Textos peor valorados etiquetados como Cuento | pág. 68

Mostrando 671 a 680 de 5.175 textos encontrados.


Buscador de títulos

etiqueta: Cuento


6667686970

La Tema del Reducto

Prosper Mérimée


Cuento


Un militar amigo mío, muerto de fiebre en Grecia hace unos años, me narró un día la primera acción de guerra en que tomó parte. Su relato me interesó en grado tal que lo reproduje de memoria, en cuanto tuve oportunidad para ello. Helo aquí:

—Me incorporé a mi regimiento el 4 de septiembre por la tarde. Di con el coronel en el cuerpo de guardia: en el primer momento me recibió con cierta hosquedad; pero después de leer la carta de presentación que me había dado el general B., cambió de modales y me dirigió algunas palabras corteses.

Fui presentado por él a mi capitán en el mismo instante en que este último volvía de un reconocimiento. El capitán, a quien no tuve en verdad tiempo de conocer, era un hombre alto, moreno, de fisonomía dura y repulsiva. De soldado raso había ido ganando galones y la cruz en los diversos campos de batalla. La voz, ronca y débil, contrastaba singularmente con su estatura casi gigantesca. Me dijeron que le había quedado esa voz rara después de que un balazo lo atravesara de parte a parte en la batalla de Jena.

Al enterarse de que yo venía de la escuela de Fontainebleau, torció el gesto y dijo:

—Mi teniente murió ayer.

Comprendí que quería decir: «Usted es quien ha de reemplazarlo y no tiene capacidad para ello». Un comentario burlón asomó a mis labios; pero me contuve.

La luna se alzó por detrás del reducto de Cheverino, situado a dos tiros de cañón de nuestro vivac. Era una luna grande y roja, como se presenta siempre al levantarse. Pero esa tarde me pareció de dimensiones extraordinarias. Por un momento, el reducto se destacó, negro, en el disco brillante de la luna. Parecía el cono de un volcán en el instante en que se produce la erupción.

Un viejo soldado junto al que me encontraba advirtió el color de la luna.

—¡Está muy roja —dijo—, eso es señal que ha de costar mucho el famoso reducto!


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 10 minutos / 46 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Laurette o el Sello Rojo

Alfred de Vigny


Cuento


I. Sobre el encuentro que tuve en el camino real

El camino real de Artois y de Flandre es largo y triste. Se extiende en línea recta, sin árboles ni cunetas, por campiñas planas y llenas de un barro amarillo en cualquier estación. En marzo de 1815, iba por aquel camino y tuve un encuentro que no he olvidado desde entonces.

Iba solo, a caballo, llevaba una buena capa, un casco negro, pistolas y un gran sable; llovía a cántaros desde hacía cuatro días y cuatro noches de marcha, y recuerdo que iba cantando la Joconde a voz en grito. ¡Era tan joven! La Casa del Rey en 1814 se había llenado de niños y de ancianos; el Imperio parecía haber tomado y matado a todos los hombres adultos.

Mis compañeros iban por delante, siguiendo al rey Luis XVIII; veía sus capas blancas y sus uniformes rojos en el horizonte, al norte; los lanceros de Bonaparte, que vigilaban y seguían nuestra retirada paso a paso, mostraban de vez en cuando el gallardete tricolor de sus lanzas, en el horizonte opuesto, al sur. Una herradura perdida había retrasado a mi caballo; era joven y fuerte, y como lo espoleaba para unirme a mi escuadrón, partió al trote; puse la mano en mi cinturón, suficientemente provisto de dinero, oí resonar la funda de hierro de mi sable sobre el estribo, y me sentí orgulloso y perfectamente feliz.

