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Birouk

Iván Turguéniev


Cuento


Regresaba de cazar, solo, en drochka. Para llegar a mi casa faltaban aún ocho verstas. Mi buena yegua recorría con paso igual y rápido el camino polvoriento, aguzaba las orejas y de vez en cuando soltaba un relincho en seguida sofocado.

Mi perro nos seguía a medio paso de las ruedas traseras. En el aire se olía la tormenta.

Lentamente, frente a mí, se levantaba una nube violácea, por encima del bosque; vapores grises corrían a mi encuentro, las hojas de los sauces se removían susurrantes.

El calor, hasta entonces sofocante, dejó paso a una frescura húmeda, penetrante.

Espoleé a la yegua, descendí al barranco, atravesé el lecho desecado, cubierto de espinos, y al cabo de algunos minutos me interné en el bosque.

El camino serpenteaba entre masas de nogales y avellanos; reinaba profunda oscuridad, y yo avanzaba al azar.

Mi pequeño vehículo chocaba contra las raíces nudosas de tilos y encinas centenarias, o bien se hundía en las huellas dejadas por otros carros.

La yegua empezó a sentir miedo.

Un viento impetuoso vino a penetrar en el bosque, ruidosamente, y sobre las hojas caían gruesas gotas de agua. Un relámpago cruzó el firmamento y le siguió el estampido de un trueno.

La lluvia se convirtió en un verdadero torrente, que me obligó a reducir la marcha; mi yegua se embarraba; yo no veía a dos pasos de mí.

Me guarecí en el follaje.

Acurrucado, tapada la cara, me armé de paciencia para aguardar el fin de la tormenta.

Al resplandor de un relámpago, distinguí a un hombre en el camino. Venía hacia donde yo me hallaba.

—¿Quién eres? —me preguntó con voz atronadora.

—¿Y tú?

—Soy el guardabosque.

Y cuando me hube identificado:

—¡Ah!, ya sé, ibas a tu casa —dijo.

—¿Oyes la tormenta?

—Es tremenda —respondió la voz.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Humillación de los Northmore

Henry James


Cuento


I

Cuando murió lord Northmore, las alusiones públicas al suceso adoptaron, en su mayor parte, una forma un tanto plúmbea y de compromiso. Había desaparecido una gran figura política. Se había apagado una luminaria de nuestro tiempo en mitad de su carrera. Se había anticipado el fin de una gran utilidad, que en buena parte quedaba, de todos modos, insignemente ejercida. La nota de grandeza, en toda la línea, sonaba, en suma, con fuerza propia, y la del fallecido evidentemente se prestaba muy bien a figuras y florituras, la poesía de la prensa diaria. Los periódicos y sus compradores cumplieron con lo que el caso pedía: lo compusieron con pulcritud y magnificencia, aunque quizá con mano un poco violentamente expeditiva, sobre el coche fúnebre, acompañaron debidamente al vehículo por la avenida y luego, viendo que de repente el tema se había agotado, pasaron a lo siguiente de la lista. Su señoría había sido una de esas personas de las que —ahí estaba la cosa— no hay casi nada que contar aparte de la flamante monotonía de su éxito. Ese éxito había sido su profesión, sus medios lo mismo que su fin; de modo que su carrera no admitía otra descripción y no exigía, ni de hecho toleraba, otro análisis. De la política, de la literatura, de la tierra, de unos modales zafios y muchos errores, de una mujer flaca y tonta, dos hijos manirrotos y cuatro hijas sosas, de todo había sacado el máximo provecho, como podría haberlo sacado prácticamente de lo que fuera. Algo había habido en lo más profundo de su ser que lo conseguía, y su viejo amigo Warren Hope, la persona que le conoció primero, y es probable que en conjunto mejor, no alcanzó nunca, en todo aquel tiempo, a averiguar por curiosidad qué.


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25 págs. / 44 minutos / 107 visitas.

