Textos más populares este mes etiquetados como Cuento | pág. 35

Mostrando 341 a 350 de 5.197 textos encontrados.


Buscador de títulos

etiqueta: Cuento


3334353637

El Niño del Carrizo

César Vallejo


Cuento


La procesión se llevaría a cabo, a tenor de inmemorial liturgia, en amplias y artísticas andas, resplandecientes de magnolias y de cirios. El anda, este año, sería en forma de huerto. Dos hombres fueron designados para ir a traer de la espesura, la madera necesaria. A costa de artimañas y azogadas maniobras, los dos niños, Miguel y yo, fuimos incluidos en la expedición.

Había que encaminarse hacia un gran carrizal, de singular varillaje y muy diferente de las matas comunes. Se trataba de una caña especial, de excepcional tamaño, más flexible que el junco y cuyos tubos eran susceptibles de ser tajados y divididos en los más finos filamentos. El amarillo de sus gajos, por la parte exterior, tiraba más al amaranto marchito que al oro brasilero. Su mejor mérito radicaba en la circunstancia de poseer un aroma característico, de mística unción, que persistía durante un año entero. El carrizo utilizado en cada Semana Santa, conservado era en casa de mi tío, como una reliquia familiar, hasta que el del año siguiente viniese a reemplazarlo. De la honda quebrada donde crecía, su perfume se elevaba un tanto resinoso, acre y muy penetrante. A su contacto, la fauna vernacular permanecía en éxtasis subconsciente y en las madrigueras chirriaban, entre los colmillos alevosos, rabiosas oraciones.

Miguel llevó sus cinco perros: Bisonte, color de estiércol de cuy, el más inteligente y ágil; Cocuyo, de gran intuición nocturna; Aguano, por su dulzura y pelaje de color caoba, y Rana, el más pequeño de todos. Miguel los conducía en medio de un vocerío riente y ensordecedor.

A medida que avanzábamos, el terreno se hacía más bajo y quebrado, con vegetaciones ubérrimas en frondas húmedas y en extensos macizos de algarrobos. Jirones de pálida niebla se avellonaban al azar, en las verdes vertientes.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 1.430 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Bajo las Luces del Sol Naciente

Rubén Darío


Cuento


Era el país de oro y seda, y en el aire fino como de cristal volaban las cigüeñas, y se esponjaban los crisantemos del biombo. Los cerezos florecían, y entre sus ramas alegres se divisaba un monte azul. Una rana de madera labrada era igual a las ranas del pantano. Sobre la laca negra corría un arroyo dorado. Muñecas de carne, con la cabellera atravesada por alfileres áureos, hacían reverencias sonrientes, y gestos menudos. En las casas de papel, en la ignorancia feliz del pudor, se bañaban las niñas. Cortesanas ingenuas servían el té en tacitas de Liliput. En los «kimonos» historiados se envolvían cuerpos casi impúberes e inocentemente venales. Se hablaba de un viejo llamado Hokusai, que se llamaba a sí mismo «el loco del dibujo». Floreros raros se llenaban de flores extrañas ante los budhas risueños. Nobles daimios hacían lucir al sol curvos sables de largo puño. Los «netskes» y las máscaras reproducían faces joviales o aterrorizadas, caras de brujas o regordetas caras infantiles. Al amor de una naturaleza como de fantasía, se vivía una vida casi de sueño.


Leer / Descargar texto

Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 331 visitas.

Publicado el 25 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Charadas

Juan Valera


Cuento


En la misma tertulia del ya citado Capitán general, se entretenían una noche las señoritas y caballeros jóvenes en ponerse charadas.

Estaba allí un estudiante de leyes, que iba ya a graduarse de Licenciado, y que era guapo y listo, si bien poco dichoso en amores.

Entre las señoritas presentes, así por lo graciosa como por lo coqueta, sobresalía D.ª Manolita. Nuestro estudiante la había requerido de amores, y ella, durante algún tiempo, le había querido o había fingido quererle. Después le había dejado por otro. De aquí que el estudiante estuviese con ella, y no sin razón, algo fosco y rostrituerto.

Le llegó su turno de poner una charada y le excitaron para que la pusiese.

El estudiante, encarándose con D.ª Manolita, la puso en estos términos.

—Mi primera y mi segunda, lo que es usted; mi tercera, lo que usted me dice; el todo, lo que yo siento.

En vano se calentaban la cabeza todos los del corro. No pudieron adivinar la charada y se dieron por vencidos. El estudiante entonces explicó la charada de esta manera:

—Mi primera y mi segunda; lo que es usted, infier: mi tercera, lo que usted me dice; no: y el todo, lo que yo siento; infierno.

