Textos peor valorados etiquetados como Cuento | pág. 67

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La Mujer del Almacén

Katherine Mansfield


Cuento


Durante todo el día hizo un calor terrible. El suelo levantaba un viento cálido, que silbaba entre los montecillos de hierba y se arrastraba por todo el camino, empujando. El blanco polvo calcáreo se elevaba en remolinos, impulsado por el viento, envolviéndonos la cara y posándose sobre nuestros cuerpos como otra piel reseca e irritante. Los caballos iban con paso lento, resoplando. El que llevaba la carga estaba enfermo, con una gran llaga abierta que hería su vientre. De vez en cuando se detenía en seco, giraba la cabeza para mirarnos, como a punto de llorar, ¿relinchando? Cientos de alondras gemían en el aire. El cielo se había teñido de un color brilloso y los gemidos de las alondras me parecieron los que hacía la tiza al escribir en un pizarrón. Se veía sólo una extensión de manojos de hierba, una fila tras otra de montones de hierba, con alguna flor púrpura perdida o zarzas secas cubiertas de telarañas densas.

Jo cabalgaba adelante. Llevaba una camisa azul de tela gruesa, pantalones de pana y botas altas de montar. Un pañuelo blanco con lunares rojos —parecía que acababa de limpiarse la sangre de las narices— le rodeaba el cuello. Bajo las alas anchas de su sombrero se veían mechones de cabellos blancos; sus cejas y el bigote estaban cubiertos de polvo. Jo cabalgaba balanceándose muy suelto sobre la silla y se quejaba de tanto en tanto. Ni una sola vez en el día, cantó aquello que decía:

“No me interesa, porque verás, tengo a mi suegra siempre delante”.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Mujer Vengada

Marqués de Sade


Cuento


Remontémonos a las épocas gloriosas en las que Francia tenía numerosos señores feudales que gobernaban despóticamente sus dominios, en vez de treinta mil esclavos envilecidos ante un solo rey. Cerca de Fimes vivía el señor de Longeville, en su vasto feudo, con una castellana morena, no demasiado bella, pero muy impulsiva, avispada y sumamente amante de los placeres. Ella contaba con unos veinticinco o veintisiete años de edad y él, como mucho, treinta; pero, como llevaban casados ya diez años, cada uno hacía lo que podía con objeto de procurarse las distracciones necesarias para aplacar el tedio matrimonial. La población, o más bien el villorrio de Longeville, no ofrecía excesivos estímulos; sin embargo, desde hacía dos años él se las arreglaba discreta y satisfactoriamente con una campesina de dieciocho años, tranquila y cariñosa, llamada Louison. La agradable tórtola acudía cada noche a los aposentos de su señor a través de una escalera secreta, construida a tal efecto en una de las torres, y por la mañana levantaba el vuelo antes de que la señora entrara en la alcoba de su marido, cosa que solía hacer a la hora del almuerzo.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Pavura

Joaquim Ruyra


Cuento


De camino para una masía de la Selva, donde me aguardaban los míos, hube de retrasarme por motivos que no es preciso narrar. El sol caía bastante bajo cuando llegué al molino del Olmo, que distaba aún tres horas del término de mi viaje; mas a pesar de que no andaba sobrado de tiempo, hube de detenerme a beber, y me senté en una piedra, junto al río, a descansar un instante, fumando un cigarrillo.

El molino del Olmo no trabaja desde hace muchos años. Es un caserón inhabitado, o mejor una ruina inhabitable, porque buena parte de las paredes se ha convertido en escombros, y los tejados y techos no se mantienen más que a pedazos. Crecen en el interior espontáneos arbustos, y la viña salvaje asoma sus pámpanos a la ventana. La presa, reblandecida y usada, deja escapar desdeñosamente las aguas murmuradoras. La ancha turbina se pudre inmóvil sobre la acequia enjuta; las arañas la cubren de telas sutiles, y los bardales de las márgenes la llenan de briznas y hojarasca. Cuando uno recuerda que en otros tiempos esta rueda movía una complicada maquinaria, e imagina el ronco son de las muelas, correas y engranajes, el tráfago de los molineros, las teorías de carros que henchían los patios, la música de los cascabeles, el chasquido de las zurriagas y los gritos de los carreteros que animaban todo el valle, no puede menos de lamentar la ruina y el silencio presentes. Ahora estos parajes permanecen desiertos y silvestres. Crece la hierba en los caminos; ha desaparecido el surco de los carros. Nadie transita de ordinario por estos senderos. El sol mira hacia acá días y días y meses sin descubrir figura humana, y desaparece al morir la tarde en medio de un silencio mortal.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Perla de Toledo

Prosper Mérimée


Cuento


¿Quién me dirá si el Sol es más bello en el amanecer que en el ocaso? ¿Quién me dirá del olivo y el almendro cuál es el más bello árbol? ¿Quién me dirá entre el valenciano y el andaluz cuál es el más bravo? ¿Quién me dirá cuál es la más bella de las mujeres?