Publicado el 5 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Señor Thomas

Anatole France


Cuento


Conocí a un juez austero. Se llamaba Thomas de Maulan y pertenecía a la pequeña nobleza provinciana. Se había dedicado a la magistratura durante el septenio del mariscal Mac—Mahon, con la esperanza de impartir justicia un día en nombre del Rey. Tenía principios que él podía creer inamovibles, al no haberlos removido jamás. Tan pronto como se remueve un principio, se encuentra algo debajo y se comprueba que no era un principio. Thomas de Maulan mantenía cuidadosamente al abrigo de su curiosidad sus principios religiosos y sus principios sociales.


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5 págs. / 10 minutos / 106 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Sopla el Viento

Katherine Mansfield


Cuento


Repentinamente… horriblemente… ella se despierta. ¿Qué ha ocurrido? Ha ocurrido algo horrible. No, no ha ocurrido nada. Es sólo el viento que estremece la casa, sacudiendo las ventanas, golpeando un hierro del techo y haciendo temblar su cama. Las hojas pasan aleteando frente a su ventana, alejándose hacia arriba; en la avenida un periódico completo se agita en el aire como una cometa perdida y cae clavándose en un pino. Hace frío. El verano ha terminado… es otoño, todo es feo. Los carros pasan ruidosamente, balanceándose de lado a lado; dos chinos avanzan a pasitos cargados con un balancín de madera del que penden los cestos cargados de verduras… sus coletas y sus blusas azules volando al viento. Un perro blanco de tres patas pasa aullando frente a la cerca. ¡Todo ha terminado! ¿Qué ha terminado? ¡Oh, todo! Y ella empieza a recogerse el pelo con dedos temblorosos, sin atreverse a mirar en el espejo. En el vestíbulo, mamá habla con la abuela.

—¡Una perfecta idiota! Imagínate, dejar todo en la cuerda con un tiempo como éste… Ahora mi mejor mantel de Tenerife está hecho jirones. ¿Qué es ese olor tan raro? ¡Se quema el guisado! ¡Oh, cielos, este viento!

A las diez tiene lección de música. Ante esta idea, empieza a sonar en su cabeza el movimiento en tono menor de Beethoven, con sus trinos largos y terribles como el redoble de pequeños tambores… Marie Swanson corre por el jardín de la casa de al lado para recoger los crisantemos antes de que se destrocen. La falda se le vuela por encima de la cintura, ella trata de bajársela, de metérsela entre las piernas mientras se agacha, pero de nada sirve… el viento se la levanta. Todos los árboles y arbustos se agitan a su alrededor. Ella arranca las flores tan rápido como puede, pero está muy aturdida. No sabe lo que hace: arranca las plantas de raíz y dobla y retuerce los tallos, patalea y maldice.


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5 págs. / 9 minutos / 106 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Un Extraño Suceso

Henry Rider Haggard


Cuento


La historia narrada en las siguientes páginas la escuché de labios de mi viejo amigo Allan Quatermain, o Cazador Quatermain, como solíamos llamarle en Sudáfrica. Me la contó una noche estando de visita en la residencia que compró enYorkshire. Poco después, la muerte de su único hijo le trastornó de tal modo que inmediatamente abandonó Inglaterra, acompañado por sus viejos compañero de viaje, sir Henry Curtis y el capitán Good, y ahora ha desaparecido por completo en el oscuro corazón de Africa. Está convencido de que gente blanca, de la que ha oído rumores toda la vida, existe en algún lugar de las tierras altas del vasto e inexplorado interior, y su gran ambición es encontrarla antes de morir. Esta es la gran expedición que les ha impulsado, a él y a sus compañeros, a marchar, y de la que supongo que no volverán. Del viejo cazador sólo he recibido una carta, fechada en una misión al norte del Tana, un río de la costa este, a unas trescientas millas al norte de Zanzíbar. En ella dice que han pasado por muchas dificultades y aventuras, pero que siguen vivos y con salud, y han descubierto rastros que siguen adelante, permitiéndoles esperar que los resultados de su extraña búsqueda será «un magnífico y singular descubrimiento». Sin embargo, mucho me temo que lo único que descubran sea la muerte, ya que esta carta llegó hace largo tiempo y desde entonces nadie ha sabido nada de la expedición. Se han desvanecido por completo.


