Textos peor valorados etiquetados como Cuento | pág. 27

Mostrando 261 a 270 de 5.197 textos encontrados.


Buscador de títulos

etiqueta: Cuento


2526272829

¡Mozo, un Bock!

Guy de Maupassant


Cuento


¿Por qué se me ocurrió entrar aquella noche en la cervecería? Lo ignoro. Hacía frío. Una llovizna, remolinos de polvillo de agua envolvían los faroles de gas como una neblina transparente y brillaban en las aceras, cruzadas por las luces de los escaparates que iluminaban el barro líquido del suelo y los pies sucios de los transeúntes.

No llevaba ningún rumbo. Estiraba las piernas, después de cenar. Atravesé por delante del Crédit Lyonnais, crucé la calle Vivienne y otras más. Vi de pronto una gran cervecería que estaba medio llena de gente y, sin motivo especial, entré en ella. No tenía sed.

Eché una ojeada, buscando sitio en que no estuviese excesivamente apretado, y me fui a sentar al lado de un hombre que me pareció de edad y que fumaba en una pipa de barro de las de perra gorda, negra como el carbón. Seis u ocho platillos de cristal, apilados delante de él en la mesa, indicaban el número de bocks que llevaba consumidos. No me fijé en su persona. Comprendí, al primer golpe de vista, que se trataba de un bebedor de cerveza, de uno de esos parroquianos de cervecería que llegan por la mañana, cuando se abre el establecimiento, y se marchan por la noche, cuando se cierra. Era desaseado, tenía calvo el centro del cráneo, pero una cabellera entrecana, grasienta, le caía por detrás sobre el cuello de la levita. La ropa le venía ancha, como si se la hubiese hecho cuando tenía el vientre abultado. Se adivinaba que el pantalón se le caería al andar y que no podría dar diez pasos sin levantárselo de la cintura, porque le venía muy holgado. ¿Llevaría chaleco? Me asusté sólo con pensar en sus botines y en lo que contendrían. Llevaba los puños deshilachados y tan negros en los bordes como las uñas.

—¿Cómo estás? —me dijo con toda naturalidad aquel individuo, no bien me senté a su lado.

Me volví bruscamente y lo miré con atención a la cara. Y él siguió preguntando:

—Pero ¿no me conoces?


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 12 minutos / 41 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Prisioneros

Guy de Maupassant


Cuento


En el bosque sólo se oía el ligero murmullo de la nieve cayendo sobre los árboles. Caía desde el mediodía, una nievecita menuda que empolvaba las ramas con una espuma helada, que arrojaba sobre las hojas secas de la espesura un leve techo de plata, tendía sobre los caminos una inmensa alfombra muelle y blanca, y espesaba el silencio ilimitado de aquel océano de árboles.

Ante la puerta de la casa forestal, una joven, con los brazos desnudos, cortaba leña a hachazos sobre una piedra. Era alta, esbelta y fuerte, una hija de los bosques, hija y esposa de guardas forestales.

Una voz gritó desde el interior de la casa:

—Estamos solas esta noche, Berthine, habría que entrar. Llega la noche y quizás hay prusianos y lobos merodeando.

La leñadora respondió hendiendo un tronco a grandes golpes que erguían su pecho a cada movimiento para alzar los brazos.

—Ya acabé, madre. Ya voy, ya voy, no hay miedo; es aún de día.

Después recogió haces y leños y los apiló junto a la chimenea, volvió a salir para cerrar los postigos, enormes postigos de roble macizo, y al regresar, por fin, corrió los pesados cerrojos de la puerta.

Su madre, una vieja arrugada a la que la edad había vuelto temerosa, hilaba junto al fuego.

—No me gusta —dijo— cuando padre está fuera. Dos mujeres no es gran cosa.

La joven respondió:

—¡Oh! Yo podría matar a un lobo, y hasta a un prusiano.

E indicaba con la mirada un gran revólver colgado sobre el lar.

Su hombre había sido incorporado al ejército al comienzo de la invasión prusiana, y las dos mujeres se habían quedado solas con el padre, el viejo guarda Nicolas Pichon, apodado Zancos, que se había negado obstinadamente a abandonar su casa para recogerse en la ciudad.


Información texto

Protegido por copyright
10 págs. / 19 minutos / 59 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Moiron

Guy de Maupassant


Cuento


Como seguían hablando de Pranzini, el señor Maloureau, que había sido fiscal del Supremo con el Imperio, nos dijo:

—¡Oh! Yo intervine, en tiempos, en un asunto muy curioso, curioso por varios extremos, como van a ver ustedes.

