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Cosas Viejas

Guy de Maupassant


Cuento


Querida Colette:

No sé si recordarás un verso del ¡señor de Sainte—Beuve, que juntas leímos y que ha quedado grabado en mi pensamiento; porque este verso me dice a mí muchas cosas, y en repetidas ocasiones, sobre todo desde hace algún tiempo, tranquiliza mi corazón. Helo aquí:

¡Nacer, vivir y morir en la misma morada!

Actualmente estoy sola en esta casa donde nací, donde he vivido y donde espero acabar mis días. Esto no es muy alegre que digamos, pero es dulce, porque aquí me hallo rodeada de recuerdos.

Mi hijo Enrique es abogado: pasa aquí dos meses cada doce. Juana habita con su esposo en la otra extremidad de Francia, y yo soy quien va a verla todos los otoños. Me hallo, pues, aquí sola, completamente sola, pero rodeada de objetos familiares, que sin cesar me hablan de los míos, de los muertos y de los ausentes.

No leo mucho, soy vieja; pero pienso sin cesar o, mejor dicho, sueño. ¡Oh! ¡Y ya no sueño a la manera de otro tiempo! ¿Recuerdas nuestras locas ocurrencias, las aventuras que combinábamos en nuestros cerebros de veinte años y todos los entrevistos horizontes de felicidad?

Nada de todo aquello se ha realizado; o mejor dicho, lo que ha tenido efecto es otra cosa menos deliciosa, menos poética, pero satisfactoria para los que saben tomar valientemente un partido en la vida.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Dos Amigos

Guy de Maupassant


Cuento


En un París bloqueado, hambriento, agonizante, los gorriones escaseaban en los tejados y las alcantarillas se despoblaban. Se comía cualquier cosa.

Mientras se paseaba tristemente una clara mañana de enero por el bulevar exterior, con las manos en los bolsillos de su pantalón de uniforme y el vientre vacío, el señor Morissot, relojero de profesión y alma casera a ratos, se detuvo en seco ante un colega en quien reconoció a un amigo. Era el señor Sauvage, un conocido de orillas del río.

Todos los domingos, antes de la guerra, Morissot salía con el alba, con una caña de bambú en la mano y una caja de hojalata a la espalda. Tomaba el ferrocarril de Argenteuil, bajaba en Colombes, y después llegaba a pie a la isla Marante. En cuanto llegaba a aquel lugar de sus sueños, se ponía a pescar, y pescaba hasta la noche.

Todos los domingos encontraba allí a un hombrecillo regordete y jovial, el señor Sauvage, un mercero de la calle Notre Dame de Lorette, otro pescador fanático. A menudo pasaban medio día uno junto al otro, con la caña en la mano y los pies colgando sobre la corriente, y se habían hecho amigos.

Ciertos días ni siquiera hablaban. A veces charlaban; pero se entendían admirablemente sin decir nada, al tener gustos similares y sensaciones idénticas.

En primavera, por la mañana, hacia las diez, cuando el sol rejuvenecido hacía flotar sobre el tranquilo río ese pequeño vaho que corre con el agua, y derramaba sobre las espaldas de los dos empedernidos pescadores el grato calor de la nueva estación, Morissot decía a veces a su vecino: «¡Ah! ¡qué agradable!» y el señor Sauvage respondía: «No conozco nada mejor.» Y eso les bastaba para comprenderse y estimarse.


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Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Hombros de la Marquesa

Émile Zola


Cuento


I

La marquesa duerme en su gran lecho, bajo el ancho dosel de satén amarillo. A las doce, al escuchar el sonido claro del reloj de pared, se decide a abrir los ojos. La habitación está tibia. Las alfombras, las colgaduras de puertas y ventanas la convierten en un nido mullido donde el frío no penetra. Fluyen calores y olores. Allí reina una eterna primavera. Y, tan pronto como está bien despierta, la marquesa parece víctima de una súbita ansiedad. Retira las mantas y llama a Julie.

—¿La señora ha llamado?

—Dígame, ¿ha subido la temperatura?