Seguía lloviendo y yo seguía cantando. Sin embargo, pronto me callé aburrido de no oír a nadie sino a mí, y a partir de entonces, sólo escuché la lluvia y los pies de mi caballo chapotear en el lodazal. Se acabó el pavimento de la carretera, y empezó a hundirse, por lo que hubo que ir al paso. Mis grandes botas estaban embadurnadas por fuera con una costra espesa de barro amarillo como el ocre, y por dentro se llenaban de agua. Miré mis entorchados dorados completamente nuevos, que eran mi felicidad y mi consuelo; estaban despeluznados por el agua, y aquello me afligió.


Información texto

Protegido por copyright
30 págs. / 53 minutos / 111 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Venda

Miguel de Unamuno


Cuento


Y vio de pronto nuestro hombre venir una mujer despavorida, como un pájaro herido, tropezando a cada paso, con los grandes ojos preñados de espanto que parecían mirar al vacío y con los brazos extendidos. Se detenía, miraba a todas partes aterrada, como un náufrago en medio del océano, daba unos pasos y se volvía, tornaba a andar, desorientada de seguro. Y llorando exclamaba:

—¡Mi padre, que se muere mi padre!

De pronto se detuvo junto al hombre, le miró de una manera misteriosa, como quien por primera vez mira, y sacando el pañuelo le preguntó:

—¿Lleva usted bastón?

—¿Pues no lo ve usted? —dijo el mostrándoselo.

—¡Ah! Es cierto.

—¿Es usted acaso ciega?

—No, no lo soy. Ahora, por desgracia. Deme el bastón.

Y diciendo esto empezó a vendarse los ojos con el pañuelo.

Cuando hubo acabado de vendarse repitió:

Deme el bastón, por Dios, el bastón, el lazarillo.

Y al decirlo le tocaba. El hombre la detuvo por un brazo.

—Pero ¿qué es lo que va usted a hacer, buena mujer? ¿Que le pasa?

—Déjeme, que se muere mi padre.

—Pero ¿dónde va usted así?

—Déjeme, déjeme, por Santa Lucía bendita, déjeme, me estorba la vista, no veo mi camino con ella.

—Debe de ser loca —dijo el hombre por lo bajo a otro a quien había detenido lo extraño de la escena.

Y ella, que lo oyó:

—No, no estoy loca; pero lo estaré si esto sigue; déjeme, que se muere.

—Es la ciega —dijo una mujer que llegaba.

—¿La ciega? —replicó el hombre del bastón—. Entonces, ¿para qué se venda los ojos?

—Para volver a serlo —exclamó ella.

Y tanteando con el bastón el suelo, las paredes de las casas, febril y ansiosa, parecía buscar en el mar de las tinieblas una tabla de que asirse, un resto cualquiera del barco en que había hasta entonces navegado.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 337 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Venus de Ille

Prosper Mérimée


Cuento


Bajaba yo la última pendiente del Canigó, y, aunque el sol ya se había puesto, aun podía distinguir en la llanura las casas de la pequeña ciudad de Ille, hacia la cual me encaminaba.

—¿Sabe usted —le dije al catalán que me servía de guía desde la víspera—, sabe usted, indudablemente, dónde vive el señor De Peyrehorade?

—¡Si lo sabré! —exclamó—. Conozco su casa tanto como la mía, y de no ser ahora tan oscuro, se la mostraría desde aquí. Es la más hermosa de Ille. Tiene dinero, sí, el señor De Peyrehorade, y va a casar tan bien a su hijo, que éste será más rico aún que él.

—¿Se llevará a cabo pronto ese casamiento? —le pregunté.

—¿Pronto? Puede que ya estén encargados los violines para la boda. ¡Tal vez se celebre esta noche, mañana, pasado mañana, qué sé yo! Es en Puygarrig donde se realizará, puesto que es a la señorita de Puygarrig a quien desposa el hijo. ¡Será algo espléndido, sí!

