Textos más populares esta semana etiquetados como Cuento no disponibles | pág. 71

Mostrando 701 a 710 de 1.407 textos encontrados.


Buscador de títulos

etiqueta: Cuento textos no disponibles


6970717273

Una Vez en Otoño

Máximo Gorki


Cuento


Una vez, en otoño, me vi en una situación tan molesta como desagradable, recién llegado a una ciudad donde no conocía a nadie. Estaba sin blanca y no tenía dónde dormir.

Tras haberme visto obligado a vender en los días previos toda mi ropa, salvo lo más imprescindible, salí de la ciudad y me dirigí a un lugar conocido como Las Bocas. Allí se encontraban los muelles donde amarraban los barcos de vapor; en la temporada de navegación aquello bullía con una actividad incesante, pero en esos momentos todo estaba tranquilo y solitario: estábamos a finales de octubre.

Caminaba arrastrando los pies por la arena húmeda, examinándola con suma atención, ansioso de encontrar en ella algún resto comestible; vagaba en solitario entre edificios desiertos y quioscos, pensando en lo bien que se está con la tripa llena…

En esas situaciones, resulta más sencillo saciar el hambre del espíritu que el hambre del cuerpo. Cuando deambulamos por las calles, nos vemos rodeados por edificios de magnífico aspecto, así como —puede uno afirmarlo sin temor a equivocarse— bien amueblados por dentro. Algo que puede suscitar en nosotros deleitosas reflexiones sobre arquitectura, higiene y muchas otras cuestiones profundas y trascendentales; nos cruzamos con personas bien vestidas y abrigadas, personas respetuosas que no vacilan en apartarse delicadamente para no tener que reparar en nuestra existencia lamentable. Os doy mi palabra: el espíritu del hambriento siempre está mejor alimentado, de forma más saludable, que el espíritu del ahíto. ¡Ahí tenemos una hipótesis a partir de la cual podemos sacar una conclusión muy graciosa a favor de los saciados!


Información texto

Protegido por copyright
10 págs. / 17 minutos / 132 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Un Artista del Trapecio

Franz Kafka


Cuento


Un artista del trapecio —como se sabe, este arte que se practica en lo alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles entre todos los asequibles al hombre— había organizado su vida de tal manera —primero por afán profesional de perfección, después por costumbre que se había hecho tiránica— que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus necesidades —por otra parte muy pequeñas— eran satisfechas por criados que se relevaban a intervalos y vigilaban debajo. Todo lo que arriba se necesitaba lo subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.

De esta manera de vivir no se deducían para el trapecista dificultades con el resto del mundo. Sólo resultaba un poco molesto durante los demás números del programa, porque como no se podía ocultar que se había quedado allá arriba, aunque permanecía quieto, siempre alguna mirada del público se desviaba hacia él. Pero los directores se lo perdonaban, porque era un artista extraordinario, insustituible. Además era sabido que no vivía así por capricho y que sólo de aquella manera podía estar siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.

Además, allá arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos del verano, se abrían las ventanas laterales que corrían alrededor de la cúpula y el sol y el aire irrumpían en el ámbito crepuscular del circo, era hasta bello. Su trato humano estaba muy limitado, naturalmente. Alguna vez trepaba por la cuerda de ascensión algún colega de turné, se sentaba a su lado en el trapecio, apoyado uno en la cuerda de la derecha, otro en la de la izquierda, y charlaban largamente. O bien los obreros que reparaban la techumbre cambiaban con él algunas palabras por una de las claraboyas o el electricista que comprobaba las conducciones de luz, en la galería más alta, le gritaba alguna palabra respetuosa, si bien poco comprensible.


Información texto

Protegido por copyright
2 págs. / 5 minutos / 131 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Sredni Vashtar

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Conradín tenía diez años y, según la opinión profesional del médico, el niño no viviría cinco años más. Era un médico afable, ineficaz, poco se le tomaba en cuenta, pero su opinión estaba respaldada por la señora De Ropp, a quien debía tomarse en cuenta. La señora De Ropp, prima de Conradín, era su tutora, y representaba para él esos tres quintos del mundo que son necesarios, desagradables y reales; los otros dos quintos, en perpetuo antagonismo con aquéllos, estaban representados por él mismo y su imaginación. Conradín pensaba que no estaba lejos el día en que habría de sucumbir a la dominante presión de las cosas necesarias y cansadoras: las enfermedades, los cuidados excesivos y el interminable aburrimiento. Su imaginación, estimulada por la soledad, le impedía sucumbir.

