Textos peor valorados etiquetados como Cuento | pág. 58

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Agustina de Villeblanche o la Estratagema del Amor

Marqués de Sade


Cuento


De todos los extravíos de la naturaleza, el que más ha hecho cavilar, el que más extraño ha parecido a esos pseudofilósofos que quieren analizarlo todo sin entender nunca nada —comentaba un día a una de sus mejores amigas la señorita de Villeblanche, de la que pronto tendremos ocasión de ocuparnos— es esa curiosa atracción que mujeres de una determinada idiosincrasia o de un determinado temperamento han sentido hacia personas de su mismo sexo. Y, aunque mucho antes de la inmortal Safo, y después de ella, no ha habido una sola región del universo, ni una sola ciudad, que no nos haya mostrado a mujeres de ese capricho, y, por tanto, ante pruebas tan contundentes, parecería más razonable, antes que acusar a esas mujeres de un crimen contra la naturaleza, acusar a ésta de extravagancia; con todo, nunca se ha dejado de censurarlas y, sin el imperioso ascendiente que siempre tuvo nuestro sexo, quién sabe si un Cujas, un Bartole o un Luis IX no habrían concebido la idea de condenar también al fuego a esas sensibles y desventuradas criaturas, como bien se cuidaron de promulgar leyes contra los hombres que, propensos al mismo tipo de singularidad y con razones tan igualmente convincentes, han creído bastarse entre ellos y han opinado que la unión de los sexos, tan útil para la propagación, podía muy bien no ser de tanta importancia para el placer. Dios no quiera que nosotras tomemos partido alguno en todo ello…, ¿verdad, querida? —continuaba la hermosa Agustina de Villeblanche, mientras daba a su amiga besos un tanto delatadores—.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Alain el Gentil: Soldado

Marcel Schwob


Cuento


Sirvió al rey Carlos VII desde la edad de doce años, como arquero, después de que gente de guerra se lo llevara consigo del llano país de Normandía. Y se lo llevaron de esta manera. Mientras se incendiaba las granjas, se desollaba las piernas de los labradores a cuchillazos y se volteaba a las muchachas en catres de tijera, desvencijados, el pequeño Alain se había acurrucado en una vieja pipa de vino desfondada a la entrada del lagar. La gente de guerra volcó la pipa y encontró un muchachito. Se lo llevaron con sólo su camisa y su atrevido brial. El capitán hizo que le dieran un pequeño jubón de cuero y un viejo capuchón que provenía de la batalla de Saint Jacques. Perrin Godin le enseñó a tirar con el arco y a clavar con limpieza su saeta en el blanco. Pasó de Bordeaux a Angouléme y del Poitou a Bourges, vio Saint Pourcaín, donde estaba el rey, franqueó los lindes de Lorraine, visitó a Toul, volvió a Picardie, entró en Flandres, atravesó Saint Quentin, dobló hacia Normandie, y durante veintitrés años recorrió Francia en compañía armada, tiempo en el cual conoció al inglés Jehan Poule—Cras, por quien supo cuál era la manera de jurar por Godon, a Chiquerello el Lombardo, quien le enseñó a curar el fuego de San Antonio y a la joven Ydre de Laon, de quien aprendió cómo debía bajarse las bragas.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Amigas de Pensionado

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Hijas de padres ricos, Félicienne y Georgette ingresaron, siendo muy niñas aún, en el célebre pensionado de la señorita Barbe Désagrémeint.

Allí —aunque las últimas gotas del destete humedecieran todavía sus labios—, las unió pronto una amistad profunda, basada en su coincidencia respecto a las naderías sagradas del tocado. De la misma edad y de un encanto de la misma índole, la paridad de instrucción sabiamente restringida que recibieron juntas consolidó su afecto. Por otra parte, ¡oh misterios femeninos!, al punto e instintivamente, a través de las brumas de la tierna edad, habían sabido que no podían hacerse sombra.

