Textos peor valorados etiquetados como Cuento | pág. 66

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La Incomprendida

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


A Jules Destrée

No golpees nunca a una mujer, ni siquiera con una flor.
—El Corán

Cuando se abrían las últimas rosas de la pasada primavera, Geoffroy de Guerl, llevando con él, de París, a su primera preferida, Simone Liantis, alquiló, a orillas del Loire, una alegre quinta, amueblada al estilo Luis XVI y con jardín cercado, donde unas lijas muy altas, encerrando una vasta extensión central de verdor, se entrecruzaban en largos viales hasta el espacio abierto. Cerca, en las laderas de pequeñas colinas, crecía una espesura de maleza y de fresnos, enrojecidos ahora por el otoño, que parecía lanzar soledad hacia la casa.

A los veinte años —y sólo con unos siete mil francos de renta—, ponerse a vivir con una elegante, con aquella esbelta morena de viva mirada, tez de jazmín y rasgos finos y duros, suponía una locura, ¿no es verdad? Ciertamente. Pero si el señor de Guerl era un gallardo mozo, de maneras amables, famoso por su valor y dotado de un espíritu de artista, un clarividente sentimentalismo lo defendía —armadura oculta, pero a toda prueba— de todas las amorosas concesiones susceptibles de arrastrar a esenciales caídas.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Lección de Canto

Katherine Mansfield


Cuento


Desesperada, con una desesperación gélida e hiriente que se clavaba en el corazón como una navaja traidora, la señorita Meadows, con toga y birrete y portando una pequeña batuta, avanzó rápidamente por los fríos pasillos que conducían a la sala de música. Niñas de todas las edades, sonrosadas a causa del aire fresco, y alborotadas con la alegre excitación que produce llegar corriendo a la escuela una espléndida mañana de otoño, pasaban corriendo, precipitadas, empujándose; desde el fondo de las aulas llegaba el ávido resonar de las voces; sonó una campana, una voz que parecía la de un pajarillo llamó: «Muriel». Y luego se oyó un tremendo golpe en la escalera, seguido de un clong, clong, clong. Alguien había dejado caer las pesas de gimnasia.

La profesora de ciencias interceptó a la señorita Meadows.

—Buenos días —exclamó con su pronunciación afectada y dulzona—. ¡Qué frío!, ¿verdad? Parece que estamos en invierno.

Pero la señorita Meadows, herida como estaba por aquel puñal traicionero, contempló con odio a la profesora de ciencias. Todo en aquella mujer era almibarado, pálido, meloso. No le hubiera sorprendido lo más mínimo ver a una abeja prendida en la maraña de su pelo rubio.

—Hace un frío que pela —respondió la señorita Meadows, taciturna.

La otra le dirigió una de sus sonrisas dulzonas.

—Pues tú parece que estás helada —dijo. Sus ojos azules se abrieron enormemente, y en ellos apareció un destello burlón. (¿Se habría dado cuenta de algo?)

—No, no tanto —respondió la señorita Meadows, dirigiendo a la profesora de ciencias, en réplica a su sonrisa, una rápida mueca, y prosiguiendo su camino…


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Ley del Talión

Marqués de Sade


Cuento


Un honesto burgués de la Picardía, descendiente tal vez de uno de aquellos ilustres trovadores de las riberas del Oise o del Somme, cuya olvidada existencia acaba de ser rescatada de las tinieblas apenas hace diez o doce años por un gran escritor de este siglo; un burgués bueno y honrado, repito, vivía en la ciudad de San Quintín, tan célebre por los grandes hombres que ha dado a la literatura, y vivían allí honradamente él, su mujer y una prima en tercer grado, religiosa en un convento de la ciudad. La prima en tercer grado era una muchacha morena, de ojos vivaces, nariz respingona y esbelto talle. Fastidiada por tener veintidós años y por ser religiosa desde hacía ya cuatro, la hermana Petronila, pues ese era su nombre, poseía además una bonita voz y mucho más temperamento que religión. En cuanto a Esclaponville, que así se llamaba nuestro burgués, era un joven gordinflón de unos veintiocho años a quien por encima de todo le gustaba su prima y no tanto, ni muchísimo menos, la señora de Esclaponville, pues venía acostándose con ella desde hacía ya diez años y un hábito de diez años resulta verdaderamente funesto para el fuego del himeneo. La señora de Esclaponville —hay que hacer su descripción, pues, ¿qué ocurriría si no cuidásemos las descripciones en un siglo en el que sólo hay demanda de cuadros, en el que incluso una tragedia puede no ser aceptada si los vendedores de telones no ven en ella seis cambios de decorado, por lo menos—; la señora de Esclaponville, repito, era una rubianca algo insípida pero blanca como la nieve, con unos ojos bastante bonitos, algo entrada en carnes y con esos mofletes que se suelen atribuir a una buena vida.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Llave

