Textos peor valorados etiquetados como Cuento | pág. 31

Mostrando 301 a 310 de 5.175 textos encontrados.


Buscador de títulos

etiqueta: Cuento


2930313233

El Salto

León Tolstói


Cuento


Un navío regresaba al puerto después de dar la vuelta al mundo; el tiempo era bueno y todos los pasajeros estaban en el puente. Entre las personas, un mono, con sus gestos y sus saltos, era la diversión de todos. Aquel mono, viendo que era objeto de las miradas generales, cada vez hacía más gestos, daba más saltos y se burlaba de las personas, imitándolas.

De pronto saltó sobre un muchacho de doce años, hijo del capitán del barco, le quitó el sombrero, se lo puso en la cabeza y gateó por el mástil. Todo el mundo reía; pero el niño, con la cabeza al aire, no sabía qué hacer: si imitarlos o llorar.

El mono tomó asiento en la cofa, y con los dientes y las uñas empezó a romper el sombrero. Se hubiera dicho que su objeto era provocar la cólera del niño al ver los signos que le hacía mientras le mostraba la prenda.

El jovenzuelo lo amenazaba, lo injuriaba; pero el mono seguía su obra.

Los marineros reían. De pronto el muchacho se puso rojo de cólera; luego, despojándose de alguna ropa, se lanzó tras el mono. De un salto estuvo a su lado; pero el animal, más ágil y más diestro, se le escapó.

—¡No te irás! —gritó el muchacho, trepando por donde él. El mono lo hacía subir, subir... pero el niño no renunciaba a la lucha. En la cima del mástil, el mono, sosteniéndose de una cuerda con una mano, con la otra colgó el sombrero en la más elevada cofa y desde allí se echó a reír mostrando los dientes.

Del mástil donde estaba colgado el sombrero había más de dos metros; por lo tanto, no podía cogerlo sin grandísimo peligro. Todo el mundo reía viendo la lucha del pequeño contra el animal; pero al ver que el niño dejaba la cuerda y se ponía sobre la cofa, los marineros quedaron paralizados por el espanto. Un falso movimiento y caería al puente. Aun cuando cogiera el sombrero no conseguiría bajar.


Información texto

Protegido por copyright
1 pág. / 2 minutos / 693 visitas.

Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Obra Maestra Desconocida

Honoré de Balzac


Cuento


I. GILLETTE

A finales del año 1612, en una fría mañana de diciembre, un joven, pobremente vestido, paseaba ante la puerta de una casa situada en la Rue des Grands—Augustins, en París. Tras haber caminado harto tiempo por esta calle, con la indecisión de un enamorado que no osa presentarse ante su primera amante, por más accesible que ella sea, acabó por franquear el umbral de aquella puerta y preguntó si el maestro Françoise Porbus estaba en casa. Ante la respuesta afirmativa que le dio una vieja ocupada en barrer el vestíbulo, el joven subió lentamente los peldaños, deteniéndose en cada escalón, cual un cortesano inexperto, inquieto por el recibimiento que el rey va a dispensarle. Al llegar al final de la escalera de caracol, permaneció un momento en el rellano, perplejo ante el aldabón grotesco que ornaba la puerta del taller donde, sin lugar a duda, trabajaba el pintor de Enrique IV que María de Médicis había abandonado por Rubens. El joven experimentaba esa profunda sensación que ha debido de hacer vibrar el corazón de los grandes artistas cuando, en el apogeo de su juventud y de su amor por el arte, se han acercado a un hombre genial o a alguna obra maestra. Existe en todos los sentimientos humanos una flor primitiva, engendrada por un noble entusiasmo, que va marchitándose poco a poco hasta que la felicidad no es ya sino un recuerdo, y la gloria una mentira. Entre estas frágiles emociones, nada se parece más al amor que la joven pasión de un artista que inicia el delicioso suplicio de su destino de gloria y de infortunio; pasión llena de audacia y de timidez, de creencias vagas y de desalientos concretos. Quien, ligero de bolsa, de genio naciente, no haya palpitado con vehemencia al presentarse ante un maestro siempre carecerá de una cuerda en el corazón, de un toque indefinible en el pincel, de sentimiento en la obra, de verdadera expresión poética.


Información texto

Protegido por copyright
30 págs. / 52 minutos / 138 visitas.

Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Elixir de Larga Vida

Honoré de Balzac


Cuento


En un suntuoso palacio de Ferrara agasajaba don Juan Belvídero una noche de invierno a un príncipe de la casa de Este. En aquella época, una fiesta era un maravilloso espectáculo de riquezas reales de que sólo un gran señor podía disponer. Sentadas en torno a una mesa iluminada con velas perfumadas conversaban suavemente siete alegres mujeres, en medio de obras de arte, cuyos blancos mármoles destacaban en las paredes de estuco rojo y contrastaban con las ricas alfombras de Turquía. Vestidas de satén, resplandecientes de oro y cargadas de piedras preciosas que brillaban menos que sus ojos, todas contaban pasiones enérgicas, pero tan diferentes unas de otras como lo eran sus bellezas. No diferían ni en las palabras ni en las ideas; el aire, una mirada; algún gesto, el tono, servían a sus palabras como comentarios libertinos, lascivos, melancólicos o burlones.

Una parecía decir:

—Mi belleza sabe reanimar el corazón helado de un hombre viejo.

Otra:

—Adoro estar recostada sobre los almohadones pensando con embriaguez en aquellos que me adoran.

Una tercera, debutante en aquel tipo de fiestas, parecía ruborizarse:

—En el fondo de mi corazón siento remordimientos —decía—. Soy católica, y temo al infierno. Pero te amo tanto ¡tanto! que podría sacrificarte la eternidad.

La cuarta, apurando una copa de vino de Quío, exclamaba:

—¡Viva la alegría! Con cada aurora tomo una nueva existencia. Olvidada del pasado, ebria aún del encuentro de la víspera, agoto todas las noches una vida de felicidad, una vida llena de amor.

La mujer sentada junto a Belvídero lo miraba con los ojos llameantes. Guardaba silencio.

—¡No me confiaría a unos espadachines para matar a mi amante, si me abandonara!— después había reído; pero su mano convulsa hacía añicos una bombonera de oro milagrosamente esculpida.


Información texto

Protegido por copyright
24 págs. / 42 minutos / 221 visitas.

Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Cúpula de los Inválidos

Honoré de Balzac


Cuento


Un hermoso día del mes de junio, entre las cuatro y las cinco, salí de la celda de la calle du Bac donde mi honorable y estudioso amigo, el barón de Werther, me había ofrecido el almuerzo más delicado del que se pueda hacer mención en los castos y sobrios anales de mi estómago; pues el estómago tiene su literatura, su memoria, su educación, su elocuencia; el estómago es un hombre dentro del hombre; y jamás experimenté de modo tan curioso la influencia ejercida por este órgano sobre mi economía mental.

Después de habernos obsequiado amablemente con vinos del Rin y de Hungría, había terminado la comida de amigos haciendo que nos sirvieran vino de Champaña. Hasta aquel momento, su hospitalidad podría considerarse normal, de no ser por su charla de artista, sus relatos fantásticos y, sobre todo, de no ser por nosotros, sus amigos, todos personas de entusiasmo, corazón y pasión.

Hacia el final del almuerzo, nos encontramos todos presas de una dulce melancolía y sumergidos en una absorción bastante lógica en personas que han comido bien. Percatándose de ello, el barón, el excelente crítico, el erudito alemán que, pese a su baronía, lleva la admirable y poética vida de los monjes del siglo XVI en su celda abacial; nuestro monje —digo—, remató su obra de gastrolatría con una auténtica salida de monje.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 8 minutos / 376 visitas.

Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Grande de España

Honoré de Balzac


Cuento


En el momento de la expedición emprendida en 1823—4 por el rey Luis XVIII para salvar a Fernando VII del régimen constitucional, yo me encontraba por casualidad en Tours, camino de España. La víspera de mi marcha, fui al baile en casa de una de las mujeres más amables de esta ciudad en la que, como es sabido, se divertían más que en ninguna otra capital de provincia; y poco antes del souper, pues se soupe aún en Tours, me uní a un grupo de tertulianos en medio del cual, un señor que me resultaba desconocido, contaba una aventura.

El orador, llegado muy tarde al baile, había cenado, según creo, en casa del recaudador general. Al entrar se había incorporado a una mesa de écarté; luego, tras haber pasado varias veces, para alegría de sus contrincantes cuyo equipo perdía, se había levantado, vencido por un subteniente de carabineros; y, para consolarse, había participado en una conversación sobre España, tema habitual de mil disertaciones.

Durante el relato, examiné con un interés involuntario el rostro y la persona del narrador. Era uno de esos seres de mil rostros que se parecen a tantos tipos que el observador queda indeciso, y no sabe si tiene que incluirlos entre las personas de genio modestas o entre los intrigantes subalternos. En primer lugar, estaba condecorado con la cinta roja; pero ese símbolo demasiado prodigado, ya no prejuzga nada a favor de nadie; tenía una chaqueta verde, y a mí no me gustan las chaquetas verdes en un baile, cuando la moda aconseja a todo el mundo llevar traje negro; además llevaba pequeñas hebillas metálicas en los zapatos, en lugar de lazos de seda; su pantalón era de un casimir horriblemente desgastado, y su corbata estaba mal puesta; en definitiva, vi que no le daba demasiada importancia al atuendo ¡podía ser un artista!