De clase en clase, no tardaron en advertir, por mil detalles de sus modales, la estima laica en que se tenían ellas mismas y que habían heredado de los suyos: lo indicaba la seriedad con que comían sus rebanadas de pan con mantequilla de la merienda. De modo que, casi olvidadas de sus familias, cumplieron dieciocho años casi simultáneamente, sin que ninguna nube hubiese nunca turbado el azul de su mutua simpatía, que, por otra parte, daba solidez a la exquisita terrenalidad de sus naturalezas, y por otro, idealizaba, si podemos decirlo, su “honradez” de adolescentes.

Bruscamente, habiendo la Fortuna conservado su deplorable carácter versátil, y como no existe nada estable en este mundo, ni siquiera en los tiempos modernos, sobrevino la Adversidad. Sus familias, radicalmente arruinadas en menos de cinco horas por La Gran Quiebra, tuvieron que sacarlas rápidamente del pensionado, donde, por lo demás, la educación de ambas señoritas podía considerarse como terminada.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Angeline o la Casa Encantada

Émile Zola


Cuento


I

Hace cerca de dos años, iba en bicicleta por un camino desierto del lado de Orgeval, más allá de Poissy, cuando la brusca aparición de una vivienda a orillas del camino me sorprendió de tal forma que salté de la bicicleta para contemplarla mejor. Se trataba, bajo el cielo gris de noviembre y el viento frío que barría las hojas secas, de una casa de ladrillo sin gran personalidad, en medio de un vasto jardín plantado de árboles viejos. Pero lo que la hacía extraordinaria, con una rareza arisca que oprimía el corazón, era el horrible abandono en el que se encontraba. Y como un batiente de la reja estaba arrancado, como un enorme rótulo, desteñido por la lluvia, anunciaba que la propiedad estaba en venta, entré en el jardín, cediendo a una curiosidad mezclada de angustia y malestar.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Aniversario

Joaquim Ruyra


Cuento


El abuelo Guixer era un viejecito de piernas baldadas, antiguo pescador, que se pasaba las horas cantando a veces, otras renegando (este era un dejo del oficio), rezando otras, pero siempre conservándose bonachón y candoroso como un niño. Más pulido era que una azucena; y daba gozo verle, entrado el verano, en el patio de su casa, bajo el emparrado; sus cabellos blancos eran parecidos a la espuma del jabón, su caraza fresca y encendida, su camisa de hilo, basta, fulgurando de limpieza y esparciendo el olor doméstico de la colada, los brazos arremangados, las manos activas, entretejiendo juncos o aderezando cuerdas. No había hombre más experto en quisicosas de pescar. Labraba nasas, garbitanas, palangres, mangas… Y él con sus artes, y la mujer haciendo charlar de sol a sol los bolillos en la almohadilla de encajes, sin detenerse más que lo preciso para acudir en un santiamén a los menesteres de la casa, vivían con suficiente holgura.

Yo, aficionado a la pesca, con la excusa de llevar a componer un volantín o la faz de una nasa, visitaba con frecuencia al buen hombre. Al cabo fuimos excelentes camaradas.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Antonia

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Íbamos a menudo a casa de la Duthé: allí hablábamos
de moral y otras veces hacíamos cosas peores.
—El Príncipe de Ligne

Antonia vertió agua helada en un vaso y puso en él su ramo de violetas de Parma:

—¡Adiós a las botellas de vino de España! —dijo.

E, inclinándose hacia un candelabro, encendió, sonriendo, un papelito liado con una pizca de phëresli; este movimiento hizo brillar sus cabellos, negros como el carbón.

Toda la noche habíamos estado bebiendo jerez. Por la ventana, abierta sobre los jardines de la villa, oíamos el rumor de las hojas.

Nuestros bigotes estaban perfumados con sándalo, y, también, Antonia nos dejaba coger las rosas rojas de sus labios con un encanto a la vez tan sincero que no despertaba ningún tipo de celos. Alegre, se contemplaba luego en los espejos de la sala; cuando se volvía hacia nosotros, con aires de Cleopatra, era para verse en nuestros ojos.