Yo iba recomendado al señor De Peyrehorade por mi amigo, el señor De P… Me había dicho éste que se trataba de un anticuario muy instruido, de una gentileza a toda prueba, y que sería para él un placer enseñarme todas las ruinas que había en Ille en diez leguas a la redonda. Por lo tanto, contaba yo con él para visitar los alrededores de la ciudad, que sabía eran muy ricos en monumentos antiguos, principalmente de la Edad Media; pero este casamiento, del que oía hablar por vez primera, estropeaba todos mis planes.

«Voy a ser un aguafiestas» me dije. Pero como se me esperaba en casa del anticuario, a quien ya me había anunciado el señor De P…, era necesario que me presentase.

— Apostemos, señor —me dijo el guía—, ya que estamos en la llanura, apostemos un cigarro a que adivino lo que va a hacer usted en casa del señor De Peyrehorade.


Información texto

Protegido por copyright
35 págs. / 1 hora, 2 minutos / 82 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Lilit

Marcel Schwob


Cuento


Pienso que la amó tanto cuanto se puede amar a una mujer en este mundo; pero su historia fue más triste que ninguna. Él había estudiado durante mucho tiempo a Dante y a Petrarca; las formas de Beatriz y de Laura flotaban ante sus ojos y los divinos versos en los que resplandece el nombre de Francisca de Rímini cantaban en sus oídos.

En el primer ardor de su juventud había amado apasionadamente las vírgenes atormentadas de Correggio, cuyos cuerpos voluptuosamente prendados de cielo tienen ojos que desean, bocas que palpitan y llaman dolorosamente al amor. Más tarde, admiró el pálido esplendor humano de las figuras de Rafael, su sonrisa apacible y su gozo virginal. Pero cuando fue él mismo, eligió por maestro, como Dante, a Brunetto Latini, y vivió en su siglo en el que los rostros rígidos tienen la extraordinaria beatitud de los paraísos misteriosos.

Y, entre las mujeres, conoció primero a Jenny, que era nerviosa y apasionada, cuyos ojos estaban adorablemente rodeados de ojeras, bañados de humedad lánguida, con una mirada profunda. Fue un amante triste y soñador; buscaba la expresión de la voluptuosidad con una acritud entusiasta; y cuando Jenny, fatigada, se quedaba dormida con los primeros rayos del alba, él esparcía guineas brillantes entre sus cabellos soleados; luego, contemplando sus párpados cerrados y sus largas pestañas que reposaban, su frente cándida que parecía ignorar el pecado, se preguntaba amargamente, recostado sobre la almohada, si ella no prefería el oro amarillo a su amor y qué sueños desilusionantes estarían pasando bajo las paredes transparentes de su carne.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 9 minutos / 54 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Los Amantes de Toledo

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Émile Pierre

¿Habría sido justo, pues, que Dios
condenara al Hombre a la Felicidad?

Un alba oriental enrojecía las graníticas esculturas del frontón de la Oficial de Toledo, y entre ellas el «Perro que lleva una antorcha encendida en la boca», escudo del Santo Oficio.

Dos higueras frondosas daban sombra a la puerta de bronce: más allá del umbral, cuadriláteros peldaños de piedra salían de las entrañas del palacio, enredo de profundidades calculadas sobre sutiles desviaciones del sentido de subida y bajada. Aquellas espirales se perdían, unas en las salas de consejo, las celdas de los inquisidores, la capilla secreta, los ciento sesenta y dos calabozos, el huerto y el dormitorio de los familiares; otras en largos corredores, fríos e interminables, hacia diversos retiros…, los refectorios, la biblioteca.

En una de aquellas habitaciones, —en la que el rico mobiliario, las tapicerías de cuero cordobés, las plantas, las vidrieras soleadas, los cuadros, contrastaban con la desnudez de otras habitaciones—, se mantenía de pie durante aquel amanecer, con los pies desnudos en sus sandalias, en el centro del rosetón de una alfombra bizantina, con las manos juntas, y los grandes ojos fijos, un anciano delgado, de gigantesca estatura, vestido con la túnica blanca con cruz roja, la larga capa negra sobre los hombros, la birreta negra sobre el cráneo y el rosario de hierro a la cintura. Parecía haber rebasado los ochenta años. Pálido, quebrantado por las mortificaciones, sangrando, sin duda, bajo el cilicio invisible del que no se separaba jamás, observaba una alcoba en la que se encontraba, preparado y festoneado de guirnaldas, un lecho opulento y mullido. Aquel hombre se llamaba Tomás de Torquemada.