—Yo le diré cuál es la más bella de las mujeres: es Aurora de Vargas, la Perla de Toledo.

El Negro Tuzani ha pedido su lanza, ha pedido su escudo: su lanza la coge con la mano derecha; su escudo pende de su codo. Desciende a su caballeriza y considera a sus cuarenta jumentos, uno detrás de otro. Dice:

—Berja es la más vigorosa: sobre su larga grupa traeré a la Perla de Toledo o, por Alá, Córdoba no volverá a verme jamás.

Parte, cabalga, llega a Toledo, y encuentra a un anciano cerca de Zacatín.

—Anciano de la barba blanca, lleva esta carta a don Guttiere, a don Guttiere de Saldaña. Si es hombre vendrá a combatir contra mí cerca de la fuente de Almami. La Perla de Toledo debe pertenecer a uno de nosotros.

Y el anciano ha tomado la carta, la ha tomado y la ha llevado al conde de Saldaña cuando jugaba al ajedrez con la Perla de Toledo. El Conde ha leído la carta, ha leído el desafío, y con su mano ha golpeado la mesa tan fuerte que todas las piezas se han tumbado. Y se levanta y pide su lanza y su buen caballo; y la Perla también se ha levantado toda temblorosa, pues ha comprendido que él iba a un duelo.

—Señor Guttiere, don Guttiere Saldaña, quédese, se lo ruego, y juegue otra vez conmigo.

—No jugaré más al ajedrez; quiero jugar el juego de las lanzas en la fuente de Almami.

Y los lloros de Aurora no pudieron pararlo, pues nada para a un caballero que acude a un duelo. Entonces la Perla de Toledo toma su manto, monta sobre su mula y se dirige a la fuente de Almami.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Petición

Jules Renard


Cuento


En el gran patio de la Gouille, la señora Repin lanzaba a sus aves puñados de grano. Éstos volaban regularmente de la cesta, siguiendo el ritmo del gesto, y se dispersaban granizando sobre el duro suelo. La fina música de un manojo de llaves, que se entrechocaban, ascendía de uno de los bolsillos del mandil. Haciendo con los labios “¡Cht, Cht!” e incluso dando grandes zapatazos, la señora Repin alejaba a las voraces pavas. Sus crestas azuleaban de cólera y los semicírculos de sus colas se abría de inmediato como una especie de detonación y brusco desenvolvimiento de un abanico que se abre entre los dedos de una dama nerviosa. El señor Repin apareció por el camino con paso acelerado. El lanzamiento de grano se detuvo, las llaves se callaron y las inquietas gallinas se revolvieron un instante por el apresuramiento desacostumbrado del señor Repin.

—¿Qué ocurre? —preguntó la granjera.

El señor Repin respondió:

—¡Gaillardon quiere una!

—¿Una gallina?

—Hazte la graciosa: una de nuestras hijas. Viene a almorzar el domingo.

Tan pronto como las señoritas conocieron la noticia, Marie, la más joven, besó a su hermana mayor de forma turbulenta: «¡Me alegro mucho, Henriette, me alegro mucho!». Estaba feliz, en primer lugar por la felicidad de su primogénita, y también un poco por ella, pues el señor Repin había dicho siempre, casi canturreando: «Cuando hay dos hijas casaderas, la mayor va delante, la menor sigue detrás». Pero, Henriette no avanzaba muy rápido y Marie pensaba que si no se ponía por delante, tal vez no llegara nunca a casarse.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Reina Isabel

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor conde d’Osmoy

El Guardián del Palacio de los Libros dijo: «La reina Nitocris, la Bella de rosadas mejillas, viuda de Papi I, de la décima dinastía, para vengar el asesinato de su hermano, invitó a los conjurados a cenar con ella en una sala subterránea de su palacio de Aznac, luego, tras desaparecer de la sala, HIZO QUE ENTRARAN EN ELLA, SÚBITAMENTE LAS AGUAS DEL NILO.

—Manethon

Hacia 1404 (me remonto tan atrás para no ofender a mis contemporáneos), Isabel, esposa del rey Carlos VI, regente de Francia, vivía, en París, en el antiguo palacio Montagu, una especie de residencia más conocida por el nombre de la mansión Barbette.

Allí se proyectaban las famosas justas a la luz de las antorchas a orillas del Sena; eran noches de gala, de conciertos, de festines, encantadores tanto por la belleza de las mujeres y de los jóvenes señores como por el inaudito lujo que la corte desplegaba.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Las Damiselas del Mar

Joaquim Ruyra


Cuento


Seis muchachos de camiseta azul, sórdidos, astrosos, quedaron sentados en el peñascal; sus piernas desnudas cuelgan sobre el mar que con frecuencia se ahueca y les baña los pies. Cada cual posee su caña y su montón de gusanillos roqueros, el manjar que los peces reputan más sabroso.

La pesca les ocupa trece horas, y unánimes levantan gritería de vencedores cada vez que uno arranca al mar algún serrano boquiabierto que esparrama en el aire el varillaje reluciente de sus membranas espinosas.