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18 págs. / 31 minutos / 106 visitas.

Publicado el 6 de enero de 2018 por Edu Robsy.

El Secreto del Barranco de Macarger

Ambrose Bierce


Cuento


Al noroeste de Indian Hill, a unas nueve millas en línea recta, se encuentra el barranco de Macarger. No tiene mucho de barranco, pues se trata de una mera depresión entre dos sierras boscosas de una altura considerable. Desde la boca hasta la cabecera, porque los barrancos, como los ríos, tienen una anatomía propia, la distancia no es superior a las dos millas, y la anchura en el fondo sólo rebasa en un punto las doce yardas; durante la mayor parte del recorrido, a ambos lados del pequeño arroyo que fluye por él en invierno y se seca al llegar la primavera, no hay terreno llano. Las escarpadas laderas de las colinas, cubiertas por una vegetación casi impenetrable de manzanita y chamiso, no tienen otra separación que la de la anchura del curso del río. Nadie, a no ser un ocasional cazador intrépido de los contornos, se aventura a meterse en el barranco de Macarger que, cinco millas más adelante, no se sabe ni qué nombre tiene. En esa zona, y en cualquier dirección, hay muchos más accidentes topográficos notables que no tienen nombre y resultaría vano intentar descubrir, preguntando a los lugareños, el origen del nombre de éste.


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9 págs. / 16 minutos / 105 visitas.

Publicado el 26 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Pobrecillo

María de Francia


Cuento


Me han entrado ganas de recordar un lai del que oí hablar. Os contaré lo ocurrido y os nombraré la ciudad en la que ocurrió y cómo se llamaba: Pobrecillo le decían, aunque hay muchos que lo llamaban Los cuatro dolores.

En Bretaña, en Nantes, habitaba una dama de gran valía, belleza y educación y con todo tipo de virtudes. No había caballero en la tierra, por poco que valiera, que con verla una vez no se enamorara de ella y la requiriera de amor. Ella no podía amar a todos, y tampoco los quería hacer morir. Resulta mejor amar y requerir a todas las damas de una tierra que privar a un loco de su pan, pues éste quiere golpear siempre; la dama le está agradecida a su enamorado por su buena voluntad, y aunque no lo quiere oír, no le recrimina sus palabras, sino que lo honra y estima y le agradece y da las gracias.


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4 págs. / 7 minutos / 105 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Mientras el Auto Espera

O. Henry


Cuento


A principios de primavera la joven vestida de gris volvió, como de costumbre, al quieto rincón del pequeño y silencioso parque. Se sentó sobre un banco y comenzó a leer un libro, porque faltaba media hora para lo que ella sabía.

Repitámoslo: vestía de gris. Y tan sencillo que así lograba ocultar su impecabilidad de estilo y corte. Un amplio velo semiocultaba su sombrero en forma de turbante, y su rostro, que irradiaba una serena y no buscada belleza. Había ido allí los dos días anteriores, y había una persona que no lo ignoraba.

El joven que no lo ignoraba se acercaba allí ofreciendo mentales sacrificios en el ara de la suerte. Y su piedad fue recompensada porque, al volver la mujer una página, el libro se le deslizó de las manos y cayó al suelo, a un paso de distancia del banco.

El hombre lo recogió con instantánea avidez y lo devolvió a su propietaria con galantería y esperanza. Con placentera voz, aventuró un comentario sobre el tiempo —ese manido tema que ha causado tantas infelicidades en este mundo— y luego permaneció inmóvil un momento, esperando su destino.

La muchacha lo miró despaciosamente. En el vestido corriente de aquel hombre y en sus facciones no se distinguía nada de extraordinario.

