Textos más populares este mes etiquetados como Cuento | pág. 3

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Enterrado Vivo

Edgar Allan Poe


Cuento


Hay hechos, cuyo relato despierta vivísimo interés, y que son demasiado horribles para servir de asunto en la novela. Ningún novelista podría echar mano de ellos, sin grave peligro de disgustar y hasta de hacer daño al lector. Para que puedan aceptarse asuntos semejantes, es indispensable que se presenten con el severo traje de la verdad histórica. Estremece la lectura de los pormenores del paso del Beresina, del terremoto de Lisboa, de la epidemia de Londres, del degüello del día de San Bartolomé, ó de la asfixia de los ingleses prisioneros en el Blackhole de Calcuta; pero son los hechos, la realidad y en una palabra, la historiado que nos conmueve. Si relatos tales fuesen únicamente parto de la imaginación, no engendrarían más sentimiento que el del horror.

He citado unas cuantas de las más terribles y célebres calamidades que la historia consigna; pero lo que más hiere nuestra imaginación, es la magnitud y naturaleza de esas calamidades. Contemplo inútil advertir que mi trabajo pudiera reducirlo únicamente a escoger entre el inmenso catálogo de las miserias humanas, casos aislados de un dolor cualquiera, más material y más individual, que el que surge de la generalidad de esos desastres gigantescos.

Efectivamente, el verdadero dolor, el límite del sufrimiento, no es general, sino particular; y debemos dar gracias a Dios, que en su bondad no permitió que semejante exceso de agonía lo sufriese el hombre-masa ó colectivo, sino el hombre-unidad ó individual.


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15 págs. / 26 minutos / 3.328 visitas.

Publicado el 30 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

El Yaciyateré

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando uno ha visto a un chiquilín reírse a las dos de la mañana como un loco, con una fiebre de cuarenta y dos grados, mientras afuera ronda un yaciyateré, se adquiere de golpe sobre las supersticiones ideas que van hasta el fondo de los nervios.

Se trata aquí de una simple superstición. La gente del sur dice que el yaciyateré es un pajarraco desgarbado que canta de noche. Yo no lo he visto, pero lo he oído mil veces. El cantito es muy fino y melancólico. Repetido y obsediante, como el que más. Pero en el norte, el yaciyateré es otra cosa.

Una tarde, en Misiones, fuimos un amigo y yo a probar una vela nueva en el Paraná, pues la latina no nos había dado resultado con un río de corriente feroz y en una canoa que rasaba el agua. La canoa era también obra nuestra, construida en la bizarra proporción de 1:8. Poco estable, como se ve, pero capaz de filar como una torpedera.

Salimos a las cinco de la tarde, en verano. Desde la mañana no había viento. Se aprontaba una magnífica tormenta, y el calor pasaba de lo soportable. El río corría untuoso bajo el cielo blanco. No podíamos quitarnos un instante los anteojos amarillos, pues la doble reverberación de cielo y agua enceguecía. Además, principio de jaqueca en mi compañero. Y ni el más leve soplo de aire.

Pero una tarde así en Misiones, con una atmósfera de ésas tras cinco días de viento norte, no indica nada bueno para el sujeto que está derivando por el Paraná en canoa de carrera. Nada más difícil, por otro lado, que remar en ese ambiente.

Seguimos a la deriva, atentos al horizonte del sur, hasta llegar al Teyucuaré. La tormenta venía.


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4 págs. / 8 minutos / 450 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Alfarero

Abraham Valdelomar


Cuento


Su frente ancha, su cabellera crecida, sus ojos hondos, su mirada dulce. Una vincha de plata ataba sobre las sienes la rebelde cabellera. Sencillo era su traje y apenas en la blanca umpi de lana un dibujo sencillo, orlaba los contornos. Nadie había oído de sus labios una frase. Sólo hablaba a los desdichados para regalarles su bolsa de cancha y sus hojas de coca. Vivía fuera de la ciudad en una cabaña. Los Camayoc habían acordado no ocuparse de él y dejarle hacer su voluntad inofensiva para el orden del imperio. De vez en cuando encargábanle un trabajo o él mismo lo ofrecía de grado para el Inca o para el servicio del Sol. Las gentes del pueblo lo tenían por loco, su familia no le veía y él huía de todo trato. Trabajaba febrilmente. Veíasele a veces largas horas contemplando el cielo. Muchos de los pobladores encontrabánle solo, en la selva, cogiendo arcilla de colores u hojas para preparar su pintura, o cargando grandes masas de tierra para su labor. Pero nadie veía sus trabajos.