"Yo era en ese momento fiscal en provincia, y muy bienquisto, gracias a mi padre, presidente de la Audiencia en París. Ahora bien, tuve que tomar la palabra en una causa que se hizo célebre con el nombre de caso del maestro Moiron.

"El señor Moiron, maestro en el norte de Francia, gozaba en toda la comarca de excelente reputación. Hombre inteligente, reflexivo, muy religioso, un poco taciturno, se había casado en el municipio de Boislinot, donde ejercía su profesión. Había tenido tres hijos, muertos sucesivamente del pecho.

"A partir de ese momento, pareció consagrar a la chiquillería confiada a sus cuidados toda la ternura escondida en su corazón. Compraba, de su bolsillo, juguetes para sus mejores alumnos, para los más buenos y amables; les daba de merendar, atiborrándolos de golosinas, dulces y pasteles. Todo el mundo quería y alababa a aquel hombre tan bueno, de tan gran corazón, cuando, de repente, cinco de sus alumnos murieron de una forma rara. Se pensó en una epidemia procedente del agua corrompida por la sequía; se buscaron las causas sin descubrirlas, tanto más cuanto que los síntomas parecían de lo más extraños. Los niños aparentaban una enfermedad de postración, dejaban de comer, se quejaban de dolores de barriga, iban tirando así cierto tiempo, y después expiraban en medio de abominables sufrimientos.

"Se hizo la autopsia del último muerto sin encontrar nada. Las vísceras enviadas a París fueron analizadas y no revelaron la presencia de ninguna sustancia tóxica.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 12 minutos / 56 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Reyes

Guy de Maupassant


Cuento


¡Ah!, dijo el capitán, conde de Garens. ¡Claro que me acuerdo de aquella cena de Reyes durante la guerra! Yo era entonces sargento de húsares, y hacía quince días que rondaba de explorador ante una vanguardia alemana. La víspera habíamos acuchillado a unos ulanos y perdido tres hombres, uno de ellos el pobrecito Raudeville. Ya saben ustedes, Joseph de Raudeville.

Ahora bien, ese día mi capitán me ordenó que cogiera diez jinetes y fuera a ocupar y custodiar durante toda la noche el pueblo de Porterin, donde nos habíamos batido cinco veces en tres semanas. En aquel avispero no quedaban en pie veinte casas ni doce habitantes.

Cogí, pues, diez jinetes y partí hacia las cuatro. A las cinco, en plena noche, llegamos a las primeras tapias de Porterin. Hice alto y ordené a Marchas, ya saben, Pierre de Marchas, que se ha casado luego con la pequeña Martel—Auvelin, la hija del marqués de Martel—Auvelin, que entrara solo en el pueblo y me trajera noticias.

Yo había escogido solo voluntarios, todos de buenas familias. Da gusto, en el servicio, no tener que tratar con patanes. Este Marchas era espabilado como nadie, fino como un zorro y ágil como una serpiente. Sabía husmear prusianos igual que un perro husmea la liebre, encontrar víveres allá donde sin él hubiéramos muerto de hambre, y conseguía informaciones de todo el mundo, informaciones siempre seguras, con una habilidad inimaginable. Regresó al cabo de diez minutos:

—Todo va bien —dijo— ningún prusiano ha pasado por aquí desde hace tres días. ¡Qué pueblo más siniestro! He charlado con una monja que cuida cuatro o cinco enfermos en un convento abandonado.


Información texto

Protegido por copyright
12 págs. / 21 minutos / 63 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Auxiliar de la Parroquia

Charles Dickens


Cuento


Había una vez, en una diminuta ciudad de provincias bastante alejada de Londres, un hombrecito llamado Nathaniel Pipkin, que trabajaba en la parroquia de la pequeña población y vivía en una pequeña casa de la Calle High, a escasos diez minutos a pie de la pequeña iglesia; y a quien se podía encontrar todos los días, de nueve a cuatro, impartiendo algunas enseñanzas a los niños del lugar. Nathaniel Pipkin era un ser ingenuo, inofensivo y de carácter bondadoso, de nariz respingona, un poco zambo, bizco y algo cojo; dividía su tiempo entre la iglesia y la escuela, convencido de que, sobre la faz de la tierra, no había ningún hombre tan inteligente como el pastor, ninguna estancia tan grandiosa como la sacristía, ninguna escuela tan organizada como la suya. Una vez, una sola vez en su vida, había visto a un obispo... a un verdadero obispo, con mangas de batista y peluca. Lo había visto pasear y lo había oído hablar en una confirmación, y, en aquella ocasión tan memorable, Nathaniel Pipkin se había sentido tan abrumado por la devoción y por el miedo que, cuando el obispo que acabamos de mencionar puso la mano sobre su cabeza, él cayó desvanecido y fue sacado de la iglesia en brazos del pertiguero.