¡Oh! ¡la buena marquesa! ¡Con qué emocionada voz ha preguntado! Su primer pensamiento es para aquel terrible frío, aquel viento del norte que ella no nota, pero que tan cruelmente debe soplar en los tugurios de los pobres. Y pregunta si el cielo se ha apiadado, si puede estar caliente sin sentir remordimientos, sin pensar en todos los que tiritan.

—¿Ha subido la temperatura?

La doncella le ofrece el salto de cama que acaba de calentar junto a un gran fuego.

—¡Oh! no, señora, no ha subido la temperatura. Al contrario, está helando con mayor intensidad. Acaban de encontrar a un hombre muerto de frío en un ómnibus.

La marquesa se deja llevar por una alegría infantil; aplaude y grita:

—¡Ah! ¡estupendo! Entonces esta tarde iré a patinar.

II

Julie recorre las cortinas, suavemente, para que la brusca claridad no hiera la delicada vista de la deliciosa marquesa. El reflejo azulado de la nieve inunda el dormitorio de una luz alegre. El cielo está gris, pero de un gris tan bonito que a la marquesa le recuerda el vestido de seda gris perla que llevaba la víspera en el baile del ministerio. El vestido estaba adornado con blondas blancas, semejantes a los ribetes de nieve que ve al borde de los tejados, sobre la palidez del cielo.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Misterio de Boscombe Valley

Arthur Conan Doyle


Cuento


Estábamos una mañana sentados mi esposa y yo cuando la doncella trajo un telegrama. Era de Sherlock Holmes y decía lo siguiente:

"¿Tiene un par de días libres? Me han telegrafiado desde el oeste de Inglaterra a propósito de la tragedia de Boscombe Valley. Me alegraría que usted me acompañase. Atmósfera y paisaje maravillosos. Salgo de Paddington en el tren de las 11.15".

—¿Qué dices a esto, querido? —preguntó mi esposa, mirándome directamente—. ¿Vas a ir?

—No sé qué decir. En estos momentos tengo una lista de pacientes bastante larga.

—¡Bah! Anstruther se encargará de ellos. Últimamente se te ve un poco pálido. El cambio te sentará bien, y siempre te han interesado mucho los casos del señor Sherlock Holmes.

—Sería un desagradecido si no me interesaran, en vista de lo que he ganado con uno solo de ellos —respondí—. Pero si voy a ir, tendré que hacer el equipaje ahora mismo, porque sólo me queda media hora.

Mi experiencia en la campaña de Afganistán me había convertido, por lo menos, en un viajero rápido y dispuesto. Mis necesidades eran pocas y sencillas, de modo que, en menos de la mitad del tiempo mencionado, ya estaba en un coche de alquiler con mi maleta, rodando en dirección a la estación de Paddington. Sherlock Holmes paseaba andén arriba y andén abajo, y su alta y sombría figura parecía aún más alta y sombría a causa de su largo capote gris de viaje y su ajustada gorra de paño.

—Ha sido usted verdaderamente amable al venir, Watson —dijo—. Para mí es considerablemente mejor tener al lado a alguien de quien fiarme por completo. La ayuda que se encuentra en el lugar de los hechos, o no vale para nada o está influida. Coja usted los dos asientos del rincón y yo sacaré los billetes.


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29 págs. / 52 minutos / 110 visitas.

Publicado el 26 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Diagnóstico de Muerte

Ambrose Bierce


Cuento


— No soy tan supersticioso como algunos de tus doctores de ciencia, como tu te complaces en decir — dijo Hawver, replicando una acusación que no había sido hecha — Algunos de ustedes, solo algunos, confieso, creen en la inmortalidad del alma, y en apariciones que tu no tienes la honestidad de llamar fantasmas. No voy decir más que tengo la convicción que los vivos algunas veces son vistos donde no están, en lugares donde han estado, donde ellos vivieron tanto tiempo, quizás tan intensamente, como para dejar sus impresiones en todo lo que los rodea. Lo se, en efecto, puede ser que un ambiente pueda ser tan afectado por la personalidad de una persona como para impresionar, mucho después, una imagen de uno mismo a los ojos de otro. Indudablemente la personalidad impresa tiene que ser el tipo justo de personalidad y los ojos perceptores tienen que ser el tipo justo de ojos, los míos por ejemplo.