Jules Renard


Cuento


La vieja es vieja y avara; el viejo es aún más viejo y más avaro. Pero ambos temen por igual a los ladrones. A cada instante del día se preguntan:

—¿Tienes tú la llave del armario?

—Sí.

Eso los tranquiliza un poco. Guardan la llave alternativamente y llegan a desconfiar el uno de la otra. La vieja la esconde principalmente en el pecho, entre la camisa y la piel. ¡Cuántas cosas no desata para poder introducirla en las fundas de sus senos inútiles!

El viejo la esconde unas veces en los bolsillos abotonados del pantalón y otras en los del chaleco, medio cosidos, que palpa con frecuencia. Pero al final, esos escondites que son siempre los mismos les han parecido cada vez menos seguros, y él acaba de encontrar un nuevo escondite del que se siente satisfecho.

La vieja le pregunta como de costumbre:

—¿Tienes tú la llave del armario?

El viejo no responde.

—¿Estás sordo?

El viejo hace gesto de que no está sordo.

—¿Se te ha perdido la lengua? —dice la vieja.

Lo mira inquieta. Tiene los labios cerrados y las mejillas hinchadas. Sin embargo, su expresión no es la de un hombre que se hubiera quedado mudo de repente, y sus ojos expresan más picardía que espanto.

—¿Dónde está la llave? —dice la vieja—; ahora me toca guardarla a mí.

El viejo sigue moviendo la cabeza con aire satisfecho, con las mejillas a punto de reventar.

La vieja comprende. Se lanza con agilidad, agarra por la nariz al viejo, le abre por la fuerza —con riesgo de que la muerda— la boca de par en par, introduce en ella los cinco dedos de su mano derecha y saca la llave del armario.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Marquesa

George Sand


Cuento


I

La marquesa de R… no poseía demasiado talento, aunque se dé por sentado en literatura que todas las mujeres mayores deben chispear de ingenio. Su ignorancia era absoluta respecto a los temas que las relaciones sociales no le habían enseñado. Tampoco poseía la excesiva delicadeza de expresión, la penetración exquisita o el maravilloso tacto que distinguen, según dicen, a las mujeres que han vivido mucho. Al contrario, era atolondrada, brusca, franca e incluso a veces cínica. Invalidaba por completo todas las ideas que yo me había forjado respecto a una marquesa de los buenos tiempos. Sin embargo, era marquesa y había frecuentado la corte de Luis XV; pero como, desde entonces, había tenido un carácter excepcional, les ruego que no busquen en su historia un estudio serio de las costumbres de la época. La sociedad me parece tan difícil de conocer bien y de describir en cualquier época, que no quiero intentarlo en absoluto. Me limitaré a contarles los hechos particulares que establecen relaciones de simpatía irrefragable entre los hombres de todas las sociedades y de todos los siglos.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Más Bella Cena del Mundo

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


¡Un golpe del Comendador!
¡Una puñalada trapera!

—Antiguo refrán

Xanthus, el maestro de Esopo, declaró, por sugerencia del fabulista, que, si él había apostado que se bebería el mar, no había apostado beber también los ríos que «entran en su interior», para utilizar el gracioso francés de nuestros traductores universitarios.