La charada fue muy aplaudida por los circunstantes; pero D.ª Manolita tuvo alguna turbación y se sonrojó. Procuró, sin embargo, mostrarse fría, tranquila e indiferente, y para ello puso también su charada, que fue como sigue:

—Mi primera y mi segunda, una ninfa; mi tercera, un signo de música; mi cuarta, otro signo de música; y el todo, una cosa que he hecho muy bien en el día de hoy.

El auditorio no fue más feliz con esta charada que con la del estudiante quejoso. Doña Manolita tuvo también que explicarla y dijo:


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 348 visitas.

Publicado el 6 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Ciudad Encantada

Carmen de Burgos


Cuento


I

Comenzaba a despuntar el día en el valle, donde aquellas ocho o diez casuchas eran como una escuadrilla de lanchas perdidas entre el oleaje del océano, así de solas, de apartadas de todo estaban entre las ondulaciones del terreno.

Desde la ciudad hasta allí corría la carretera, cuasi intransitable, encajonada en la garganta de dos montañas, junto al lecho del río. siguiendo la misma linea curva, llena de recovecos, que habían tenido que seguir las aguas para caminar por las sinuosidades del terreno.

Al llegar allí se abría el campo en un horizonte amplio, formando una O inmensa, encerrado por las altas montañas que lo rodeaban.

Agosto, época de sazón de la Naturaleza, cuando los árboles y las viñas dan fruto, la tierra mieses doradas y en los bancales maduran las hortalizas con ese olor de maternidad que impregna el aire, no se notaba allí apenas.

Terreno pedregoso, roquizo, reseco, a pesar de los ríos. Las cebadas y los centenos eran entecos, y el monte producía sólo hierbas olorosas y maderas.

Con las primeras piadas de los pájaros y los primeros resplandores del alba, el lugarcillo se puso en movimiento.

Salieron los hombres en mangas de camisa, despeinados y soñolientos, con prolongados bostezos, a las puertas de las casas, y la primera mirada fué para el cielo, como gente que sabe leer en él la hora y el tiempo.

Aquel rosa fuerte que aureolaba el horizonte, indicaba un calor asfixiante.

Como respondiendo a esta idea, un viejo, que se había asomado a la puerta de la casa más grande del lugar, y que parecía la más lujosa, dijo:

—¡Y van a venir hoy excursionistas para la Ciudad encantada!

—No sabemos si vendrán por aquí o por Villajoyosa, padre —repuso un joven.

—Por aquí pasaron las caballerías con los avíos de la comida —añadió un muchachote—; pero seguramente se van por el otro lado nada nos han dicho.


Leer / Descargar texto

Dominio público
30 págs. / 53 minutos / 242 visitas.

Publicado el 5 de abril de 2021 por Edu Robsy.

Don Rubuerto

José de la Cuadra


Cuento


Difícil será que me olvide alguna vez de mi amigo don Rubuerto Quinto, montuvio viejo de los “laos” de Ñausa.

Estaba yo en su casa cañiza, edificada en plena vega del estero, bien asentada. —“como una vaca que quiere caer a l' agua, blanquito”—, sobre sus cuatro patas fuertes de mangle, delgadas, musculosas, que se hundían profundamente por el lodo hasta afirmarse en lo duro del ribazo.

Era a la tarde, después de la merienda. Junto a la ventana, saboreábamos el café con punta de mallorca y arrojábamos el humo de los cigarros contra los mosquitos.

Me preguntó don Rubuerto:

—¿Usté estudia pa doctor de leyeh'u de medecina?

Le respondí, y él sonrió.

—Ta bueno eso, blanquito. Eh máh mejor que todo. Cierto que ar médico le cai er goteo... Pero l'abogado, con una qui'haga tiene p'al año... Se gana la plata así... así...

Manoteaba en gestos de presa, obstaculizando el revolar de los mosquitos, que manifestaban su cólera zumbando, zunbando...

Guardó un rato de silencio. Luego dijo:

—Yo también n'hey metido en esah vainah der paper seyado.

Y habló de sus triunfos, de sus glorias. Relató en detalle sus pobres audacias, sus zafios ardides de tinterillo de pueblo chico.

—Pero, la mejor que'hey hecho, eh la der paisa der cuño...

—¿Y cómo fue ésa, don Rubuerto?

—Verá... Loh de la Rural bían garrao un paisa mentado... Suáreh me creo de que se yamaba... y lo bían garrao con er cuño, loh'áccidos y todo.. Lo tenían fregao ar paisa, bien atrincado en la barra...