La señora De Ropp, aun en los momentos de mayor franqueza, no hubiera admitido que no quería a Conradín, aunque tal vez habría podido darse cuenta de que al contrariarlo por su bien cumplía con un deber que no era particularmente penoso. Conradín la odiaba con desesperada sinceridad, que sabía disimular a la perfección. Los escasos placeres que podía procurarse acrecían con la perspectiva de disgustar a su parienta, que estaba excluida del reino de su imaginación por ser un objeto sucio, inadecuado.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 9 minutos / 131 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Diálogos de Utopía

Marcel Schwob


Cuento


Cyprien d’Anarque tenía unos cuarenta años. Se habría enfadado si alguien se lo hubiera recordado. Pretendía no depender en absoluto de su edad más que de otra cosa en el mundo. Patilargo, seco y de piel curtida, tenía la mirada ruda y un rostro aquilino, en el que la sonrisa frecuente estaba marcada por dos huecos en las comisuras de los labios. Gran lector de teorías e impaciente ante cualquier contradicción, tenía la religión especial de aquellos que creen en lo que dicen en el momento en el que hablan, esa religión que no tiene más que un fiel, con el que se basta. La fe de Cyprien se había vuelto enfermiza. Sentía hacia su propio yo una adoración tan pura que hubiera sentido náuseas de mancillarlo con el contacto con otro yo; me refiero con un sentimiento, una voluntad, una idea, una palabra que no fuera exclusivamente cipriánica. Lejos de pretender parecerse a los grandes hombres en ciertos detalles familiares (pasión bastante común), descartaba cualquier parecido con horror. Se había enemistado con toda la parentela d’Anarque para evitar los aires de familia. No podía soportar que le encontraran similitud alguna a cualquier ser humano.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 11 minutos / 131 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Doncella y la Señora

Katherine Mansfield


Cuento


Las once. Llaman a la puerta.

… Espero no haberla molestado, señora. No estaría dormida, ¿verdad? Es que acabo de llevarle el té a la señora, y había sobrado una tacita tan rica que he pensado que quizá…

… No, en absoluto, señora. La taza de té siempre es lo último de todo. Se la toma en cama, después de las oraciones, para entrar en calor. Pongo la pavera al fuego en cuanto se arrodilla y siempre le advierto: «Tú no hace falta que te des mucha prisa en decir tus oraciones». Pero el agua siempre rompe a hervir antes de que la señora haya llegado a la mitad de sus rezos. Verá usted, señora, como que conocemos a tanta gente y hay que rezar por todos, por todos, la señora tiene un librito rojo en el que anota la lista de los nombres por los que tiene que rezar. ¡Dios mío!, cuando viene alguien de visita y luego la señora me dice: «Ellen, dame el librito rojo», me pongo furiosa, lo juro. «Otro más», pienso, «que va a tenerla al pie de la cama haga el tiempo que haga». Y no quiere un cojín ni nada, señora; se arrodilla sobre la dura alfombra. Me da unos escalofríos tremendos verla así, sobre todo conociéndola como la conozco. Algunas veces he intentado hacerle trampa, tendiendo el edredón en el suelo. Pero la primera vez que lo hice, ¡uy!, me miró de un modo…, una mirada de santa, señora, de santa. «¿Acaso Nuestro Señor se arrodilló en un edredón, Ellen», me dijo. Pero yo, que entonces era más joven, me sentí inclinada a responder: «No, señora, pero Nuestro Señor no tenía la edad de usted, y no sabía lo que era tener un lumbago como el suyo, señora». Respondona, ¿eh? Pero ella es demasiado buena, señora. Ahora mismo cuando la he arreglado y la he visto…, acostada, con las manos fuera y la cabeza sobre la almohada, tan hermosa, no he podido evitar pensar: «¡Ahora está igualita que su querida madre cuando la amortajé!»


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 12 minutos / 131 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Presidente del Jurado

Charles Dickens


Cuento


Han pasado ya algunos años desde que se cometió en Inglaterra un asesinato que atrajo poderosamente la atención pública. En nuestro país se oye hablar con bastante frecuencia de asesinos que adquieren una triste celebridad. Pero yo hubiese enterrado con gusto el recuerdo de aquel hombre feroz de haber podido sepultarlo tan fácilmente como su cuerpo lo está en la prisión de Newgate. Advierto, desde luego, que omito deliberadamente hacer aquí alusión alguna a la personalidad de aquel hombre.

