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Los Iluminados

Gérard de Nerval


Cuento


La biblioteca de mi tío

No a todo el mundo le es dado escribir el Elogio de la locura—, pero sin ser Erasmo —o Saint-Évremond—, puede uno encontrarle el gusto a sacar del batiburrillo de los siglos alguna figura singular que se esforzará uno en vestir ingeniosamente — a restaurar viejos lienzos, cuya composición extraña y cuya pintura rayada hacen sonreír al aficionado vulgar.

En estos tiempos en que los retratos literarios tienen algún éxito, he querido retratar a algunos excéntricos de la filosofía. Lejos de mí la idea de atacar a aquellos de sus sucesores que sufren hoy por haber intentado demasiado locamente o demasiado pronto la realización de sus sueños. — Estos análisis, estas biografías fueron escritos en diferentes épocas, aunque debían pertenecer a la misma serie.

Yo me crié en la provincia, en casa de un viejo tío que poseía una biblioteca formada en parte en la época de la antigua revolución. Había relegado desde entonces en su desván una multitud de obras — publicadas en su mayoría sin nombre de autor bajo la Monarquía, o que, en la época revolucionaria, no fueron depositadas en las bibliotecas públicas. Cierta tendencia al misticismo, en un momento en que la religión oficial ya no existía, había guiado sin duda a mi pariente en la elección de esa clase de escritos: parecía haber cambiado de ideas más tarde, y se contentaba, para su conciencia, con un deísmo mitigado.

Habiendo hurgado en su casa hasta descubrir la masa enorme de libros amontonados y olvidados en el desván —en su mayoría atacados por las ratas, podridos o mojados con las aguas pluviales que pasaban por las rendijas de las tejas—, absorbí siendo muy joven mucho de ese alimento indigesto o malsano para el alma; e incluso más tarde mi juicio ha tenido que defenderse contra esas impresiones primitivas.


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320 págs. / 9 horas, 21 minutos / 282 visitas.

Publicado el 2 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Catástrofe en la Joven Turquía

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


El ministro de Bellas Artes (a cuyo ministerio se había anexado últimamente la nueva subsección de Ingeniería Electoral) le hizo una visita de trabajo al gran visir. De acuerdo con la etiqueta oriental, discurrieron un rato sobre temas indiferentes. El ministro se detuvo a tiempo para omitir una referencia casual a la Maratón que se había corrido, cuando recordó que el gran visir tenía una abuela persa y podía considerar la alusión a Maratón como una falta de tacto.

A continuación el ministro entró en el tema de su entrevista.

—¿Bajo la nueva constitución, las mujeres tendrán el voto? —preguntó repentinamente.

—¿Tener el voto? ¿Las mujeres? —exclamó el visir con cierta estupefacción—. Mi querido pashá, la nueva carta tiene cierto sabor de absurdo así como está; no tratemos de convertirlo en algo completamente ridículo. Las mujeres no tienen alma, ni inteligencia, ¿por qué demonios van a tener el voto?

—Sé que suena absurdo —dijo el ministro—, pero en Occidente están considerando esa idea seriamente.

—Entonces deben estar equipados con mayor solemnidad de la que yo les reconocía. Después de una vida de esfuerzos especiales por mantener mi gravedad, escasamente puedo reprimir mi inclinación a sonreír ante tal sugerencia. Mire usted, nuestras mujeres en la mayoría de los casos no saben leer ni escribir. ¿Cómo pueden ejecutar la operación de votar?

—Se les pueden mostrar los nombres de los candidatos y en donde pueden marcar con una cruz.

—Discúlpeme ¿cómo dijo? —lo interrumpió el visir.

—Con una medialuna, quiero decir —se corrigió el ministro—. Sería algo que le gustaría al Partido Turco Juvenil —agregó.

—Bueno —dijo el visir—, si vamos a cambiar las cosas, lleguemos al extremo de una vez. Daré instrucciones para que a las mujeres se les reconozca el voto.