Información texto

Protegido por copyright
12 págs. / 21 minutos / 224 visitas.

Publicado el 24 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Bartleby

Herman Melville


Cuento


Soy un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis actividades me han puesto en íntimo contacto con un gremio interesante y hasta singular, del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas judiciales. He conocido a muchos, profesional y particularmente, y podría referir diversas historias que harían sonreír a los señores benévolos y llorar a las almas sentimentales. Pero a las biografías de todos los amanuenses prefiero algunos episodios de la vida de Bartleby, que era uno de ellos, el más extraño que yo he visto o de quien tenga noticia. De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. No hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo en las fuentes originales: en este caso, exiguas. De Bartleby no sé otra cosa que la que vieron mis asombrados ojos, salvo un nebuloso rumor que figurará en el epílogo.


Información texto

Protegido por copyright
39 págs. / 1 hora, 9 minutos / 190 visitas.

Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Vendedor de Pararrayos

Herman Melville


Cuento


Que trueno extraordinario, pensé, parado junto a mi hogar, en medio de los montes Acroceraunianos, mientras los rayos dispersos retumbaban sobre mi cabeza, y se estrellaban entre los valles, cada uno de ellos seguido por irradiaciones zigzagueantes y ráfagas de cortante lluvia sesgada, que sonaban como descargas de puntas de venablos sobre mi bajo tejado. Supongo, me dije, que amortiguan y repelen el trueno, de modo que es mucho más espléndido estar aquí que en la llanura.

¡Atención! Hay alguien a la puerta.

¿Quién es este que elige tiempo de tormenta para ir de visita? ¿Y por qué no usa el llamador, en vez de producir ese lóbrego llamado de agente de pompas fúnebres, golpeando la puerta con el puño? Pero hagamos que entre. Ah, aquí viene.

—Buen día, señor —era un completo desconocido—. Le ruego que se siente.

¿Qué sería esa especie de bastón de extraña apariencia que traía consigo?

—Hermosa tormenta, señor.

—¿Hermosa? ¡Terrible!

—Está empapado. Siéntese aquí junto al hogar, frente al fuego.

—¡Por nada del mundo!

El extraño se erguía ahora en el centro exacto de la cabaña, donde se había plantado desde un comienzo. Su rareza invitaba a un escrutinio escrupuloso. Una figura enjuta, lúgubre. Cabello oscuro y lacio, enmarañado sobre la frente. Sus ojos hundidos estaban rodeados por halos de color índigo, y jugaban con una especie inofensiva de relámpago: un resplandor al que le faltaba el rayo. Todo él chorreaba agua. Estaba de pie sobre un charco en el desnudo piso de roble: su extraño bastón descansaba verticalmente a su lado.


Información texto

Protegido por copyright
8 págs. / 15 minutos / 140 visitas.

Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Visita de J.H. Obereit a las Sanguijuelas del Tiempo

Gustav Meyrink


Cuento


En el cementerio de la parroquia del pequeño pueblo de Runkel, un lugar apartado, como fuera del mundo, descansaba para toda la eternidad el cuerpo de mi abuelo. Su tumba de piedra estaba prácticamente cubierta de musgo y apenas se leía el epitafio. Pero bajo dicho epitafio, tan reciente como si hubiera sido hecho ayer mismo, se ven con absoluta claridad cuatro letras alrededor de una cruz:

V
I
V
O

VIVO. Eso quiere decir "estoy vivo". Ese fue el significado del que recibí noticia cuando leí por primera vez la inscripción, siendo apenas un niño. Una palabra que impresionó tan hondamente mi alma como si el muerto hubiera abandonado su tumba.

VIVO. Estoy vivo. Algo extraño, algo muy raro de ver en una tumba de piedra. Algo que aún hoy, al recordarlo, me provoca un vuelco del corazón. Y siempre, cuando rememoro aquel lejano día de mi infancia, experimento la sensación de que caí en un pozo interminable la primera vez que estuve ante la tumba de mi abuelo. La imaginación me hace ver a mi abuelo —al que no conocí vivo— yaciendo en su tumba, incorrupto a pesar del paso del tiempo, con las manos caídas a lo largo del cuerpo, con sus ojos abiertos y translúcidos como el cristal, inmóviles; alguien que ha escapado de la putrefacción y espera paciente y silencioso el momento de resucitar. He visitado los cementerios de las parroquias de muchos pueblos, guiados mis pasos por un deseo vago, extraño, del que no puedo dar cuenta exacta, solo para leer los epitafios de las tumbas. Únicamente dos veces vi el anagrama de la cruz con la palabra VIVO, una en Danzig y otra en Nuremberg. En ambos casos el nombre del muerto había sido casi borrado por el dedo del tiempo; en ambos casos la palabra VIVO brillaba con toda la fuerza del instinto indomable de la vida.