Ciertamente, tal escapatoria era muy sagaz; pero, con la ayuda del Espíritu del progreso, ¿no sabríamos encontrar, hoy en día, otras semejantes? Por ejemplo:

«Retiren de antemano los peces, ya que no están comprendidos en la apuesta; ¡filtren! Una vez hecha esta reducción, la cosa es fácil.»

O mejor aún:

«Yo he apostado que me beberé el mar, de acuerdo; ¡pero no de un solo trago! El sabio no debe nunca precipitarse en sus acciones: bebo lentamente. Por lo tanto, será una gota cada año, ¿no es verdad?»

Resumiendo, pocos compromisos hay que no puedan ser mantenidos de alguna manera… y esta manera podría calificarse de filosófica.

—«¡La más bella cena del mundo!»

Tales expresiones utilizó, formalmente, el letrado Percenoix, el ángel de la Enfiteusis, para definir, de un modo conciso, la comida que se proponía ofrecer a los notables de la pequeña ciudad de D…, en la que tenía su despacho desde hacía treinta años o más.

Sí. Fue en el círculo —la espalda al fuego, los faldones de su levita bajo los brazos, las manos en los bolsillos, los hombros estirados y sin relieve, los ojos en el cielo, las cejas levantadas, los lentes de oro en las arrugas de su frente, el birrete hacia atrás, la pierna derecha plegada sobre la izquierda y la punta de su zapato embetunado que apenas tocaba tierra—, donde pronunció esas palabras.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Mirada del Pobre

Joaquim Ruyra


Cuento


Aprisa, muy aprisa subía un día por la Rambla con un amigo. Los dos nos habíamos acalorado, gesticulábamos sin cesar, gritábamos de lo lindo. Nos habíamos enzarzado en una disputa sobre un punto científico; uno y otro quería llevar razón a todo trance. Creo que llegamos aun al insulto; yo… dicho sea en honor de la verdad… más de una vez sentí la tentación de acabar la contienda a puñetazo limpio.

En lo más vivo de nuestro arrebato, al doblar una esquina, noto que me tiran de la americana. Vuelvo la cara… y veo a un pobre cubierto de mugre, harapiento, que me sujetaba fuertemente y me tendía una mano. ¡Bonita ocasión para atenderle!

—Otro día será, hermano… que Dios le asista.

Pero el pobre no me soltaba. Era un mozo de cara atontada, barbilampiño, con el cuello surcado de tumores y la cara abotargada y amarillenta, muy amarilla, de un matiz brillante como la grasa de gallina.

—Por amor de Dios… por amor de Dios —iba diciendo.

—Váyase con mil diablos… —exclamé fuera de mí, y de un tirón desasime de él.

El pobre quedó entonces inmóvil como una estatua, con la mano todavía tendida, dirigiéndome una mirada llena de desolación y lágrimas.

Volví la espalda, y continué la discusión con mi amigo, pero ya sin arrestos, sintiendo un peso en el corazón que me quitaba todo prurito de locuacidad. La mirada del pobrecillo permanecía grabada en lo más hondo de mi imaginación. ¡Y era la mirada tan dolorosa, tan desamparada! Si el mendigo se hubiese enojado, y hubiese prorrumpido en unas desvergüenzas, inmediatamente olvidara yo la escena; pero nada de eso, el desdichado no manifestó la cólera más leve, ni sus ojos habían expresado la menor reprimenda; sólo revelaron una gran amargura, una larga desolación.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Mojigata

Marqués de Sade


Cuento


El señor de Sernenval, que rondaba los cuarenta años de edad, contaba con unas doce o quince mil libras de renta que gastaba con toda tranquilidad en París, y no ejercía ya la carrera de comercio que antaño había estudiado con miras a conseguir un cargo de regidor. Hacía algunos años había contraído matrimonio con la hija de uno de sus antiguos colegas, cuando ella tenía unos veinticuatro años. No había otra mujer con tanta frescura, con tanta lozanía y tan rellenita como la señora de Sernenval. Aunque no tuviera el físico de las Gracias, resultaba tan apetecible como la mismísima madre del amor, y aunque su apariencia no fuera precisamente el de una reina, emanaba de ella tanta voluptuosidad, con esos ojos tan amorosos y lánguidos, esa boca tan hermosa, esos senos tan redonditos y firmes, que era una de las mujeres más atrayentes de París.