En su joven seno había un medallón de oro mate, con sus iniciales en pedrería, sujeto con una cinta de terciopelo negro.

—¿Símbolo de luto? Ya no lo amas.

Y como la abrazaran, ella dijo:

—¡Vean!

Separó con sus finas uñas el cierre de la misteriosa joya: el medallón se abrió. Allí dormía una sombría flor de amor, un pensamiento, artísticamente trenzado con cabellos negros.

—¡Antonia!… según esto, ¿tu amante debe ser algún joven salvaje encadenado por tus malicias?

—¡Un cándido no daría, tan ingenuamente, semejantes muestras de ternura!

—¡No está bien mostrarlo en momentos de placer!

Antonia estalló en una carcajada tan primorosa, tan gozosa, que tuvo que beber, precipitadamente, entre sus violetas, para no ahogarse.

—¿No es necesario tener cabellos en un medallón?… ¿cómo testimonio?… —dijo ella.

—¡Naturalmente! ¡Sin duda!


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Aventura Incomprensible Pero Atestiguada por Toda una Provincia

Marqués de Sade


Cuento


Todavía no hace cien años, en varios lugares de Francia perduraba aún la absurda creencia de que, entregando el alma al diablo, con ciertas ceremonias tan crueles como fanáticas, se conseguía de ese espíritu infernal todo lo que se deseara, y no ha pasado un siglo desde que la aventura que, relacionada con esto, vamos a narrar, tuvo lugar en una de nuestras provincias meridionales, donde todavía está atestiguada hoy en día por los registros de dos ciudades y respaldada por testimonios muy apropiados para convencer a los incrédulos. El lector puede creerla o no, hablamos solamente después de haberla verificado; por supuesto no le garantizamos el hecho, pero le certificamos que más de cien mil almas lo creyeron y que más de cincuenta mil pueden corroborar en nuestros días la autenticidad con que está consignada en registros solventes. Nos dará permiso para disfrazar la provincia y los nombres.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Birouk

Iván Turguéniev


Cuento


Regresaba de cazar, solo, en drochka. Para llegar a mi casa faltaban aún ocho verstas. Mi buena yegua recorría con paso igual y rápido el camino polvoriento, aguzaba las orejas y de vez en cuando soltaba un relincho en seguida sofocado.

Mi perro nos seguía a medio paso de las ruedas traseras. En el aire se olía la tormenta.

Lentamente, frente a mí, se levantaba una nube violácea, por encima del bosque; vapores grises corrían a mi encuentro, las hojas de los sauces se removían susurrantes.

El calor, hasta entonces sofocante, dejó paso a una frescura húmeda, penetrante.

Espoleé a la yegua, descendí al barranco, atravesé el lecho desecado, cubierto de espinos, y al cabo de algunos minutos me interné en el bosque.

El camino serpenteaba entre masas de nogales y avellanos; reinaba profunda oscuridad, y yo avanzaba al azar.

Mi pequeño vehículo chocaba contra las raíces nudosas de tilos y encinas centenarias, o bien se hundía en las huellas dejadas por otros carros.

La yegua empezó a sentir miedo.

Un viento impetuoso vino a penetrar en el bosque, ruidosamente, y sobre las hojas caían gruesas gotas de agua. Un relámpago cruzó el firmamento y le siguió el estampido de un trueno.

La lluvia se convirtió en un verdadero torrente, que me obligó a reducir la marcha; mi yegua se embarraba; yo no veía a dos pasos de mí.

Me guarecí en el follaje.

Acurrucado, tapada la cara, me armé de paciencia para aguardar el fin de la tormenta.

Al resplandor de un relámpago, distinguí a un hombre en el camino. Venía hacia donde yo me hallaba.

—¿Quién eres? —me preguntó con voz atronadora.

—¿Y tú?

—Soy el guardabosque.

Y cuando me hube identificado:

—¡Ah!, ya sé, ibas a tu casa —dijo.

—¿Oyes la tormenta?