Información texto

Protegido por copyright
12 págs. / 21 minutos / 74 visitas.

Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

De cómo el Dr. Job Paupersum le Trajo Rosas Rojas a su Hija

Gustav Meyrink


Cuento


En el famoso café de lujo "Stefanie" de Munich, y en altas horas de la noche, se hallaba sentado, rígido, con la mirada perdida, un anciano de aspecto por demás singular. La corbata deshilachada y dejada en absoluta libertad, más la frente poderosa que casi le llegaba hasta la nuca, revelaba al hombre docto, al académico de relevancia. Aparte de una barba plateada y rala que parecía escapada de una pléyade de chinches, cuyo extremo inferior cubría aquella parte central del chaleco donde a los grandes pensadores les suele faltar un botón, el anciano caballero poseía muy poco que valiera la pena mencionarse en cuanto a bienes terrenales. Para decirlo con absoluta precisión: nada.

Tanto más vivificante le resultó, por consiguiente, que ese parroquiano de vestimenta tan mundana y lustroso bigote negro que hasta ese momento estuviera sentado junto a la mesa del rincón de enfrente llevándose a la boca de tanto en tanto un trozo de pescado frío, haciendo gala de un delicado manejo del cuchillo (momentos en los cuales resaltaban aún más los destellos que despedía el brillante del tamaño de una guinda que lucía en el meñique elegantemente estirado), y que entre bocado y bocado lo obsequiara con miradas asaz observadoras, se levantara limpiándose a boca, cruzara el local casi vacío, se inclinara cortésmente ante él y preguntara:

—¿Gustaría el caballero jugar una partida de ajedrez?... ¿Digamos, por un marco la partida?

Fantasmagóricas escenas a todo color, referidas al derroche y la opulencia, se fueron sucediendo rápidamente ante los ojos mentales del académico, y mientras su corazón maravillado murmuraba: "A este bruto me lo manda Dios", sus labios ya le estaban ordenando al camarero que justamente se había acercado para ocasionar, como era su costumbre, una serie de complicadas perturbaciones en el funcionamiento de las bombillas de luz:

—¡Julián, un tablero de ajedrez!


Información texto

Protegido por copyright
13 págs. / 23 minutos / 72 visitas.

Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Juego de los Grillos

Gustav Meyrink


Cuento


—¿Y? —preguntaron los señores al entrar el profesor Goclenius más rápidamente de lo que era su costumbre y visiblemente alterado—. ¿Le entregaron las cartas? ¿Ya está Johannes Skoper viajando de regreso a Europa? ¿Cómo se encuentra? ¿Llegó alguna colección con el correo? —inquirían todos a la vez.

—Solamente esto —dijo el profesor muy serio, colocando sobre la mesa un paquete de hojas manuscritas y un frasquito en el que se podía vez un insecto muerto de color blancuzco y del tamaño de un ciervo volante—. El embajador chino me lo entregó personalmente con la aclaración de que llegó esta mañana vía Dinamarca.

—Me temo que se ha enterado de alguna noticia desagradable sobre nuestro colega Skoper —le cuchicheó al oído un caballero de barba afeitada a un anciano profesor de ondulante melena leonina, director como él en el Museo de Ciencias Naturales, que se había quitado los lentes y observaba con profundo interés el insecto metido en el frasquito.

Era aquel un recinto muy particular, en el que los señores —seis en total, y todos ellos investigadores científicos de la vida de los lepidópteros y coleópteros— se hallaban sentados alrededor de una ancha y larga mesa. La mezcla de los olores de alcanfor y sándalo acentuaba ese clima extrañamente mortuorio que se desprendía de los diodones que pendían de cuerdas fijadas en el cielorraso y que, con sus ojos vidriosos y saltones parecían las cabezas truncadas de espectadores fantasmales, las máscaras diablescas de salvajes tribus insulares, los huevos de avestruz, las bocazas de tiburón y los dientes de narval, los monos derrengados y de otras mil formas y figuras grotescas provenientes de zonas muy lejanas.


Información texto

Protegido por copyright
14 págs. / 25 minutos / 59 visitas.

Publicado el 25 de junio de 2016 por Edu Robsy.

2930313233