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1 pág. / 3 minutos / 281 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Incidente del Puente del Búho

Ambrose Bierce


Cuento


I

Desde un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada al cuello y atada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes de los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos, dos soldados rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil, debió de haber sido agente de la ley. No lejos de ellos, en el mismo entarimado improvisado, estaba un oficial del ejército con las divisas de su graduación; era un capitán. En cada lado un vigía presentaba armas, con el cañón del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, postura forzada que obliga al cuerpo a permanecer erguido. A estos dos hombres no les interesaba lo que sucedía en medio del puente. Se limitaban a bloquear los lados del entarimado. Delante de uno de los vigías no había nada; la vía del tren penetraba en un bosque un centenar de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía. No muy lejos de allí, sin duda, había una posición de vanguardia. En la otra orilla, un campo abierto ascendía con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el cual salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín estaban situados los espectadores: una compañía de infantería, en posición de descanso, es decir, con la culata de los fusiles en el suelo, el cañón inclinado levemente hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas encima de la caja.


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11 págs. / 19 minutos / 279 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Maestro

Oscar Wilde


Cuento


Y cuando las tinieblas cayeron sobre la tierra, José de Arimatea, después de haber encendido una antorcha de madera resinosa, descendió desde la colina al valle.

Porque tenía que hacer en su casa. Y arrodillándose sobre los pedernales del Valle de la Desolación, vio a un joven desnudo que lloraba.

Sus cabellos eran color de miel y su cuerpo como una flor blanca; pero las espinas habían desgarrado su cuerpo, y a guisa de corona, llevaba ceniza sobre sus cabellos.

Y José, que tenía grandes riquezas, dijo al joven desnudo que lloraba.

—Comprendo que sea grande tu dolor porque verdaderamente Él era justo.

Mas el joven le respondió:

—No lloro por él sino por mí mismo. Yo también he convertido el agua en vino y he curado al leproso y he devuelto la vista al ciego. Me he paseado sobre la superficie de las aguas y he arrojado a los demonios que habitan en los sepulcros. He dado de comer a los hambrientos en el desierto, allí donde no hay ningún alimento, y he hecho levantarse a los muertos de sus lechos angostos, y por mandato mío y delante de una gran multitud, una higuera seca ha florecido de nuevo. Todo cuanto él hizo, lo he hecho yo.

—¿Y por qué lloras, entonces?

—Porque a mí no me han crucificado.


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1 pág. / 1 minuto / 278 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Músico Alberto

León Tolstói


Cuento


I

A las tres de la mañana, cinco jóvenes de apariencia fastuosa entraban en un baile de San Petersburgo, dispuestos a recrearse. Bebíase champaña copiosamente. La mayoría de los invitados eran muy jóvenes y abundaban entre ellos las mujeres jóvenes también y hermosas. El piano y el violín tocaban sin interrupción, una polka tras otra. El baile y el ruido no cesaban; pero los concurrentes parecían aburridos; sin saber por qué era visible que no reinara allí la alegría que en tales fiestas parece debe reinar.

Varias veces probaron algunos a reanimarla, pero la alegría fingida es peor aún que el tedio más profundo.

Uno de los cinco jóvenes, el más descontento de sí mismo, de los otros de la velada, levantóse con aire contrariado, buscó su sombrero y salió con la intención de marcharse y no volver.

La antesala estaba desierta, pero al través de una de las puertas oíanse voces en el salón contiguo. El joven se detuvo y púsose a escuchar.

—No se puede entrar...; están los invitados ­decía una voz de mujer.

—Que no se puede pasar, porque allí no entran más que los invitados —dijo otra voz de mujer.

—Dejadme pasar, os lo ruego, pues eso no importa —suplicaba una voz débil de hombre.

—Yo no puedo dejaros pasar sin el permiso de la señora—. ¿A dónde vais? ¡Ah!...


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29 págs. / 50 minutos / 277 visitas.

Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Contemplación

Franz Kafka


Cuento


Para M. B.

Franz Kafka

Niños en un camino de campo

Yo oía pasar los coches junto a la cerca del jardín, muchas veces los veía a través de los intersticios apenas oscilantes del follaje. ¡Cómo crujía en el cálido verano la madera de sus ruedas y varas! Del campo volvían los labradores, y se reían escandalosamente.

Yo estaba sentado en nuestro pequeño columpio, descansando entre los árboles del jardín de mis padres.

Del otro lado de la cerca el ruido no cesaba. Los pasos de los niños que corrían desaparecían en un instante; carros de cosechadores, con hombres y mujeres arriba y alrededor, oscurecían los canteros de flores; hacia el atardecer veía a un señor con un bastón, que se paseaba, y a un par de muchachas que venían cogidas del brazo en dirección opuesta, y se hacían a un lado sobre el césped, saludándole.