El crepúsculo vesperal amortigua lentamente el esplendor de sus humaredas violáceas. Unas estrellas empiezan a centellear en el aire azul. Una bandada de cuervos atraviesa el espacio y va a perderse en la montaña, entre las paredes tenebrosas y destartaladas de un viejo castillo.

Más de un muchacho, cansado de vigilar incesantemente los avíos de pescar que balancean al ritmo de las olas, se ha adormilado. Caen las cabezas sobre el pecho. Los dedos se aflojan y a duras penas sostienen las cañas, que abaten sus copetes al nivel del agua.

—Ya no pican —dice uno malhumorado.

—¡Concho, y está eso obscuro! —exclama otro, surcando el cielo con los ojos.

—¿Me van a creer? Lo mejor será echar un sueñecito hasta que la luna se levante.

Todo el mundo está conforme. Se ponen en hilera, muy prietos, pasan los brazos sobre las espaldas y los cogotes de los compañeros, y se adormecen tranquilamente al raso, repantigados en una roca.

La noche se obscurece más y más. La luna amarillea en su oriente; una faja de bruma cenicienta divide su esfera. El mar canta a los chicos una canción de cuna, atenuando su bronca voz.

De pronto, suena algo así como un galope sordo y espeso… tras, tras, tras… y van apareciendo las Damiselas del Mar, montando unos bermejos langostines, otras montando enormes cangrejos viejísimos, revestidos de musgo marino.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Señorita Brill

Katherine Mansfield


Cuento


Aunque hacía un tiempo maravilloso el azul del firmamento estaba salpicado de oro y grandes focos de luz como uvas blancas bañaban los Jardins Publiques. La señorita Brill se alegró de haber cogido las pieles. El aire permanecía inmóvil, pero cuando una abría la boca se notaba una ligera brisa helada, como el frío que nos llega de un vaso de agua helada antes de sorber, y de vez en cuando caía revoloteando una hoja —no se sabía de dónde, tal vez del cielo—. La señorita Brill levantó la mano y acarició la piel. ¡Qué suave maravilla! Era agradable volver a sentir su tacto. La había sacado de la caja aquella misma tarde, le había quitado las bolas de naftalina, la había cepillado bien y había devuelto la vida a los pálidos ojitos, frotándolos. ¡Ah, qué agradable era volverlos a ver espiándola desde el edredón rojo…! Pero el hociquito, hecho de una especie de pasta negra, no se conservaba demasiado bien. No acababa de ver cómo, pero debía haber recibido algún golpe. No importaba, con un poquito de lacre negro cuando llegase el momento, cuando fuese absolutamente necesario… ¡Ah, picarón! Sí, eso era lo que en verdad sentía. Un zorrito picarón que se mordía la cola junto a su oreja izquierda. Hubiera sido capaz de quitárselo, colocarlo sobre su falda y acariciarlo. Sentía un hormigueo en los brazos y las manos, aunque supuso que debía ser de caminar. Y cuando respiraba algo leve y triste —no, no era exactamente triste— algo delicado parecía moverse en su pecho.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Señorita Olympe

Jules Renard


Cuento


Con la vida de la señorita Olympe Bardeau, podría escribirse una novela de costumbres provincianas, pero sería muy monótona. Lo que hace no es nada variado: pasa su tiempo sacrificándose.

Siempre la conocí como una vieja solterona. Hace diez años no lo era menos; dentro de diez años no lo será más; no cambia; es una solterona precoz que se mantiene. Cada uno le calcula la edad que quiere.

Podría haberse casado tiempo atrás si su hermano no le hubiera quitado su dote para perderla en el comercio. Ha renunciado a casarse, pero quiere mucho a su hermano. A quienes pretenden que no se lo merece, ella responde que lo admira.

Ahora se sacrifica por su madre arruinada también por los malos negocios de su hijo. Las dos viven de lo que gana Olympe y la solterona se les apaña tan mal que siempre parece ganar lo menos posible.

Experta en trabajos de aguja de todo tipo, como bordadora de provincias, tiene un talento auténtico del que no sabe sacar partido.

Una señora de buenas intenciones le trae un babero para que lo borde.

—Elija el modelo que más le guste, —le dice Olympe.

La señora, que no entiende mucho de eso, elige para su babero sin valor, un bordado complicado y costoso. Olympe no hace ninguna observación; borda y pide un precio acorde con el precio del babero.

—¿Cómo quiere que pida quince francos por el festón de un babero que vale uno y medio? —dice—. La señora tendría derecho a sentirse sorprendida.

—Tendría que haberle explicado que había elegido un dibujo demasiado recargado.

—No tengo valor para atribular a una persona que se interesa por mí.

Se le ha ocurrido dar lecciones de costura a las niñas del pueblo por 0’25 francos la hora.

—No es caro —le digo.

—Es bastante caro, —dice Olympe— pero podrán quedarse dos horas si quieren.

—¿Por el mismo precio?


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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