—Puede sentarse si gusta —dijo con lenta y llena voz de contralto—. Por mi parte no me molesta. Hace muy poca claridad para seguir leyendo y preferiría un rato de charla.

El vasallo de la suerte se sentó al lado de la mujer, muy satisfecho. Y habló en seguida, empleando la fórmula que los conquistadores de parque eligen para sus parlamentos.

—¿Sabe que es usted la mujer más asombrosamente hermosa que he conocido? Me fijé en usted ayer. ¿No hay nadie, nena mía, que viva deslumbrado por esos dos faros que tiene usted en la cara?

La muchacha habló con tono glacial:


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5 págs. / 9 minutos / 105 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Discurso Provenzal

Marqués de Sade


Cuento


Durante el reinado de Luis XIV, como es bien sabido, se presentó en Francia un embajador persa; este príncipe deseaba atraer a su corte a extranjeros de todas las naciones para que pudieran admirar su grandeza y transmitieran a sus respectivos países algún que otro destello de la deslumbrante gloria con que resplandecía hasta los confines de la tierra. A su paso por Marsella, el embajador fue magníficamente recibido. Ante esto, los señores magistrados del parlamento de Aix decidieron, para cuando llegara allí, no quedarse a la zaga de una ciudad por encima de la cual colocan a la suya con tan escasa justificación. Por consiguiente, de todos los proyectos el primero fue el de cumplimentar al persa; leerle un discurso en provenzal no habría sido difícil, pero el embajador no habría entendido ni una palabra; este inconveniente les paralizó durante mucho tiempo. El tribunal se reunió para deliberar: para eso no necesitan demasiado, el juicio de unos campesinos, un alboroto en el teatro o algún asunto de prostitutas sobre todo; tales son los temas importantes para esos ociosos magistrados desde que ya no pueden arrasar la provincia a sangre y fuego y anegarla, como en el reinado de Francisco I, con los torrentes de sangre de las desdichadas poblaciones que la habitan.


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2 págs. / 4 minutos / 105 visitas.

Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Pipa de Opio

Théophile Gautier


Cuento


El otro día, encontré a mi amigo Alphonse Karr sentado en su diván, con una vela encendida, aunque era pleno día, y en la mano, un tubo de madera de cerezo provisto de un hongo de porcelana en el que echaba una especie de pasta oscura parecida al lacre; la pasta ardía y chisporroteaba en la chimenea del hongo, y él aspiraba por una pequeña boquilla de ámbar amarillo el humo que al instante se extendía por la habitación con un vago olor a perfume oriental.

Cogí, sin decir nada, el aparato de las manos de mi amigo, y acerqué mis labios a uno de sus extremos; después de varias bocanadas, experimenté una especie de agradable aturdimiento, que se parecía bastante a las sensaciones de la primera borrachera.

Como aquel día no estaba de humor y no tenía tiempo para embriagarme, colgué la pipa de un clavo y bajamos al jardín, a ver las dalias y a jugar un poco con Schutz, dichoso animal que no tiene otra función que la de ser negro sobre una alfombra de verde césped.

Regresé a mi casa, cené y fui al teatro a soportar no sé qué obra. Luego volví y me acosté, porque hay que alcanzar y hacer, mediante la muerte de unas horas, el aprendizaje de la muerte definitiva.

El opio que había fumado, lejos de producir el efecto de somnolencia que esperaba, me sumió en agitaciones nerviosas como si hubiera tomado enormes cantidades de café, y daba vueltas en la cama como una carpa sobre una parrilla o un pollo en un asador, produciendo un perpetuo balanceo de mantas, ante el gran descontento de mi gato que estaba acurrucado en una esquina del edredón.

Por fin el sueño, largo rato esperado, cubrió mis pupilas con su polvo de oro y mis ojos se volvieron cálidos y pesados; me dormí.

Después de una o dos horas completamente inmóviles y negras, tuve un sueño.

Es el siguiente:


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Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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