— Si, el tipo justo de ojos, sensaciones convincentes del lugar erróneo del cerebro — dijo el Dr. Frayley, sonriendo.

— Gracias; uno gusta tener sus expectativas gratificada; esto es en réplica de lo que yo supongo que haría alguien civilizado.

— Perdón, pero tu dices que lo sabes. Es algo fácil de decir, ¿no crees? Quizás tu no pensarás en el problema de decirme como lo supiste.

— Tu lo llamarás una alucinación — dijo Hawver, — pero no es tal cosa — y le contó la historia.


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Publicado el 7 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

La Historia del Caballero

Elizabeth Gaskell


Cuento


En el año 1769, la noticia de que un caballero (y «todo un caballero», según el propietario del Hostal George) había ido a ver la vieja casa del señor Clavering sumió a la pequeña población de Barford en un estado de gran agitación. Esta casa no estaba ni en la población ni en el campo. Se alzaba en los arrabales de Barford, al borde del camino que lleva a Derby. El último ocupante había sido un tal señor Clavering, un caballero de buena familia de Northumberland que había ido a vivir a Barford mientras era sólo un segundón, pero que cuando murieron otras ramas de más edad de la familia tuvo que regresar para hacerse cargo de las propiedades. La casa de la que hablo se llamaba la Casa Blanca, por estar cubierta de una especie de estuco grisáceo. Tenía un buen jardín en la parte de atrás y el señor Clavering había construido unos espléndidos establos, con lo que entonces se consideraban los últimos adelantos. Esta cuestión de los buenos establos se esperaba que fuera un aliciente para alquilar la casa, pues aquel era un condado de cazadores; por lo demás, tenía poco a su favor. Había muchos dormitorios; para entrar en algunos de ellos había que atravesar otros, a veces hasta cinco, cada uno de los cuales daba al siguiente; varias salas de estar pequeñas y diminutas, con paneles de madera y pintadas luego de un color gris pizarra; un buen comedor y un salón arriba, ambos con galerías muy acogedoras que daban al jardín.


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Publicado el 19 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

Ilia

León Tolstói


Cuento


Vivía en la región de Ufim un bachir llamado Ilia. Hacía apenas un año que lo había casado su padre, cuando éste murió, dejándole poca cosa.

Ilia tenía en aquel entonces siete yeguas, dos vacas y veinte carneros.

Pero era un muchacho trabajador y ahorrativo; en poco tiempo se acrecentó su patrimonio. Todo el día trabajaba, y su mujer lo ayudaba. Se levantaba más temprano, se acostaba más tarde que los demás, y se iba enriqueciendo poco a poco.

E Ilia vivió así, trabajando durante treinta y cinco años, y reunió una gran fortuna.

Tenía doscientos caballos, ciento cincuenta cabezas de ganado mayor y mil doscientos corderos. Los criados conducían los rebaños a los pastos; las criadas ordeñaban a las yeguas y a las vacas, y hacían kumiss, manteca y queso.

Todo era abundante en casa de Ilia, y sus paisanos lo envidiaban.

—¡Qué dichoso es este Ilia! —decían—. Está repleto de bienes. Bien puede decirse de él que ha hallado el paraíso en la vida.

La gente sencilla solicitaba su amistad, y de lejos acudían para verlo. Él recibía bien a todos y les daba comida y bebida. A cuantos lo visitaban, Ilia hacía hervir kumiss, té, yerba y carnero. Si llegaba un forastero, mataba un carnero o dos; y si eran varios, hasta mataba una yegua.

Ilia tenia dos hijos y una hija. A los tres los casó. Cuando era pobre, sus hijos lo ayudaban en sus trabajos, y hasta guardaban las piaras de caballos. Cuando se vieron ricos, los varones empezaron a divertirse y uno se dio a beber.

Al mayor lo mataron en una riña; el otro, habiéndose casado con una mujer orgullosa, dejó de escuchar a su padre; Ilia se vio precisado a separarse de él.


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4 págs. / 8 minutos / 108 visitas.

Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Tragedia en Harlem

O. Henry


Cuento


Harlem. La señora Fink acaba de entrar en casa de la señora Cassidy, que vive en el piso debajo del suyo.

—¿Has visto qué hermosura? —dijo la señora Cassidy.

