Se moría poco a poco, como se mueren los tísicos. Todos los días lo
veía sentarse a eso de las dos, bajo las ventanas del hotel, frente al
mar, tranquilo, en un banco del paseo.
Permanecía algún tiempo inmóvil bajo el calor del sol, contemplando con ojos sombríos el Mediterráneo.
A veces dirigía una mirada hacia la alta montaña de cumbres brumosas
que cierra el Mentón; luego, con un movimiento muy lento, cruzaba sus
largas piernas, tan enflaquecidas que parecían dos huesos alrededor de
los cuales flotaba el paño del pantalón, y abría un libro, siempre el
mismo.
Entonces, sin variar de postura, leía, leía con los ojos y con el
pensamiento: parecía que todo su pobre cuerpo desfalleciente leía, que
su alma penetraba, se perdía, desaparecía en aquel libro hasta la hora
en que el aire fresco lo hacía toser un poco. Entonces, levantándose,
penetraba en el hotel.
Era un alemán alto, de barba rubia, que almorzaba y comía en su cuarto y no hablaba con nadie.
Una vaga curiosidad me atrajo hacia él. Un día me senté a su lado,
teniendo yo también en la mano, por el bien parecer, un volumen de
poesías de Musset.
Me puse a hojear Rolla.
De pronto mi compañero me preguntó en un francés muy correcto:
—¿Sabe usted alemán, caballero?
—Ni una palabra.
—Lo siento; porque, ya que la casualidad nos ha reunido, le hubiera
prestado, le hubiera hecho fijarse en una cosa inestimable: este libro
que aquí tengo.
—¿Qué libro es ése?
—Es un ejemplar de mi maestro Schopenhauer, anotado por él. Todas las
márgenes, como puede usted ver, están cubiertas con su letra.
Cogí con respeto aquel libro y contemplé aquellos garabatos
incomprensibles para mí, pero que revelaban el inmortal pensamiento del
mayor destructor de sueños que ha pasado por el mundo.
Información texto 'Junto a un Muerto'