Sin embargo, la señora de Sernenval, tan atractiva como era, adolecía de un defecto insoportable: una infinita mojigatería, una beatería irritante y una actitud tan ridículamente pudorosa que raramente su marido podía convencerla para que se dejara ver en público en su compañía. Tampoco era frecuente que accediera a pasar la noche con él, y cuando se dignaba a otorgarle este placer, lo hacía siempre con el máximo recato, vestida con un horrible camisón del que no se despojaba jamás. Únicamente le permitía la entrada a través de una abertura realizada artísticamente, a tal efecto, en el pórtico del Himeneo, y siempre con la condición de que no intentara ningún otro contacto ni tocamiento deshonesto.

Él respetaba con resignación los pudorosos límites que ella le imponía para evitar que montara en cólera, y por miedo a perder el favor de su mujer, a la que adoraba, aunque tanta mojigatería le resultaba ridícula; por eso, de vez en cuando, intentaba sermonearla.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Mosca

Katherine Mansfield


Cuento


—Pues sí que está usted cómodo aquí —dijo el viejo señor Woodifield con su voz de flauta. Miraba desde el fondo del gran butacón de cuero verde, junto a la mesa de su amigo el jefe, como lo haría un bebé desde su cochecito. Su conversación había terminado; ya era hora de marchar. Pero no quería irse. Desde que se había retirado, desde su… apoplejía, la mujer y las chicas lo tenían encerrado en casa todos los días de la semana excepto los martes. El martes lo vestían y lo cepillaban, y lo dejaban volver a la ciudad a pasar el día. Aunque, la verdad, la mujer y las hijas no podían imaginarse qué hacía allí. Suponían que incordiar a los amigos… Bueno, es posible. Sin embargo, nos aferramos a nuestros últimos placeres como se aferra el árbol a sus últimas hojas. De manera que ahí estaba el viejo Woodifield, fumándose un puro y observando casi con avidez al jefe, que se arrellanaba en su sillón, corpulento, rosado, cinco años mayor que él y todavía en plena forma, todavía llevando el timón. Daba gusto verlo.

Con melancolía, con admiración, la vieja voz añadió:

—Se está cómodo aquí, ¡palabra que sí!

—Sí, es bastante cómodo —asintió el jefe mientras pasaba las hojas del Financial Times con un abrecartas. De hecho estaba orgulloso de su despacho; le gustaba que se lo admiraran, sobre todo si el admirador era el viejo Woodifield. Le infundía un sentimiento de satisfacción sólida y profunda estar plantado ahí en medio, bien a la vista de aquella figura frágil, de aquel anciano envuelto en una bufanda.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Muerte de Odjigh

Marcel Schwob


Cuento


En aquellos tiempos la raza humana parecía a punto de morir, el orbe solar tenía la frialdad de la luna, un invierno eternal agrietaba el suelo, las montañas que nacieran vomitando las llameantes entrañas de la tierra, estaban grises de lava congelada. Ranuras paralelas o en forma de estrellas cruzaban las comarcas; prodigiosas grietas abiertas de pronto se tragaban las cosas en brusco descenso, y podían verse deslizar lentamente hacia ellas hileras de bloques erráticos. El aire oscuro estaba salpicado de agujillas transparentes; una blancura siniestra cubría los campos; la universal irradiación de plata parecía secar el mundo. Ya no había vegetación, sólo pocas manchas de líquen pálido sobre las rocas. La osamenta del globo se había despojado de su carne, hecha de tierra, y las llanuras se extendían como esqueletos. La muerte invernal atacaba la vida inferior; los animales del mar habían perecido presos en los hielos; luego murieron los insectos que hormigueaban sobre las plantas trepadoras, los animales que transportaban sus crías en bolsas del vientre y los seres casi voladores que poblaban las grandes selvas; hasta donde alcanzaba la vista no había árboles ni nada verde, sólo quedaba vivo lo que habitaba cavernas o cuevas.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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