—¿Y?


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 3 minutos / 168 visitas.

Publicado el 26 de abril de 2021 por Edu Robsy.

A lo Vivo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era un pueblecito rayano, Ribamoura, vivero de contrabandistas, donde esta profesión de riesgo y lucro hacía a la gente menos dormida de lo que suelen ser los pueblerinos. Abundaban los mozos de cabeza caliente, y se desdeñaba al que no era capaz de coger una escopeta y salir a la ganancia.

Las mujeres, vestidas y adornadas con lo que da de sí el contrabando, lucían pendientes de ostentosa filigrana, patenas fastuosas, pañuelos de seda de colorines; en las casas no faltaba ron jamaiqueño ni queso de Flandes, y los hombres poseían armas inglesas, bolsas de piel y tabaco Virginia y Macuba. Al través de Portugal, Inglaterra enviaba sus productos, y de España pasaban otros, cruzando el caudaloso río.

Algunos días del año se interrumpía el tráfico y la industria de Ribamoura. El pueblo entero se congregaba a celebrar las solemnidades consuetudinarias, que servían de pretexto para solaces y holgorio. Tal ocurría con el Carnaval, tal con la fiesta de la Patrona, tal con los días de la Semana Santa. A pesar de ser éstos de penitencia y mortificación, para los de Ribamoura tenían carácter de fiesta; en ellos se celebraba, en la iglesia principal, espacioso edificio de la época herreriana, la representación de la Pasión, con personajes de carne y hueso, y encargándose de los papeles gente del pueblo mismo.

Venido de Oporto, un actor portugués, con el instinto dramático de la raza, organizaba y dirigía la representación; pero sin tomar parte en ella. Esto se hubiese considerado en Ribamoura irreverente. «Trabajaban» por devoción y por respeto tradicional a los misterios redentores; pero nunca hubiesen admitido a nadie mercenario, ni tolerado que hiciese los papeles nadie de mala reputación. Gente honrada, aunque contrabandease; que eso no deshonra. Ni por pecado lo daban en el confesionario los frailes.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 595 visitas.

Publicado el 9 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

¡Dame Tiempo, Hermano!

Javier de Viana


Cuento


A Francisco de Viana.


Indalecio y Juan Antonio eran como chanchos.

En el concepto gaucho, esto quiere decir que se revolcaban juntos, se rascaban mutuamente y relinchaban a tiempo.

Es posible que mucha gente entienda tanto esto después como antes de la explicación; y entonces será mejor que no siga leyendo, porque tampoco podrá explicarse el conflicto psicológico que se plantea en estás páginas.

¡Bueno! Indalecio y Juan Antonio eran como chanchos. Peones en la misma estancia, obreros en la misma labor, durante años habían recibido la platita del patrón y los rezongos de la patrona. Juntos se habían achicharrado en los estíos y se habían helado en los inviernos lluviosos y habían dormido juntos, muchísimas veces a campo raso, rondando novillos en las lomas, o hachando coronillas en el bosque; y otras muchísimas habían dormido en el fondo del galpón, sobre cueros de vacunos o sobre fardos de lana, cuerpo contra cuerpo, poncho sobre poncho. En fin, eran como chanchos.

Juan Antonio era huérfano; huérfano como uno de esos talas que nacen entre las piedras sin que nadie los plante.

Indalecio era huérfano, asemejándose su origen al de esos ombúes brotados en las cuchillas como por milagro, sin que ninguna mano humana hubiese cavado un hoyo y depositado una simiente.

Ambos eran guachos; pero con una diferencia: el ombú es siempre solitario, hijo único de un viento vagabundo de un tordo bohemio. Los talas, en cambio, proceden de ovarios prolíferos y generalmente crecen en caterva.

Así, mientras Indalecio era solo como el lucero, Juan Antonio tenía tres hermanos y una hermana. Los hermanos andaban desparramados por ahí, pero Benita se había criado de peona en la estancia.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 30 visitas.

Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Pulsera

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


El opulentísimo Sr. D. Justo Regaliz ha tenido ocasión de saber que todo lo vence el dinero en amores, razón por la cual se conceptúa irresistible. A decir verdad, se le atribuyen triunfos asombrosos, pues no se refieren á mujeres fáciles, sino á encopetadísimas damas del más alto respeto. En Madrid, casi todas las señoras tienen deudas, y, por lo tanto, en peligro su honor. Cuando D. Justo, de sobremesa, fumando un cigarro y tomando una copita empieza la relación de sus triunfos, es cosa de taparse los oídos para no oir la deshonra de las virtudes de Madrid. Es de advertir que estas conquistas no le satisfacen: su verdadera pasión son las cocottes; pero le gusta rendir las mujeres honradas por dar esta satisfacción al vicio.