Luego los pájaros se lanzaban al espacio, como salpicaduras; yo los seguía con los ojos, los veía subir de un solo impulso, hasta que ya no me parecía que ellos subieran, sino que yo caía; debía sostenerme de las sogas, y comenzaba a balancearme un poco, de debilidad. Pronto me columpiaba con más fuerza, el aire refrescaba y en vez de los pájaros en vuelo aparecían temblorosas estrellas.

Cenaba a la luz de una bujía. A menudo apoyaba ambos brazos en la madera, y ya cansado, comía mi pan con manteca. Las agujereadas cortinas se hinchaban bajo el cálido viento, y muchas veces alguno que pasaba por afuera las sujetaba con la mano, como si quisiera verme mejor y hablar conmigo. Generalmente la bujía se apagaba de golpe y en el humo oscuro de la vela seguían girando un rato los insectos. Si alguien me interrogaba desde la ventana, yo le miraba como se mira una montaña o el vacío, y tampoco a él le importaba mucho que yo le respondiera.


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19 págs. / 34 minutos / 277 visitas.

Publicado el 10 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Club del Hachís

Théophile Gautier


Cuento


I. EL HOTEL PIMODAN

Una noche de diciembre, obedeciendo a una misteriosa convocatoria redactada en enigmáticos términos sólo comprensibles para los afiliados e ininteligibles para los demás, llegué a un barrio lejano, especie de oasis de soledad en el centro de París, al que el río, que lo rodea con ambos brazos, parece defender contra las intrusiones de la civilización, porque era en una vieja casa de la isla de Saint-Louis, el hotel Pimodan, construido por Lauzun, donde el extraño club al que yo pertenecía desde hacía poco tenía sus sesiones mensuales y a donde iba a asistir por primera vez.

Aunque apenas eran las seis, era completamente de noche.

La bruma, más espesa aún por la proximidad del Sena, difuminaba todos los objetos en una especie de guata desgarrada y agujereada por el cerco rojizo de las farolas y los hilillos de luz que se escapaban de las ventanas iluminadas.

El pavimento, inundado de lluvia, brillaba bajo las farolas como el agua que refleja la luz; un viento desapacible, cargado de partículas heladas, azotaba la cara y sus guturales silbidos constituían el alto de una sinfonía cuyas enormes olas al romperse en los arcos de los puentes hacían el bajo: a aquella noche no le faltaban ninguna de las rigurosas poesías del invierno.

Resultaba difícil, a lo largo de aquel muelle desierto, distinguir entre la masa de edificios oscuros, la casa que buscaba; sin embargo mi cochero, irguiéndose sobre su asiento, consiguió leer en una placa de mármol el nombre borroso del viejo hotel, lugar de reunión de los adeptos.

Levanté el aldabón esculpido, pues el uso de los timbres con botón de cobre todavía no se había introducido en esos apartados lugares, y oí varias veces cómo el tirador chirriaba sin éxito; por fin, cediendo a un impulso más vigoroso, el viejo pestillo roñoso se abrió, y la puerta de madera maciza pudo girar sobre sus goznes.


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Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Descendiente

H.P. Lovecraft


Cuento


Al consignar sobre lo que el doctor me dice en mi lecho de muerte, mi más espantoso temor es que el hombre esté equivocado. Supongo que me enterrarán la semana que viene; pero…

En Londres hay un hombre que grita cuando tañen las campanas de la iglesia. Vive solo ton su gato listado en Gray’s Inn, y la gente le considera un loco inofensivo. Su habitación está llena de libros insulsos y pueriles, y hora tras hora trata de abstraerse en sus débiles páginas. Todo lo que quiere en esta vida es no pensar. Por alguna razón, el pensar le resulta espantoso, y huye como de la peste de cuanto pueda excitar la imaginación. Es muy flaco, y gris, y está lleno de arrugas; pero hay quien afirma que no es tan viejo corno aparenta. El miedo ha clavado en él sus garras espantosas, y el menor ruido le hace sobresaltarse con los ojos muy abiertos y la frente perlada de sudor. Los amigos y compañeros le rehúyen porque no quiere contestar a sus preguntas. Los que le conocieron en otro tiempo como erudito y esteta dicen que da lástima verle ahora. Ha dejado de frecuentarles hace años, y nadie sabe con seguridad si ha abandonado el país, o meramente ha desaparecido en algún callejón oscuro. Hace ya una década que se instaló en Gray’s Inn, y no ha querido decir de dónde había venido, hasta la noche en que el joven Williams compró el Necronomicon.