A su alrededor, en el inmenso palacio, un amedrentador silencio caía de las bóvedas, silencio formado por mil soplos sonoros del aire que las piedras no dejaban de helar.


Información texto

Protegido por copyright
3 págs. / 6 minutos / 46 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Los Bandidos

Villiers de L'Isle Adam


Cuento


Al señor Henri Roujon

¿Qué es el Tercer Estado? Nada.
¿Qué debe ser? Todo.
—Sully, después Sieyes

Pibrac, Nayrac, dos subprefecturas gemelas unidas por un camino vecinal construido bajo el régimen de los Orleáns, testimoniaban, bajo un cielo maravilloso, una perfecta unión de costumbres, negocios y maneras de ver.

Como en cualquier lugar, el pueblo se caracterizaba por sus pasiones; como en todas partes, la burguesía conciliaba el aprecio general con el suyo propio. Todos, pues, vivían en paz y alegría en estas afortunadas localidades, hasta que una tarde de octubre ocurrió que el viejo violinista de Nayrac, hallándose corto de fondos, abordó, en el camino real, al sacristán de Pibrac y, aprovechándose de la oscuridad, le pidió con tono perentorio algún dinero.

Asustado, el hombre de las Campanas, sin reconocer al violinista, accedió graciosamente; pero, de vuelta a Pibrac, contó su aventura de tal manera que, en las imaginaciones enfebrecidas por su relato, el viejo músico de Nayrac se convirtió en una banda de ávidos ladrones que infestaban el Midi y asolaban el camino real con sus crímenes, incendios y depredaciones.

Astutos, los burgueses de los dos pueblos habían exagerado los rumores, de la misma manera que cualquier buen propietario se ve obligado a aumentar los defectos de las personas que tienen aspecto de ansiar sus capitales. ¡No porque hubieran sido engañados! Ellos habían consultado las fuentes. Habían interrogado al sacristán tras haber bebido. Este se contradijo, y ahora ellos sabían la verdad del asunto mejor que nadie… Sin embargo, burlándose de la credulidad de las masas, nuestros dignos ciudadanos se guardaban el secreto para ellos solos, como les gusta guardar todo lo que tienen; tenacidad que, ante todo, es el signo distintivo de las gentes sensatas e instruidas.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 10 minutos / 39 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Los Estafadores

Marqués de Sade


Cuento


Siempre existió en París una clase de individuos, extendida por todo el mundo, cuyo único oficio es el de vivir a costa de los demás: no hay nada tan habilidoso como las múltiples maniobras de estos intrigantes, no hay nada que no inventen, nada que no tramen para atraer, de una manera o de otra, a la víctima a sus malditas redes; mientras que el grueso de su ejército trabaja en la ciudad, unos destacamentos revolotean por sus alrededores, se desparraman por los campos y viajan sobre todo en los transportes públicos; una vez expuesta esta triste situación de forma inamovible, volvemos a la inexperta joven a la que pronto lloraremos cuando la veamos en tan perversas manos. Rosette de Flarville, hija de un buen burgués de Ruán, a fuerza de súplicas acababa al fin de obtener el permiso de su padre para ir a pasar el carnaval en París a casa de un tal señor Mathieu, tío suyo, rico usurero que vivía en la calle Quicampoix. Rosette, aunque un poco lerda, tenía no obstante dieciocho años cumplidos, una figura encantadora, era rubia, con grandes ojos azules, una piel resplandeciente y su seno, bajo una leve gasa, anunciaba a todo buen conocedor que lo que la muchacha guardaba a cubierto valía por lo menos tanto como lo que se podía ver…


