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Las Hijas del Coronel Difunto

Katherine Mansfield


Cuento


I

La semana siguiente fue una de las más atareadas de su vida. Incluso cuando se acostaban, lo único que permanecía tendido y descansaba eran sus cuerpos; porque sus mentes continuaban pensando, buscando soluciones, hablando de las cosas, interrogándose, decidiendo, intentando recordar dónde…

Constantia permanecía yerta como una estatua, con las manos estiradas junto al cuerpo, los pies apenas cruzados y la sábana hasta la barbilla. Miraba al techo.

—¿Crees que a papá le molestaría si diésemos su sombrero de copa al portero?

—¿Al portero? —saltó Josephine—. ¿Y por qué tenemos que dárselo al portero? ¡A veces tienes cada idea…!

—Porque seguramente —replicó lentamente Constantia— debe tener que ir bastante a menudo a entierros. Y en…, en el cementerio vi que llevaba un sombrero hongo. —Hizo una pausa—. Entonces se me ocurrió que estaría muy agradecido si pudiese tener un sombrero de copa. Además tendríamos que hacerle algún regalo. Siempre se portó muy bien con papá.

—¡Por favor! —sollozó Josephine, incorporándose en la almohada y mirando hacia Constantia a través de la oscuridad—. ¡Piensa en la cabeza que tenía papá!

E, inesperadamente, durante un horrendo segundo, estuvo a punto de echarse a reír. Aunque, por supuesto, no tenía las menores ganas de reír. Debió haber sido la costumbre. En otros tiempos, cuando se pasaban la noche despiertas charlando, sus camas no cesaban de crujir bajo sus risas. Y ahora, al imaginarse la cabeza del portero tragada, como por ensalmo, por el sombrero de copa de su padre, como una vela apagada de un soplido… Las ganas de reír aumentaban, le subían por el pecho; apretó con fuerza las manos; luchó por vencerla; frunció severamente el ceño en la oscuridad y se dijo con voz terriblemente adusta: «Recuerda».

—Podemos decidirlo mañana —añadió, dirigiéndose a su hermana.


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Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Pescador y su Alma

Oscar Wilde


Cuento


Todas las tardes el joven Pescador se internaba en el mar, y arrojaba sus redes al agua.

Cuando el viento soplaba desde tierra, no lograba pescar nada, porque era un viento malévolo de alas negras, y las olas se levantaban empinándose a su encuentro. Pero en cambio, cuando soplaba el viento en dirección a la costa, los peces subían desde las verdes honduras y se metían nadando entre las mallas de la red y el joven Pescador los llevaba al mercado para venderlos.

Todas las tardes el joven Pescador se internaba en el mar. Un día, al recoger su red, la sintió tan pesada que no podía izarla hasta la barca. Riendo, se dijo:

—O bien he atrapado todos los peces del mar, o bien es algún monstruo torpe que asombrará a los hombres, o acaso será algo espantoso que la gran Reina tendrá deseos de contemplar.

Haciendo uso de todas sus fuerzas fue izando la red, hasta que se le marcaron en relieve las venas de los brazos. Poco a poco fue cerrando el círculo de corchos, hasta que, por fin, apareció la red a flor de agua.

Sin embargo no había cogido pez alguno, ni monstruo, ni nada pavoroso; sólo una sirenita que estaba profundamente dormida.

Su cabellera parecía vellón de oro, y cada cabello era como una hebra de oro fino en una copa de cristal. Su cuerpo era del color del marfil, y su cola era de plata y nácar. De plata y nácar era su cola y las verdes hierbas del mar se enredaban sobre ella; y como conchas marinas eran sus orejas, y sus labios eran como el coral. Las olas frías se estrellaban sobre sus fríos senos, y la sal le resplandecía en los párpados bajos.


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Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Hombre Lobo

María de Francia


Cuento


Puesto que he decidido contar lais, no quiero olvidarme de El hombre—lobo. Bisclavret es el nombre en bretón; los normandos lo llaman Garwaf (Garou). Se podía oír hace tiempo e incluso con frecuencia ocurría, que ciertos hombres se convertían en lobos y habitaban en los bosques. El hombre—lobo es bestia salvaje. Mientras está rabioso, devora hombres, produce grandes daños yendo y viniendo por la espesura. Pero dejemos este asunto. Os quiero hablar de uno de ellos en concreto.

Vivía en Bretaña un barón. De él he oído grandes alabanzas. Era bello y buen caballero, y se conducía noblemente. Era muy amigo de su señor y todos sus vecinos lo querían. Se había casado con una mujer de elevada alcurnia y agradable semblante. Él la amaba y ella le correspondía. Una cosa, no obstante, molestaba a la dama, y es que cada semana perdía a su esposo durante tres días enteros, sin saber qué le acontecía ni adónde iba. Ninguno de los suyos sabía nada tampoco.