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5 págs. / 8 minutos / 276 visitas.

Publicado el 18 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Desapariciones Misteriosas

Ambrose Bierce


Cuento


La dificultad de cruzar un campo

Una mañana de julio de 1854 un colono llamado Williamson, que vivía a unas seis millas de Selma, Alabama, estaba sentado con su mujer y su hijo en la terraza de su vivienda. Delante de la casa había una pradera de césped que se extendía unas cincuenta yardas hasta llegar a la carretera pública, o «la pista», como solían llamarla. Más allá de esta carretera había un prado de unos diez acres, recién segado, completamente llano y sin un árbol, roca, o cualquier otro objeto natural o artificial en su superficie. En aquel momento no había en el campo ni siquiera un animal doméstico. Al otro lado del prado, en otro campo, una docena de esclavos trabajaban bajo la vigilancia de un capataz.

Arrojando la punta de un cigarro, el colono se puso en pie y dijo:

—He olvidado hablarle a Andrew de los caballos.

Andrew era el capataz.

Williamson echó a andar con calma por el paseo de gravilla, arrancando alguna flor a su paso, cruzó la carretera y llegó al prado. Mientras cerraba la verja de entrada se detuvo un momento a saludar a su vecino Armour Wren, que vivía en la plantación de al lado y pasaba por allí. Mr. Wren iba en un coche abierto, acompañado de su hijo James, un muchacho de trece años. Cuando se alejaron unas doscientas yardas del lugar en el que se habían encontrado, Mr. Wren dijo a su hijo:

—He olvidado hablarle a Mr. Williamson de los caballos.

Mr. Wren había vendido a Mr. Williamson unos caballos que iban a ser enviados ese mismo día, pero, por alguna razón que ahora no se recuerda, no iban a poder ser entregados hasta el día siguiente. Mr. Wren indicó al cochero que diera la vuelta y, mientras el vehículo giraba, los tres vieron a Williamson cruzando lentamente los pastos. En aquel momento uno de los caballos del coche dio un traspié y estuvo a punto de caer. No había hecho más que recobrarse cuando James Wren exclamó:


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7 págs. / 13 minutos / 276 visitas.

Publicado el 1 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Diablo y el Relojero

Daniel Defoe


Cuento


Viva en la parroquia de San Bennet Funk, cerca del Mercado Real, una honesta y pobre viuda quien, después de morir su marido, tomó huéspedes en su casa. Es decir, dejó libres algunas de sus habitaciones para aliviar su renta. Entre otros, cedió su buhardilla a un artesano que hacía engranajes para relojes y que trabajaba para aquellos comerciantes que vendían dichos instrumentos, según es costumbre en esta actividad.

Sucedió que un hombre y una mujer fueron a hablar con este fabricante de engranajes por algún asunto relacionado con su trabajo. Y cuando estaban cerca de los últimos escalones, por la puerta completamente abierta del altillo donde trabajaba, vieron que el hombre (relojero o artesano de engranajes) se había colgado de una viga que sobresalía más baja que el techo o cielorraso. Atónita por lo que veía, la mujer se detuvo y gritó al hombre, que estaba detrás de ella en la escalera, que corriera arriba y bajara al pobre desdichado.

En ese mismo momento, desde otra parte de la habitación, que no podía verse desde las escaleras, corrió velozmente otro hombre que llevaba un escabel en sus manos. Éste, con cara de estar en un grandísimo apuro, lo colocó debajo del desventurado que estaba colgado y, subiéndose rápidamente, sacó un cuchillo del bolsillo y sosteniendo el cuerpo del ahorcado con una mano, hizo señas con la cabeza a la mujer y al hombre que venía detrás, como queriendo detenerlos para que no entraran; al mismo tiempo mostraba el cuchillo en la otra, como si estuviera por cortar la soga para soltarlo.

Ante esto la mujer se detuvo un momento, pero el hombre que estaba parado en el banquillo continuaba con la mano y el cuchillo tocando el nudo, pero no lo cortaba. Por esta razón la mujer gritó de nuevo a su acompañante y le dijo:

—¡Sube y ayuda al hombre!

Suponía que algo impedía su acción.


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2 págs. / 3 minutos / 275 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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