Cuando el asesinato fue descubierto, nadie sospechó —o, mejor dicho, nadie insinuó públicamente sospecha alguna— del hombre que después fue procesado. Por la circunstancia antes expresada, los periódicos no pudieron, naturalmente, publicar en aquellos días descripciones del criminal. Es esencial que se recuerde este hecho.

Al abrir, durante el desayuno, mi periódico matutino, que contenía el relato del descubrimiento del crimen, lo encontré muy interesante y lo leí con atención. Volví, incluso, a leerlo otra vez, o quizá dos. El descubrimiento había tenido lugar en un dormitorio. Cuando dejé el diario tuve la impresión, fugaz, como un relámpago, de que veía pasar ante mis ojos aquella alcoba. Semejante visión, aunque instantánea, fue clarísima, tanto que hasta pude observar, con alivio, la ausencia del cuerpo de la víctima en el lecho mortuorio.

Esta curiosa sensación no se produjo en ningún lugar misterioso, sino en una de las vulgares habitaciones de Piccadilly en que me alojaba, próxima a la esquina de St. James Street. Y fue una experiencia nueva en mi vida.


Información texto

Protegido por copyright
12 págs. / 22 minutos / 130 visitas.

Publicado el 22 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Hándicap de la Vida

Rudyard Kipling


Cuento


A
E.K.R. de R.K.
1887-89
C.M.G.

Prefacio

En India septentrional se alzaba un monasterio conocido bajo el nombre de Chubára de Dhunni Bhagat. Nadie recordaba quién ni qué había sido Dhunni Bhagat. Ese hombre había vivido su vida, había hecho algún dinero y lo había gastado todo, como cualquier buen hindú ha de hacer, en una obra piadosa: el Chubára. Estaba lleno de celdas de ladrillo, pintadas con amenas figuras de dioses, reyes y elefantes; allí los sacerdotes cansados podían sentarse a meditar sobre el fin último de las cosas; sus caminos también eran de ladrillo, y los pies descalzos de miles de personas los habían convertido en arroyuelos. Macizos de mangos brotaban de entre las grietas del suelo; grandes higueras de Bengala sombreaban la polea del pozo, que chirriaba durante todo el día, y un ejército de loros se perseguía entre los árboles. Cuervos y ardillas eran mansos en aquel lugar, porque sabían que ningún sacerdote los tocaría jamás.

Los mendigos errantes, los vendedores de amuletos y los vagabundos sagrados de cien millas a la redonda solían hacer del Chubára su lugar de reunión y descanso. Musulmanes, sijs e hindúes se mezclaban por igual bajo los árboles. Eran hombres viejos, y cuando un hombre ha llegado al umbral de la Noche, todos los credos del mundo le resultan una maravilla de semejanza y ausencia de color.


Información texto

Protegido por copyright
355 págs. / 10 horas, 21 minutos / 130 visitas.

Publicado el 4 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Desconocido

Katherine Mansfield


Cuento


A la pequeña muchedumbre congregada en el muelle le pareció que no iba a volver a moverse. Estaba allí, inmenso, inmóvil, sobre las ondulaciones de las grises aguas, con un anillo de humo sobre la chimenea, y una inmensa bandada de gaviotas chillonas precipitándose al agua en pos de los desperdicios que arrojaban desde popa. Apenas se divisaban las parejas paseando arriba y abajo —pequeñas moscas paseando arriba y abajo por el plato colocado sobre el mantel gris y arrugado—. Otras moscas se arracimaban y apretujaban a babor. De pronto un destello blanco en el puente inferior: el mandil del cocinero o la chaqueta de un camarero. Luego una diminuta araña encaramándose por una escalerilla hacia el puente superior.

Enfrente de la muchedumbre un hombre robusto, de mediana edad, muy elegantemente vestido, muy atildado con su abrigo gris, bufanda de seda gris, guantes gruesos y oscuro sombrero de fieltro, caminaba arriba y abajo. Parecía ser el director de aquel grupo de gente que esperaba en el muelle y al mismo tiempo el encargado de mantenerlos juntos. Era algo entre un perro pastor y un pastor.

¡Qué insensato, qué insensato había sido dejándose los anteojos! Entre toda aquella gente no había ni uno solo que tuviese anteojos.