En cierta ocasión en que volvía a su casa, alegre y contento, ella le ha interrogado:

—Señor, —le ha dicho—, hermoso y dulce amigo, desearía preguntaros una cosa, si me atreviera a ello, pero temo vuestra ira. ¡No hay cosa que más tema en el mundo!

Cuando él la hubo oído, la abrazó, la atrajo hacia sí y la besó.

—Señora, —dijo—, preguntad. No hay pregunta a la que yo no quiera responderos, si sé hacerlo.

Respondió ella:

—Por mi fe, ¡estoy salvada! ¡Señor, tengo tanto miedo los días en que os separáis de mí! Siento gran dolor en el corazón y tan gran temor de perderos que si no obtengo consuelo de inmediato, creo que voy a morir pronto. Decidme adónde vais, dónde os halláis, dónde permanecéis. A mi parecer, tenéis otro amor y, si es así, cometéis grave falta.

—Señora, por Dios, gran mal me vendría si os lo digo, pues os alejaría de mi amor y yo mismo me perdería.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Sueños de la Casa de la Bruja

H.P. Lovecraft


Cuento


Walter Gilman no sabía si fueron los sueños los que provocaron la fiebre, o si fue la fiebre la causa de los sueños. Detrás de todo se agazapaba el horror lacerante y mohoso de la antigua ciudad y de la execrable buhardilla donde escribía, estudiaba y luchaba con cifras y fórmulas cuando no estaba dando vueltas en la mezquina cama de hierro. Sus oídos se estaban sensibilizando de manera poco natural e intolerable, y ya hacía tiempo que había parado el reloj barato de la repisa de la chimenea, cuyo tictac había llegado a parecerle como un tronar de artillería. Por la noche, los rumores de la ciudad oscurecida, el siniestro corretear de las ratas en los endebles tabiques y el crujir de las ocultas tablas en la centenaria casa bastaban para darle la sensación de barahúnda. La oscuridad siempre estaba llena de inexplicables ruidos, y no obstante Gilman se estremecía a veces temiendo que aquellos sonidos se apagaran y le permitieran oír otros rumores más leves que acechaban detrás de ellos.

Se encontraba en la inmutable ciudad de Arkham, llena de leyendas, de apiñados tejados a la holandesa que se tambaleaban sobre desvanes donde las brujas se ocultaron de los hombres del Rey en los oscuros tiempos coloniales. Y en toda la ciudad no había lugar más empapado en recuerdos macabros que el desván que albergaba a Gilman, pues precisamente en esta casa y en este cuarto se había ocultado Keziah Mason, cuya fuga de la cárcel de Salem continuaba siendo inexplicable. Aquello ocurrió en 1692: el carcelero había enloquecido y desvariaba acerca de algo peludo, pequeño y de blancos colmillos que había salido corriendo de la celda de Keziah, y ni siquiera Cotton Mather pudo explicar las curvas y ángulos dibujados sobre las grises paredes de piedra con algún líquido rojo y pegajoso.


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51 págs. / 1 hora, 29 minutos / 286 visitas.

Publicado el 4 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Músico Alberto

León Tolstói


Cuento


I

A las tres de la mañana, cinco jóvenes de apariencia fastuosa entraban en un baile de San Petersburgo, dispuestos a recrearse. Bebíase champaña copiosamente. La mayoría de los invitados eran muy jóvenes y abundaban entre ellos las mujeres jóvenes también y hermosas. El piano y el violín tocaban sin interrupción, una polka tras otra. El baile y el ruido no cesaban; pero los concurrentes parecían aburridos; sin saber por qué era visible que no reinara allí la alegría que en tales fiestas parece debe reinar.

Varias veces probaron algunos a reanimarla, pero la alegría fingida es peor aún que el tedio más profundo.

Uno de los cinco jóvenes, el más descontento de sí mismo, de los otros de la velada, levantóse con aire contrariado, buscó su sombrero y salió con la intención de marcharse y no volver.

La antesala estaba desierta, pero al través de una de las puertas oíanse voces en el salón contiguo. El joven se detuvo y púsose a escuchar.

—No se puede entrar...; están los invitados ­decía una voz de mujer.

—Que no se puede pasar, porque allí no entran más que los invitados —dijo otra voz de mujer.

—Dejadme pasar, os lo ruego, pues eso no importa —suplicaba una voz débil de hombre.

—Yo no puedo dejaros pasar sin el permiso de la señora—. ¿A dónde vais? ¡Ah!...


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29 págs. / 50 minutos / 282 visitas.

Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Drama en los Aires

Julio Verne


Cuento


En el mes de septiembre de 185…, llegué a Francfort. Mi paso por las principales ciudades de Alemania se había distinguido esplendorosamente por varias ascensiones aerostáticas; pero hasta aquel día ningún habitante de la confederación me había acompañado en mi barquilla, y las hermosas experiencias hechas en París por los señores Green, Eugene Godard y Poitevin no habían logrado decidir todavía a los serios alemanes a ensayar las rutas aéreas.

Sin embargo, apenas se hubo difundido en Francfort la noticia de mi próxima ascensión, tres notables solicitaron el favor de partir conmigo. Dos días después debíamos elevarnos desde la plaza de la Comedia. Me ocupé, por tanto, de preparar inmediatamente mi globo. Era de seda preparada con gutapercha, sustancia inatacable por los ácidos y por los gases, pues es de una impermeabilidad absoluta; su volumen —tres mil metros cúbicos—le permitía elevarse a las mayores alturas.

El día señalado para la ascensión era el de la gran feria de septiembre, que tanta gente lleva a Francfort. El gas de alumbrado, de calidad perfecta y de gran fuerza ascensional, me había sido proporcionado en condiciones excelentes, y hacia las once de la mañana el globo estaba lleno hasta sus tres cuartas partes. Esto era una precaución indispensable porque, a medida que uno se eleva, las capas atmosféricas disminuyen de densidad, y el fluido, encerrado bajo las cintas del aerostato, al adquirir mayor elasticidad podría hacer estallar sus paredes. Mis cálculos me habían proporcionado exactamente la cantidad de gas necesario para cargar con mis compañeros y conmigo.


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22 págs. / 38 minutos / 282 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Contemplación

Franz Kafka


Cuento


Para M. B.

Franz Kafka

Niños en un camino de campo

Yo oía pasar los coches junto a la cerca del jardín, muchas veces los veía a través de los intersticios apenas oscilantes del follaje. ¡Cómo crujía en el cálido verano la madera de sus ruedas y varas! Del campo volvían los labradores, y se reían escandalosamente.

Yo estaba sentado en nuestro pequeño columpio, descansando entre los árboles del jardín de mis padres.

Del otro lado de la cerca el ruido no cesaba. Los pasos de los niños que corrían desaparecían en un instante; carros de cosechadores, con hombres y mujeres arriba y alrededor, oscurecían los canteros de flores; hacia el atardecer veía a un señor con un bastón, que se paseaba, y a un par de muchachas que venían cogidas del brazo en dirección opuesta, y se hacían a un lado sobre el césped, saludándole.

Luego los pájaros se lanzaban al espacio, como salpicaduras; yo los seguía con los ojos, los veía subir de un solo impulso, hasta que ya no me parecía que ellos subieran, sino que yo caía; debía sostenerme de las sogas, y comenzaba a balancearme un poco, de debilidad. Pronto me columpiaba con más fuerza, el aire refrescaba y en vez de los pájaros en vuelo aparecían temblorosas estrellas.

Cenaba a la luz de una bujía. A menudo apoyaba ambos brazos en la madera, y ya cansado, comía mi pan con manteca. Las agujereadas cortinas se hinchaban bajo el cálido viento, y muchas veces alguno que pasaba por afuera las sujetaba con la mano, como si quisiera verme mejor y hablar conmigo. Generalmente la bujía se apagaba de golpe y en el humo oscuro de la vela seguían girando un rato los insectos. Si alguien me interrogaba desde la ventana, yo le miraba como se mira una montaña o el vacío, y tampoco a él le importaba mucho que yo le respondiera.


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19 págs. / 34 minutos / 281 visitas.

Publicado el 10 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Árbol del Orgullo

Gilbert Keith Chesterton


Cuento


Si bajan a la Costa de Berbería, donde se estrecha la última cuña de los bosques entre el desierto y el gran mar sin mareas, oirán una extraña leyenda sobre un santo de los siglos oscuros. Ahí, en el límite crepuscular del continente oscuro, perduran los siglos oscuros. Sólo una vez he visitado esa costa; y aunque está enfrente de la tranquila ciudad italiana donde he vivido muchos años, la insensatez y la trasmigración de la leyenda casi no me asombraron, ante la selva en que retumbaban los leones y el oscuro desierto rojo. Dicen que el ermitaño Securis, viviendo entre árboles, llegó a quererlos como a amigos; pues, aunque eran grandes gigantes de muchos brazos, eran los seres más inocentes y mansos; no devoraban como devoran los leones; abrían los brazos a las aves. Rogó que los soltaran de tiempo en tiempo para que anduvieran como las otras criaturas. Los árboles caminaron con las plegarias de Securis, como antes con el canto de Orfeo. Los hombres del desierto se espantaban viendo a lo lejos el paseo del monje y de su arboleda, como un maestro y sus alumnos. Los árboles tenían esa libertad bajo una estricta disciplina; debían regresar cuando sonara la campana del ermitaño y no imitar de los animales sino el movimiento, no la voracidad ni la destrucción. Pero uno de los árboles oyó una voz que no era la del monje; en la verde penumbra calurosa de una tarde, algo se había posado y le hablaba, algo que tenía la forma de un pájaro y que otra vez, en otra soledad, tuvo la forma de una serpiente. La voz acabó por apagar el susurro de las hojas, y el árbol sintió un vasto deseo de apresar a los pájaros inocentes y de hacerlos pedazos. Al fin, el tentador lo cubrió con los pájaros del orgullo, con la pompa estelar de los pavos reales. El espíritu de la bestia venció al espíritu del árbol, y éste desgarró y consumió a los pájaros azules, y regresó después a la tranquila tribu de los árboles.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Mojigata