Nadie jamás había entrado a su cabaña. Una vez un Curaca le mandó a su hijo para que aprendiera a su lado el noble y difícil arte de la alfarería. El muchacho era despierto y alegre. Tenía afán creciente por aprender, y labró su primera obra. Pero cuando más contento estaba el Curaca, recibió un día a su hijo despavorido. Temblaba el niño, todo lleno de barro, y sólo musitaba temeroso y con los ojos desmesurados.

–¡Supay! ¡Supay! ¡Supay!


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4 págs. / 8 minutos / 2.186 visitas.

Publicado el 1 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

El Vencedor

César Vallejo


Cuento


Un incidente de manos en el recreo llevó a dos niños a romperse los dientes a la salida de la escuela. A la puerta del plantel se hizo un tumulto. Gran número de muchachos, con los libros al brazo, discutían acaloradamente, haciendo un redondel en cuyo centro estaban, en extremos opuestos, los contrincantes: dos niños poco más o menos de la misma edad, uno de ellos descalzo y pobremente vestido. Ambos sonreían, y de la rueda surgían rutilantes diptongos, coreándolos y enfrentándolos en fragorosa rivalidad. Ellos se miraban echándose los convexos pechos, con aire de recíproco desprecio. Alguien lanzó un alerta:

—¡El profesor! ¡El profesor!

La bandada se dispersó.

—Mentira. Mentira. No viene nadie. Mentira…

La pasión infantil abría y cerraba calles en el tumulto. Se formaron partidos por uno y otro de los contrincantes. Estallaban grandes clamores. Hubo puntapiés, llantos, risotadas.

—¡Al cerrillo! ¡Al cerrillo! ¡Hip!… ¡Hip!… ¡Hip!… ¡Hurra!…

Un estruendoso y confuso vocerío se produjo y la muchedumbre se puso en marcha. A la cabeza iban los dos rivales.

A lo largo de las calles y rúas, los muchachos hacían una algazara ensordecedora. Una anciana salió a la puerta de su casa y gruñó muy en cólera:

—¡Juan! ¡Juan! ¡A dónde vas, mocito! Vas a ver…

Las carcajadas redoblaron.

Leonidas y yo íbamos muy atrás. Leonidas estaba demudado y le castañeteaban los dientes.

—¿Vamos quedándonos? —le dije.

—Bueno —me respondió—. ¿Pero si le pegan a Juncos?…

Llegados a una pequeña explanada, al pie de un cerro de la campiña, se detuvo el tropel. Alguien estaba llorando. Los otros reían estentóreamente. Se vivaba a contrapunteo:

—¡Viva Cancio! ¡Hip!… ¡Hip!… ¡Hip!… ¡Hurraaaaa!…


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3 págs. / 6 minutos / 1.961 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Jayón

Concha Espina


Cuento


I

ROSA DE ZARZA.—EL JAYÓN.—EL DARDO DE UNA SOSPECHA.—AMANECER…


Entreabrió Marcela un poco la ventana y, sin vestirse, apoyándose en el lecho recién abandonado se puso a mirar con obstinación a los dos nenes que dormían arropados en una escanilla, la humilde cuna montañesa. Eran en todo semejantes: robustos, encarnados, con las cabecitas muy juntas, parecían nacidos a la vez, como esos capullos de las rosas fuertes que se abren en dos botones rojos y ufanos bajo un mismo rayo de sol.

Fuerte rosa de bizarra hermosura, la madrugadora mujer que contemplaba a los niños no trasciende a cultivo selecto de jardín; es joven y arrogante, pálida y tranquila, con el encanto agreste y puro de una rosa de zarza. Su belleza, medio desnuda, se estremece al influjo de una sorda inquietud, y, sin embargo, el rostro, impasible y hermético, no delata la oscura turbación.

Con los profundos ojos clavados en la cuna, Marcela revive, una vez más, sus incertidumbres a partir de la reciente noche en que, dormida con el nene en los brazos, la despertó la voz de su marido:

—¿No oyes?