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 10 minutos / 66 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Los Fuegos Fatuos

George Sand


Cuento


Los flambeaux, flambettes o flamboires, también llamados fuegos fatuos, son esos meteoros azulados que todo el mundo ha encontrado por la noche o ha visto danzar sobre la superficie inmóvil de las aguas pantanosas. Se dice que esos meteoros son inertes por sí mismos, pero la menor brisa los agita y toman aspecto de movimiento que divierte o inquieta la imaginación según ésta esté predispuesta a la tristeza o a la poesía.

Para los campesinos son almas en pena que les piden oraciones, o almas perversas que los arrastran en una carrera desesperada y los llevan, después de mil rodeos insidiosos, a lo más profundo del pantano o del río. Como al lupeux o al trasgo, se les oye reír cada vez más claramente a medida que se adueñan de su víctima y la ven aproximarse al desenlace funesto e inevitable. Las creencias varían mucho respecto a la naturaleza o la intención más o menos perversa de los fuegos fatuos. Algunos se contentan con perderte y, para lograr su fin, no les importa adoptar diversos aspectos.

Se cuenta que un pastor que había aprendido a hacer que le fueran favorables, los hacía ir y venir a su antojo. Bajo su protección todo marchaba bien para él. Sus animales disfrutaban y por lo que a él respecta, no estaba nunca enfermo, dormía y comía bien en verano como en invierno. No obstante, lo vieron de repente ponerse delgado, macilento y melancólico. Cuando le preguntaron acerca de la causa de su desazón, contó lo siguiente:

Una noche que se encontraba en su cabaña con ruedas, cerca de su redil, fue despertado por un gran resplandor y por grandes golpes sobre el techo de su habitáculo.

—¿Qué ocurre? —dijo, muy sorprendido de que sus perros no le hubieran advertido.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 9 minutos / 183 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Los Hermanos Van Buck

Alfred de Musset


Cuento


En una ciudad alemana, no lejos de las orillas del Rin, vivían los dos hermanos Van—Buck, que pasaban por ser, y con razón, dos diestros grabadores. Tenían por costumbre ir casi todas las noches, después de cenar, a casa de un viejo orfebre, vecino suyo; aquel buen hombre, cuyo nombre era Thomas Heermans, los recibía en su trastienda, junto a la chimenea y con una gran pipa en los labios; las veladas, que pasaban solos los tres, no eran demasiado animadas; los dos hermanos eran de un temperamento bastante taciturno, y por lo que se refiere al orfebre, aunque tenía un ojo despierto, era raro que los trabajos a los que se consagraba día y noche no lo preocuparan hasta el punto de volverlo algo distraído y poco hablador. Sin embargo, se entendían y se apreciaban más precisamente por la similitud de su talante; era muy raro que al pasar por delante de la tienda de Heermans por la noche, no se viera a través de los cristales las cabezas de los tres amigos alrededor de una lámpara y, en la mayoría de ocasiones, una gran jarra de cerveza.

Una noche, no hace mucho tiempo, el viejo Heermans se mostró más alegre de lo habitual.

—¿Qué le ocurre, pues? —le dijeron los grabadores— tiene una noticia feliz escrita en la cara.

—Amigos míos, —contestó el buen orfebre— mi hija sale mañana del internado, su educación ha concluido, y me ven mis dignos amigos, mis queridos vecinos, con una alegría tal que me dan ganas de bailar sobre una mesa.

Hay que señalar que el bueno de Heermans había apreciado siempre a los religiosos lo mismo que a la peste. Pero una anciana hermana, rica y piadosa, había exigido que su sobrina estudiara en un colegio de religiosas y el prudente calculador había tenido que aceptar aunque de mala gana.

—Sí, amigos míos, ya la verán, ¡estoy ansioso por pellizcarle las mejillas!


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 10 minutos / 90 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

6667686970