Volvió el rostro con orgullo para que su amiga la señora Fink pudiese verlo. Tenía uno de los ojos casi cerrado, rodeado por un enorme moretón de un púrpura verdoso. También tenía un corte en el labio, que le sangraba un poco, y a ambos lados del cuello se veían marcas rojas de dedos.

A mi marido no se le ocurriría jamás hacerme una cosa semejante —manifestó la señora Fink, tratando de ocultar su envidia.

—Yo no viviría con un hombre —declaró la señora Cassidy— que no me pegase al menos una vez a la semana. Eso demuestra que te tiene por algo. ¡Aunque esta última dosis que me ha dado Jack no se puede decir que haya sido con cuentagotas! Todavía veo las estrellas. Pero será el hombre más dulce de la ciudad durante toda la semana, como indemnización. Este ojo vale lo suyo a cambio de unas entradas de teatro y una blusa de seda.

—Me atrevo a esperar —dijo la señora Fink, simulando complacencia— que el señor Fink sea demasiado caballero para atreverse jamás a ponerme la mano encima.

—¡Venga ya, Maggie! —dijo riéndose la señora Cassidy, mientras se untaba el ojo con linimento de avellano—, lo que pasa es que tienes envidia. Tu viejo está demasiado cascado y es demasiado lento para darte un puñetazo. Se limita a sentarse y a hacer gimnasia con un periódico cuando llega a casa. ¿O no es verdad?

—Es cierto que el señor Fink se embebe en los periódicos cuando llega —reconoció la señora Fink, asintiendo con la cabeza—; pero también es cierto que jamás me toma por un Steve O'Donnell sólo para divertirse, eso desde luego que no.


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8 págs. / 14 minutos / 108 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Una Mujercita

Franz Kafka


Cuento


Es toda una mujercita; aunque muy delgada, suele además usar un corsé ajustado; la veo siempre con el mismo vestido gris amarillento, algo así como el color de la madera, adornado discretamente con borlas en forma de botón, de igual color; siempre sale sin sombrero, el rubio cabello opaco y lacio es ordenado, pero también muy suelto. Aunque está encorsetada se mueve con agilidad, y a veces exagera esa facilidad de movimiento; le gusta llevarse las manos a la cintura y girar el torso hacia uno u otro lado, con asombrosa rapidez. Apenas puedo dar una ligera idea de la impresión que me causa su mano, si digo que jamás he visto una cuyos dedos estén tan agudamente diferenciados entre sí como la suya; y sin embargo no presenta ninguna peculiaridad anatómica, es completamente normal.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Extraño Suceso

Henry Rider Haggard


Cuento


La historia narrada en las siguientes páginas la escuché de labios de mi viejo amigo Allan Quatermain, o Cazador Quatermain, como solíamos llamarle en Sudáfrica. Me la contó una noche estando de visita en la residencia que compró enYorkshire. Poco después, la muerte de su único hijo le trastornó de tal modo que inmediatamente abandonó Inglaterra, acompañado por sus viejos compañero de viaje, sir Henry Curtis y el capitán Good, y ahora ha desaparecido por completo en el oscuro corazón de Africa. Está convencido de que gente blanca, de la que ha oído rumores toda la vida, existe en algún lugar de las tierras altas del vasto e inexplorado interior, y su gran ambición es encontrarla antes de morir. Esta es la gran expedición que les ha impulsado, a él y a sus compañeros, a marchar, y de la que supongo que no volverán. Del viejo cazador sólo he recibido una carta, fechada en una misión al norte del Tana, un río de la costa este, a unas trescientas millas al norte de Zanzíbar. En ella dice que han pasado por muchas dificultades y aventuras, pero que siguen vivos y con salud, y han descubierto rastros que siguen adelante, permitiéndoles esperar que los resultados de su extraña búsqueda será «un magnífico y singular descubrimiento». Sin embargo, mucho me temo que lo único que descubran sea la muerte, ya que esta carta llegó hace largo tiempo y desde entonces nadie ha sabido nada de la expedición. Se han desvanecido por completo.


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18 págs. / 31 minutos / 103 visitas.

Publicado el 6 de enero de 2018 por Edu Robsy.

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