—No… ¿Qué sucede?

—Escucha…

—Es un niño que llora a la puerta.

—¿Un niño que llora?… ¡Si parece un recental que plañe!

—Pues es un nene pequeñín, como el nuestro.

—¿Un jayón, entonces?

—Sin duda.

—Y ¿qué hacemos?

—Abrir, y recogerle hasta la mañana.

Andrés se levantó, muy presuroso, y la moza vió al instante cómo la oscuridad del campo dormido se asomaba al portón abierto frente a la alcoba matrimonial.

Luego, el llanto de la abandonada criatura resonó más apremiante y sensible dentro del dormitorio.

Incorporada y absorta, Marcela recibió aquel hallazgo lamentable y le acercó a la luz.


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29 págs. / 50 minutos / 198 visitas.

Publicado el 13 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Cruz del Diablo

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


Mi abuelo se lo narró a mi padre, mi padre me lo ha referido a mí, y yo te lo cuento ahora, siquiera no sea más que por pasar el rato. El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas de vapor sobre las pintorescas orillas del Segre, cuando, después de una fatigosa jornada, llegamos a Bellver, término de nuestro viaje.

Bellver es una pequeña población situada a la falda de una colina, por detrás de la cual se ven elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro de granito, las empinadas y nebulosas crestas de los Pirineos.

Los blancos caseríos que la rodean, salpicados aquí y allá sobre una ondulante sabana de verdura, parecen a lo lejos un bando de palomas que han abatido su vuelo para apagar su sed en las aguas de la ribera.

Una pelada roca, a cuyos pies tuercen éstas su curso, y sobre cuya cima se notan aún remotos vestigios de construcción, señala la antigua línea divisoria entre el condado de Urgel y el más importante de sus feudos.

A la derecha del tortuoso sendero que conduce a este punto, remontando la corriente del río y siguiendo sus curvas y frondosas márgenes, se encuentra una cruz.

El asta y los brazos son de hierro; la redonda base en que se apoya, de mármol, y la escalinata que a ella conduce, de oscuros y mal unidos fragmentos de sillería.

La destructora acción de los años, que ha cubierto de orín el metal, ha roto y carcomido la piedra de este monumento, entre cuyas hendiduras crecen algunas plantas trepadoras que suben enredándose hasta coronarlo, mientras una vieja y corpulenta encina la sirve de dosel.


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19 págs. / 33 minutos / 1.178 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

La Compuerta Número 12

Baldomero Lillo


Cuento


Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca: una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto.

Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería.

El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación.


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7 págs. / 13 minutos / 1.035 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

En la Diestra de Dios Padre

Tomás Carrasquilla


Cuento


Este dizque era un hombre que se llamaba Peralta. Vivía en un pajarate muy grande y muy viejo, en el propio camino real y afuerita de un pueblo donde vivía el Rey. No era casao y vivía con una hermana soltera, algo viejona y muy aburrida.

No había en el pueblo quién no conociera a Peralta por sus muchas caridades: él lavaba los llaguientos; él asistía a los enfermos; él enterraba a los muertos; se quitaba el pan de la boca y los trapitos del cuerpo para dárselos a los pobres; y por eso era que estaba en la pura inopia; y a la hermana se la llevaba el diablo con todos los limosneros y leprosos que Peralta mantenía en la casa. "¿Qué te ganás, hombre de Dios —le decía la hermana—, con trabajar como un macho, si todo lo que conseguís lo botás jartando y vistiendo a tanto perezoso y holgazán? Casáte, hombre; casáte pa que tengás hijos a quién mantener". "Cálle la boca, hermanita, y no diga disparates. Yo no necesito de hijos, ni de mujer ni de nadie, porque tengo mi prójimo a quién servir. Mi familia son los prójimos". "¡Tus prójimos! ¡Será por tanto que te lo agradecen; será por tanto que ti han dao! ¡Ai te veo siempre más hilachento y más infeliz que los limosneros que socorrés! Bien podías comprarte una muda y comprármela a yo, que harto la necesitamos; o tan siquiera traer comida alguna vez pa que llenáramos, ya que pasamos tantos hambres. Pero vos no te afanás por lo tuyo: tenés sangre de gusano".


