Brillo de ojos, de pelo rubio, de bracitos, de piernitas desnudas,
arranque de risa que, refrenado en la garganta, se expresa en risitas
breves y agudas: aquella pequeña furia de Tittì entró, se acercó al
balcón de la habitación para abrirlo.
Apenas pudo girar la manija: un rebudio áspero, ronco, como de fiera
sorprendida en el hielo, la detuvo de pronto, hizo que se volviera,
aterrada, para mirar en la habitación.
Oscuridad.
Los postigos del balcón se habían quedado entreabiertos.
Aún deslumbrada por la luz de la cual llegaba, no vio; sintió
espantosamente en aquella oscuridad la presencia de su abuelo en el
sillón: enorme estorbo envuelto en almohadas, en chales grises a
cuadros, en mantas ásperas y peludas; hedor de vejez túmida y deshecha,
en la inercia de la parálisis.
Pero no era aquella presencia la que la aterraba. La aterraba el
hecho de que hubiera podido olvidar por un momento que allí, en la
oscuridad de los postigos siempre cerrados, estaba el abuelo, y que
había podido transgredir, sin considerarlo, la orden severísima de sus
padres, expresada mucho tiempo atrás y que todos observaban siempre, es
decir: no entrar en aquella habitación sin llamar a la puerta y una vez
pedida licencia (¿cómo se dice?), «¿Me permites, abuelito?», así, y
luego entrar muy despacio, de puntillas, sin provocar el mínimo ruido.
Aquel impulso inicial de risa murió enseguida en un jadeo, listo para transformarse en sollozos.
Entonces la niña, temblando y de puntillas, sin suponer que el viejo,
acostumbrado a aquella penumbra oscura, la viera, creyéndose no vista,
se acercó a la puerta. Estaba a punto de superarla, cuando el abuelo la
llamó con un «¡Aquí!» imperioso y duro.
Información texto 'Hilo de Aire'