Información texto

Protegido por copyright
9 págs. / 17 minutos / 247 visitas.

Publicado el 18 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Prueba de Amor

Mary Shelley


Cuento


Después de conseguir el permiso de la priora para salir unas horas, Angeline, interna en el convento de Santa Anna, en la pequeña ciudad lombarda de Este, se puso en camino para hacer una visita. La joven vestía con sencillez y buen gusto; su faziola le cubría la cabeza y los hombros, y bajo ella brillaban sus grandes ojos negros, extraordinariamente hermosos. Quizá no fuera una belleza perfecta; pero su rostro era afable, noble y franco; y tenía una profusión de cabellos negros y sedosos, y una tez blanca y delicada, a pesar de ser morena. Su expresión era inteligente y reflexiva; parecía estar en paz consigo misma, y era ostensible que se sentía profundamente interesada, y a menudo feliz, con los pensamientos que ocupaban su imaginación. Era de humilde cuna: su padre había sido el administrador del conde de Moncenigo, un noble veneciano; y su madre había criado a la única hija de éste. Los dos habían muerto, dejándola en una situación relativamente desahogada; y Angeline era un trofeo que buscaban conquistar todos los jóvenes que, sin ser nobles, gozaban de buena posición; pero ella vivía retirada en el convento y no alentaba a ninguno.

Llevaba muchos meses sin abandonar sus muros; y sintió algo parecido al miedo cuando se encontró en medio del camino que salía de la ciudad y ascendía por las colinas Euganei hasta Villa Moncenigo, su lugar de destino. Conocía cada palmo del camino. La condesa de Moncenigo había muerto al dar a luz su segundo hijo y, desde entonces, la madre de Angeline había residido en la villa. La familia estaba formada por el conde, que, salvo algunas semanas de otoño, estaba siempre en Venecia, y sus dos hijos. Ludovico, el primogénito, había sido enviado en edad temprana a Padua para recibir una buena educación; y sólo vivía en la villa Faustina, cinco años menor que Angeline.


Información texto

Protegido por copyright
18 págs. / 32 minutos / 264 visitas.

Publicado el 18 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Silencio

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Una noche clara de mayo en la que cantaban los ruiseñores en el gabinete del pope Ignacio entró su mujer. Su rostro expresaba el sentimiento, y la pequeña lámpara temblaba en su mano. Acercándose a su marido le tocó con la mano y le dijo, con lágrimas en los ojos:

—¡Pope, vamos a ver a nuestra hijita Vera!

Sin volver siquiera la cabeza el pope miró larga y fijamente a su mujer por encima de sus anteojos y no dijo nada. Ella hizo un gesto de desesperación y se sentó sobre un canapé.

—¡Los dos sois tan... impiadosos!—exclamó, y su cara de buena mujer, un poco inflada, se contrajo en una mueca de dolor como si con aquella mueca quisiera dar a entender el grado de cruel dad de su marido y de su hija.

El sonrió y se levantó. Cerró su libro, se quitó los anteojos, los metió en un estuche y se sumió en reflexiones. Su larga barba de hilos de plata le cubría el pecho.

—Bien, vamos allá—dijo al fin.

Olga Stepanovna se levantó apresuradamente y le suplicó con voz tímida:

—Pero no hay que reñirla... Bien sabes que es muy susceptible...

El cuarto de Vera se hallaba arriba. La estrecha escalera de madera se cimbreaba bajo los pesados pasos del pope Ignacio, alto y grueso. Estaba de mal humor. Sabía bien que su conversación con Vera no serviría de nada.

—¿Qué es lo que pasa?—dijo Vera, sorprendida al verlos entrar.

Estaba en la cama. Con una mano cubría su frente; la otra descansaba sobre el lecho y era tan blanca y transparente que apenas si se la podía distinguir sobre la sábana blanca.

—¡Vera, niña mía!—dijo el padre, tratando de dar a su voz dura y severa notas más dulces—. Dínos, ¿qué es lo que tienes?

Vera guardó silencio.


Leer / Descargar texto

Dominio público
11 págs. / 20 minutos / 235 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Sueño

Leónidas Andréiev


Cuento


...Hablamos luego de los sueños, en los que hay tanto de maravilloso. Y he aquí lo que me contó Sergio Sergueyevich cuando nos quedamos solos en la gran sala semiobscura:

—No sé lo que fué aquello. Desde luego, fué un sueño; dudarlo sería un delito de leso sentido común; pero hubo en aquel sueño algo demasiado parecido a la realidad. Yo no estaba acostado, sino de pie y paseándome por mi celda, y tenía los ojos abiertos. Y lo que soñé—si lo soñé—se quedó grabado en mi memoria como si en efecto me hubiera sucedido.