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25 págs. / 44 minutos / 5.966 visitas.

Publicado el 19 de junio de 2018 por Edu Robsy.

El Buen Ejemplo

Vicente Riva Palacio


Cuento


Si yo afirmara que he visto lo que voy a referir, no faltaría, sin duda, persona que dijese que eso no era verdad; y tendría razón, que no lo vi, pero lo creo, porque me lo contó una señora anciana, refiriéndose a personas a quienes daba mucho crédito y que decían haberlo oído de quien llevaba amistad con un testigo fidedigno, y sobre tales bases de certidumbre bien puede darse fe a la siguiente narración:

En la parte sur de la república mexicana, y en las vertientes de la sierra Madre, que van a perderse en las aguas del Pacífico, hay pueblecitos como son en lo general todos aquéllos: casitas blancas cubiertas de encendidas tejas o de brillantes hojas de palmera, que se refugian de los ardientes rayos del sol tropical a la fresca sombra que les prestan enhiestos cocoteros, copudos tamarindos y crujientes platanares y gigantescos cedros.

El agua en pequeños arroyuelos cruza retozando por todas las callejuelas, y ocultándose a veces entre macizos de flores y de verdura.

En ese pueblo había una escuela, y debe haberla todavía; pero entonces la gobernaba don Lucas Forcida, personaje muy bien querido por todos los vecinos. Jamás faltaba a las horas de costumbre al cumplimiento de su pesada obligación. ¡Qué vocaciones de mártires necesitan los maestros de escuela de los pueblos!

En esa escuela, siguiendo tradicionales costumbres y uso general en aquellos tiempos, el estudio para los muchachos era una especie de orfeón, y en diferentes tonos, pero siempre con desesperante monotonía; en coro se estudiaban y en coro se cantaban lo mismo las letras y las sílabas que la doctrina cristiana o la tabla de multiplicar.

Don Lucas soportaba con heroica resignación aquella ópera diaria, y había veces que los chicos, entusiasmados, gritaban a cual más y mejor; y era de ver entonces la estupidez amoldando las facciones de la simpática y honrada cara de don Lucas.


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3 págs. / 5 minutos / 438 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Pájaro Azul

Rubén Darío


Cuento


París es teatro divertido y terrible. Entre los concurrentes al café Plombier, buenos y decididos muchachos —pintores, escultores, poetas— sí, ¡todos buscando el viejo laurel verde!, ninguno más querido que aquel pobre Garcín, triste casi siempre, buen bebedor de ajenjo, soñador que nunca se emborrachaba, y, como bohemio intachable, bravo improvisador.

En el cuartucho destartalado de nuestras alegres reuniones, guardaba el yeso de las paredes, entre los esbozos y rasgos de futuros Clays, versos, estrofas enteras escritas en la letra echada y gruesa de nuestro amado pájaro azul.

El pájaro azul era el pobre Garcín. ¿No sabéis por qué se llamaba así? Nosotros le bautizamos con ese nombre.

Ello no fue un simple capricho. Aquel excelente muchacho tenía el vino triste. Cuando le preguntábamos por qué cuando todos reíamos como insensatos o como chicuelos, él arrugaba el ceño y miraba fijamente el cielo raso, nos respondía sonriendo con cierta amargura...

—Camaradas: habéis de saber que tengo un pájaro azul en el cerebro, por consiguiente...

* * *

Sucedía también que gustaba de ir a las campiñas nuevas, al entrar la primavera. El aire del bosque hacía bien a sus pulmones, según nos decía el poeta.

De sus excursiones solía traer ramos de violetas y gruesos cuadernillos de madrigales, escritos al ruido de las hojas y bajo el ancho cielo sin nubes. Las violetas eran para Nini, su vecina, una muchacha fresca y rosada que tenía los ojos muy azules.

Los versos eran para nosotros. Nosotros los leíamos y los aplaudíamos. Todos teníamos una alabanza para Garcín. Era un ingenuo que debía brillar. El tiempo vendría. Oh, el pájaro azul volaría muy alto. ¡Bravo! ¡bien! ¡Eh, mozo, más ajenjo!

* * *

Principios de Garcín:

De las flores, las lindas campánulas.


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3 págs. / 6 minutos / 4.042 visitas.

Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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