—Es tremenda —respondió la voz.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Blandine y Pointu

Jules Renard


Cuento


—¿Qué edad tiene usted, Blandine?

—Treinta y siete años, señor. No soy de la última nidada de agosto.

—¿Dónde nació usted?

—En Lormes, en la Nièvre.

—¿Pasó allí la infancia?

—Sí, señor. Primero guardé ocas. Luego guardé ovejas. Más tarde guardé vacas. Después una prima mía me colocó como criada en París. Tuve más de veinte patrones antes que usted. El señor Rollin no me pagaba. Si es cierto que hay malos criados, también hay malos patrones.

—¿Dónde están sus informes?

—Los tiro. De no hacerlo, tendría montones de esos papeles sucios que no sirven para nada. Sólo guardo mi partida de nacimiento y mi libreta de ahorros.

—¿Cuánto tiene en la Caja de ahorros?

—Novecientos francos, señor.

—¡Caray! Es usted más rica que yo. ¿Ha vuelto usted con frecuencia al pueblo?

—Una vez, señor.

—¿A casa de sus padres?

—No, señor. Mi madre murió al nacer yo.

—¿Y su padre?

—Mi padre debe estar muerto también.

—¡Cómo debe estar muerto también! ¿No lo sabe?

—Me temo que así sea. Cuando fui estaba ya muy viejo y muy enfermo. Debe estar muerto. Sí, seguramente está muerto.

—¿No le escribe usted nunca?

—Me molesta escribir a través de extraños.

—¿Y nadie le envía noticias del pueblo?

—Nadie tiene mi dirección. Como cambio con frecuencia de patrón…

—¿Tiene hermanos y hermanas?

—Tengo un hermano mayor y un montón de medio hermanos y medio hermanas, cinco o seis, hijos de la segunda esposa de mi padre. Todos trabajan en las granjas de los pueblos vecinos. Son aún más palurdos que yo y no han visto nunca el sol.

—¿Y no se preocupan por usted?

—No me conocen. Fue mi tío el que me crió.

—¿Y su tío se ocupa de usted?


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Cantiga de los Esponsales

J. M. Machado de Assis


Cuento


Imagine la lectora que está en 1813, en la iglesia de Carmo, oyendo una de aquellas buenas fiestas antiguas, que eran la mayor diversión pública y lo mejor del arte musical. Sabe cómo es una misa cantada; puede imaginar lo que sería una misa cantada en aquellos años remotos. No llamo su atención hacia los curas y sacristanes, ni hacia el sermón, ni hacia los ojos de las jóvenes cariocas, que ya eran bonitas en aquel tiempo, ni hacia las mantillas de las señoras graves, las casacas, las cabelleras, las cortinas, las luces, los inciensos, nada. Ni siquiera hablo de la orquesta, que es excelente; me limito a mostrarle una cabeza blanca, la cabeza de ese viejo que dirige la orquesta con alma y devoción.

Se llama Román Pires. Tendrá sesenta años, no menos en todo caso, nació en el Valongo, o por esos lados. Es un buen músico y un buen hombre; todos los colegas lo quieren.

El maestro Román es su nombre familiar; y decir familiar o público era la misma cosa en tal materia y en aquellos tiempos. “La misa será dirigida por el maestro Román”, equivalía a esta forma de anuncio, años después: “Entra en escena el actor João Caetano”. O a esta: “El actor Martinho cantará una de sus mejores arias”. Era la sazón adecuada, el aliciente delicado y popular. ¡El maestro Román dirige la fiesta! ¿Quién no conocía al maestro Román, con su aire circunspecto, recatado el mirar, sonrisa triste y paso lento? Todo esto desaparecía al frente de la orquesta; y entonces la vida se derramaba por todo el cuerpo y todos los gestos del maestro; la mirada se encendía, la sonrisa se iluminaba: era otro. No significaba esto que él fuera el autor de las misas; esta, por ejemplo, que ahora dirige en el Carmo es de João Mauricio; pero él se aplica a su trabajo poniendo en ello el mismo amor que pondría si fuera suya.


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Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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