Llevaba dos años en la cárcel de Petersburgo, por revolucionario. Estaba incomunicado y no sabía nada de mis amigos; una negra melancolía iba apoderándose de mi corazón; todo me parecía muerto, y ni siquiera contaba los días.

Leía muy poco y me pasaba buena parte del día y de la noche paseándome a lo largo de mi celda, que tenía tres metros de longitud; andaba lentamente para no marearme, y recordaba, recordaba... Las imágenes iban poco a poco borrándose, desvaneciéndose en mi memoria.

Sólo una permanecía fresca, viva, aunque su realidad era entonces la más lejana, la más inaccesible para mí: la de María Nicolayevna, mi novia, una muchacha encantadora. Sólo sabía de ella que no había sido detenida, y la suponía sana y salva.

Aquel atardecer de otoño, lleno de tristeza, su recuerdo ocupaba por entero mi pensamiento. En mi ir y venir lento a lo largo de la celda, sobre el suelo de asfalto, en medio del silencio tétrico de la cárcel, veía deslizarse a mi derecha y a mi izquierda, desnudos, monótonos, los muros... Y de pronto me pareció que yo estaba inmóvil y que los muros seguían deslizándose.


Leer / Descargar texto

Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 171 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Ladrón

Leónidas Andréiev


Cuento


I

Fiodor Iurasov, el ladrón tres veces condenado por robo, se dirigía a visitar a su antigua amante, una prostituta que vivía a unas ochenta verstas de Moscú. Mientras esperaba la salida del tren, entró en la cantina de primera y se atracó de pasteles y vino, que le sirvió un camarero de frac. Luego, cuando todos los pasajeros subieron a los vagones, se confundió con ellos y, disimuladamente, aprovechándose del general barullo, le quitó el portamonedas a un señor de edad que era su vecino.

Iurasov estaba bastante bien de dinero, incluso más que bien, y aquel robo casual improvisado no podía redundar sino en perjuicio suyo. Así sucedió. Al parecer, el caballero advirtió el hurto y se quedó mirando a Iurasov con unos ojos escrutadores y extraños. No se detuvo, pero se volvió varias veces para mirarlo. Más tarde, Iurasov vio al caballero en la ventanilla de uno de los vagones, muy emocionado y descompuesto, con el sombrero en la mano. Le vio saltar de un brinco a la plataforma, pasar una rápida revista a todos los presentes y mirar adelante y atrás como si buscara a alguien. Por suerte para el ratero, sonó el tercer toque de llamada y el tren se puso en movimiento. Iurasov siguió observando con cautela. El caballero, aun con el sombrero en la mano, seguía parado al extremo de la plataforma y miraba atentamente a todos los que pasaban, como si los estuviese contando. Seguía parado, pero seguramente producía la ilusión de que andaba; tan ridículo y raro era el modo que tenía de abrir las piernas.


Información texto

Protegido por copyright
15 págs. / 27 minutos / 67 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Gigante

Leónidas Andréiev


Cuento


—... Ha venido el gigante, el gigante grande, grande. ¡Tan grande, tan grande! ¡Y tan tonto ese gigante! Tiene manos enormes con dedos muy gruesos, y sus pies son tan enormes y gordos como árboles. ¡Muy gordos, muy gordos! Ha venido y... se ha caído. ¿Sabes? ¡Se cayó! ¡Tropezó contra un escalón y se cayó! Es tan bruto el gigante, tan tonto... De repente va y se cayó. Abrió la boca... y se quedó en el suelo, tonto como un deshollinador. ¿A qué has venido aquí, gigante? ¡Vete, vete de aquí, gigante! ¡Mi Pepín es tan dulce y tan gentil!... ¡Se abraza tan lindamente a su mamá, contra el corazón de su mamá! ¡Es tan bueno y tan dulce! Sus ojos son tan dulces y tan claros que le quiere todo el mundo. Tiene una naricita muy mona y no hace tonterías. Antes corría, gritaba, montaba a caballo, un bonito caballo grande con su cola. Pepín monta a caballo y se va lejos, lejos, al bosque, al río. Y en el río, ¿no lo sabes, gigante?, hay pececitos. No, tú no lo sabes porque eres un bruto, pero Pepín lo sabe. ¡Pececitos bellos! El Sol ilumina el agua y los pececitos juegan, ¡tan bellos, tan listos y ligeros! Sí, gigante, bruto, que no sabes nada...


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 176 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

2526272829