Quilapán, tendido con indolencia delante de su rancho, sobre la
hierba muelle de su heredad, contempla con mirada soñadora el lejano
monte, el cielo azul, la plateada serpiente del río que, ocultándose a
trechos en el ramaje oscuro de las barrancas, reaparece más allá, bajo
el pórtico sombrío, cual una novia sale del templo, envuelta en el
blanco velo de la niebla matutina.
Con los codos en el suelo y el cobrizo y ancho rostro en las palmas
de las manos, piensa, sueña. En su nebulosa alma de salvaje flotan vagos
recuerdos de tradiciones, de leyendas lejanas que evocan en su espíritu
la borrosa visión de la raza, dueña única de la tierra, cuya libre y
dilatada extensión no interrumpían entonces fosos, cercados ni
carreteras.
Una sombra de tristeza apaga el brillo de sus pupilas y entenebrece
la expresión melancólica de su semblante. Del cuantioso patrimonio de
sus antepasados sólo le queda la mezquina porción de aquella loma: diez
cuadras de terreno enclavado en la extensísima hacienda, como un islote
en medio del océano.
Y luego, a la vista de la cerca derruida, de las hierbas y malezas
que cubren la hijuela, acuden a su memoria los incidentes y escaramuzas
de la guerra que sostiene con el patrón, el opulento dueño del fundo,
para conservar aquel último resto de la heredad de sus mayores.
¡Qué asaltos ha tenido que resistir! ¡Cuántos medios de seducción,
qué de intrigas y de asechanzas para arrancarle una promesa de venta!
Pero todo se ha estrellado en su tenaz negativa para deshacerse de
ese pedazo de tierra en que vio la luz, donde el sol a la hora de la
siesta tuesta la curtida piel, y desde el cual la vista descubre tan
bellos y vastos horizontes.
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