—Es curioso, señor Scott —dijo—, que nadie pensase en traer unos anteojos. Al menos les hubiésemos podido animar un poco. Quizá hubiéramos logrado hacernos algunas señales. No tengan miedo en desembarcar. Los nativos son inofensivos. O quizá: Os espera un gran recibimiento. Todo está perdonado. Qué le parece, ¿eh?


Información texto

Protegido por copyright
16 págs. / 28 minutos / 130 visitas.

Publicado el 8 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

La Puerta Tapiada

E.T.A. Hoffmann


Cuento


I

En las orillas solitarias de un lago del Norte se ven todavía las ruinas de una antigua finca que lleva el nombre de R… Unos áridos brezales la rodean por entero; cierran el horizonte por uno de sus lados las aguas tranquilas y profundas, y por el otro un bosque de pinos que cuentan siglos remeda en medio de la niebla unos brazos negros de espectros. Un cielo siempre enlutado cobija como únicos moradores unos pájaros de fúnebre aspecto. A un cuarto de hora del camino, cambia de pronto la decoración: surge una aldea risueña en medio de unos prados salpicados de flores; y en un extremo de esta aldea, no lejos de la mancha verde de un bosque de alisos los vecinos señalan al viajero los cimientos de un castillo que uno de los señores de R… proyectaba levantar en aquel oasis la naturaleza pródiga. Quizá poco dispuesto a compartir con los mochuelos el caserón familiar, el barón Roderich de R… no se preocupó de continuar la construcción de la mansión de recreo comenzada por sus antecesores. Se había limitado a llevar a cabo alguna reparación en los puntos más castigados, para encastillarse en la antigua finca con un grupo de servidores, no menos taciturnos que él, y mataba el tiempo recorriendo a caballo las orillas del lago; raramente se le veía en la aldea de sus vasallos, de manera que su nombre había pasado a ser una especie de «coco» para asustar a los chicos. Había mandado disponer por encima de la atalaya, una especie de azotea provista con todo el instrumental de astronomía conocido hasta aquella fecha, y allí se pasaba a veces días y noches enteros, en compañía de un intendente, que compartía todas sus extravagancias.

En la comarca le atribuían extensos conocimientos en artes mágicas, y algunos llegaban a afirmar que le habían expulsado de Curlandia por haberse permitido sin reboso tener relaciones ilícitas con el espíritu maligno.


Información texto

Protegido por copyright
53 págs. / 1 hora, 34 minutos / 130 visitas.

Publicado el 11 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Suicidas

Guy de Maupassant


Cuento


No pasa un día sin que aparezca en los periódicos la relación de algún suceso como éste:

"Anoche, los vecinos de la casa número tal de la calle tal oyeron dos o tres detonaciones y, saliendo a la escalera para saber lo que ocurría, entre todos pudieron comprobar que se habían producido en el cuarto del señor X. Al abrir la puerta de dicho cuarto —después de llamar inútilmente— vieron al inquilino tendido en el suelo, sobre un charco de sangre y empuñando aún el revólver con el cual se había ocasionado la muerte.

"Se ignora la causa de tan funesta determinación, porque el señor X. vivía en posición desahogada y, teniendo ya cincuenta y siete años, disfrutaba de bastante salud."

¿Qué angustiosos tormentos, qué ocultas desdichas, qué horribles desencantos convierten a esas personas, al parecer felices, en suicidas?

Indagamos, presumimos al punto, dramas pasionales, misterios de amor, desastres de intereses, y como no se descubre jamás una causa precisa, cubrimos con una palabra esas muertes inexplicables: "Misterio, misterio".

Una carta escrita poco antes de morir, por uno de los muchos que "se suicidan sin motivo", cayó en mi poder. La juzgo interesante. No descubre ningún derrumbamiento, ninguna miseria espantosa, nada de lo extraordinario que se busca siempre para justificar una catástrofe; pero pone de relieve la sucesión de pequeños desencantos que desorganizan fatalmente la existencia solitaria de un hombre que ha perdido todas las ilusiones y acaso explique —a los nerviosos y a los sensitivos, al menos— la tragedia inexplicable de "suicidios inmotivados".

Leámosla:

"Son ya las doce de la noche. Cuando haya escrito esta carta, voy a matarme. ¿Por qué? Trato de razonar mi determinación, para darme cuenta yo mismo de que se impone fatalmente, de que no debo aplazarla.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 9 minutos / 129 visitas.

Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

6970717273