más hondas, como por una devoradora y creciente angustia. Habíamos visto en poco tiempo que su espeso cabello negro raleaba y se plateaba como la yerba bajo el sol de la sequía. ¿Quién de nosotros olvidaría las melancolías en que solía caer, en medio de las fiestas que, hacia el final de su vida, buscaba con más y más avidez? En tales momentos,cuando la diversión se expandía hasta desbordar, súbitamente, sin causa aparente, sus ojos perdían el brillo y se hundían, su frente y sus manos contraídas y su cara tornadiza, con espasmos de pena mental, denotaban una lucha a muerte con algún peligro desconocido.


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12 págs. / 21 minutos / 424 visitas.

Publicado el 9 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Paseo Repentino

Franz Kafka


Cuento


Cuando por la noche uno parece haberse decidido terminantemente a quedarse en casa; se ha puesto una bata; después de la cena se ha sentado a la mesa iluminada, dispuesto a hacer aquel trabajo o a jugar aquel juego luego de terminado el cual habitualmente uno se va a dormir; cuando afuera el tiempo es tan malo que lo más natural es quedarse en casa; cuando uno ya ha pasado tan largo rato sentado tranquilo a la mesa que irse provocaría el asombro de todos; cuando ya la escalera está oscura y la puerta de calle trancada; y cuando entonces uno, a pesar de todo esto, presa de una repentina desazón, se cambia la bata; aparece en seguida vestido de calle; explica que tiene que salir, y además lo hace después de despedirse rápidamente; cuando uno cree haber dado a entender mayor o menor disgusto de acuerdo con la celeridad con que ha cerrado la casa dando un portazo; cuando en la calle uno se reencuentra, dueño de miembros que responden con una especial movilidad a esta libertad ya inesperada que uno les ha conseguido; cuando mediante esta sola decisión uno siente concentrada en sí toda la capacidad determinativa; cuando uno, otorgando al hecho una mayor importancia que la habitual, se da cuenta de que tiene más fuerza para provocar y soportar el más rápido cambio que necesidad de hacerlo, y cuando uno va así corriendo por las largas calles, entonces uno, por esa noche, se ha separado completamente de su familia, que se va escurriendo hacia la insustancialidad, mientras uno, completamente denso, negro de tan preciso, golpeándose los muslos por detrás, se yergue en su verdadera estatura.

Todo esto se intensifica aún más si a estas altas horas de la noche uno se dirige a casa de un amigo para saber cómo le va.


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1 pág. / 1 minuto / 409 visitas.

Publicado el 24 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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