Marqués de Sade


Cuento


El señor de Sernenval, que rondaba los cuarenta años de edad, contaba con unas doce o quince mil libras de renta que gastaba con toda tranquilidad en París, y no ejercía ya la carrera de comercio que antaño había estudiado con miras a conseguir un cargo de regidor. Hacía algunos años había contraído matrimonio con la hija de uno de sus antiguos colegas, cuando ella tenía unos veinticuatro años. No había otra mujer con tanta frescura, con tanta lozanía y tan rellenita como la señora de Sernenval. Aunque no tuviera el físico de las Gracias, resultaba tan apetecible como la mismísima madre del amor, y aunque su apariencia no fuera precisamente el de una reina, emanaba de ella tanta voluptuosidad, con esos ojos tan amorosos y lánguidos, esa boca tan hermosa, esos senos tan redonditos y firmes, que era una de las mujeres más atrayentes de París.

Sin embargo, la señora de Sernenval, tan atractiva como era, adolecía de un defecto insoportable: una infinita mojigatería, una beatería irritante y una actitud tan ridículamente pudorosa que raramente su marido podía convencerla para que se dejara ver en público en su compañía. Tampoco era frecuente que accediera a pasar la noche con él, y cuando se dignaba a otorgarle este placer, lo hacía siempre con el máximo recato, vestida con un horrible camisón del que no se despojaba jamás. Únicamente le permitía la entrada a través de una abertura realizada artísticamente, a tal efecto, en el pórtico del Himeneo, y siempre con la condición de que no intentara ningún otro contacto ni tocamiento deshonesto.

Él respetaba con resignación los pudorosos límites que ella le imponía para evitar que montara en cólera, y por miedo a perder el favor de su mujer, a la que adoraba, aunque tanta mojigatería le resultaba ridícula; por eso, de vez en cuando, intentaba sermonearla.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Padre Brown

Gilbert Keith Chesterton


Cuento


El Candor del Padre Brown

La cruz azul

Bajo la cinta de plata de la mañana, y sobre el reflejo azul del mar, el bote llegó a la costa de Harwich y soltó, como enjambre de moscas, un montón de gente, entre la cual ni se distinguía ni deseaba hacerse notable el hombre cuyos pasos vamos a seguir.

No; nada en él era extraordinario, salvo el ligero contraste entre su alegre y festivo traje y la seriedad oficial que había en su rostro. Vestía un chaqué gris pálido, un chaleco, y llevaba sombrero de paja con una cinta casi azul. Su rostro, delgado, resultaba trigueño, y se prolongaba en una barba negra y corta que le daba un aire español y hacía echar de menos la gorguera isabelina. Fumaba un cigarrillo con parsimonia de hombre desocupado. Nada hacia presumir que aquel chaqué claro ocultaba una pistola cargada, que en aquel chaleco blanco iba una tarjeta de policía, que aquel sombrero de paja encubría una de las cabezas más potentes de Europa. Porque aquel hombre era nada menos que Valentín, jefe de la Policía parisiense, y el más famoso investigador del mundo. Venía de Bruselas a Londres para hacer la captura más comentada del siglo.

Flambeau estaba en Inglaterra. La Policía de tres países había seguido la pista al delincuente de Gante a Bruselas, y de Bruselas al Hoek van Holland. Y se sospechaba que trataría de disimularse en Londres, aprovechando el trastorno que por entonces causaba en aquella ciudad la celebración del Congreso Eucarístico. No sería difícil que adoptara, para viajar, el disfraz de eclesiástico menor, o persona relacionada con el Congreso. Pero Valentín no sabía nada a punto fijo. Sobre Flambeau nadie sabía nada a punto fijo.


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1.081 págs. / 1 día, 7 horas, 33 minutos / 274 visitas.

Publicado el 9 de marzo de 2018 por Edu Robsy.

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