A D. Justo no le duelen prendas; tales como son sus aventuras las publica; siempre gana en ello su reputación de hombre fastuoso y triunfador.

Oigámosle contar la más reciente de sus aventuras. Acaba de comer en un gabinete de Pomos con varios amigos, y todos le oyen con atención y con envidia.

El, ufano de los sentimientos que inspira, cruza una pierna sobre otra, echa el cuerpo atrás sobre el respaldo de la silla y cierra los ojos como para recoger y percibir mejor sus recuerdos y sus ideas.

He aquí sus palabras:

«Alguna vez, en la calle y en los teatros, había yo visto una mujer que había fijado mi atención por su belleza, por su gracia, por cierta natural desenvoltura bien avenida con el mayor decoro, y porque toda ella, en fin, respiraba una sencillez, una alegría, una frescura, que parecía suavizar las pasiones del corazón, de volverle su juventud y llenarle de esperanzas.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 33 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Los Perseguidos

Horacio Quiroga


Cuento


Una noche que estaba en casa de Lugones, la lluvia arreció de tal modo que nos levantamos a mirar a través de los vidrios. El pampero silbaba en los hilos, sacudía el agua que empañaba en rachas convulsivas la luz roja de los faroles. Después de seis días de temporal, esa tarde el cielo había despejado al sur en un límpido azul de frío. Y he aquí que la lluvia volvía a prometernos otra semana de mal tiempo.

Lugones tenía estufa, lo que halagaba suficientemente mi flaqueza invernal. Volvimos a sentarnos prosiguiendo una charla amena, como es la que se establece sobre las personas locas. Días anteriores aquél había visitado un manicomio, y las bizarrías de su gente añadidas a las que yo por mi parte había observado alguna vez, ofrecían materia de sobra para un confortable vis a vis de hombres cuerdos.

Dada, pues, la noche, nos sorprendimos bastante cuando la campanilla de la calle sonó. Momentos después entraba Lucas Díaz Vélez.

Este individuo ha tenido una influencia bastante nefasta sobre una época de mi vida, y esa noche lo conocí. Según costumbre, Lugones nos presentó por el apellido únicamente, de modo que hasta algún tiempo después ignoré su nombre.

Díaz era entonces mucho más delgado que ahora. Su ropa negra, color trigueño mate, cara afilada y grandes ojos negros, daban a su tipo un aire no común. Los ojos, sobre todo, de fijeza atónita y brillo arsenical, llamaban fuertemente la atención. Peinábase en esa época al medio y su pelo lacio, perfectamente aplastado, parecía un casco luciente.

En los primeros momentos Vélez habló poco. Cruzóse de piernas, respondiendo lo justamente preciso. En un instante en que me volví a Lugones, alcancé a ver que aquél me observaba. Sin duda en otro hubiera hallado muy natural ese examen tras una presentación, pero la inmóvil atención con que lo hacía, me chocó.


Leer / Descargar texto

Dominio público
24 págs. / 43 minutos / 180 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

El Caballo Perdido

Felisberto Hernández


Cuento, autobiografía


Primero se veía todo lo blanco; las fundas grandes del piano y del sofá y otras, más chicas, en los sillones y las sillas. Y debajo estaban todos los muebles; se sabía que eran negros porque al terminar las polleras se les veían las patas. —Una vez que yo estaba solo en la sala le levanté la pollera a una silla; y supe que aunque toda la madera era negra el asiento era de un género verde y lustroso.

Como fueron muchas las tardes en que ni mi abuela ni mi madre me acompañaron a la lección y como casi siempre Celina —mi maestra de piano cuando yo tenía diez años— tardaba en llegar, yo tuve bastante tiempo para entrar en relación íntima con todo lo que había en la sala. Claro que cuando venía Celina los muebles y yo nos portábamos como si nada hubiera pasado.

Antes de llegar a la casa de Celina había tenido que doblar, todavía, por una calle más bien silenciosa. Y ya venía pensando en cruzar la calle hacia unos grandes árboles. —Casi siempre interrumpía bruscamente este pensamiento para ver si venía algún vehículo—. En seguida miraba las copas de los árboles sabiendo, antes de entrar en su sombra, cómo eran sus troncos, cómo salían de unos grandes cuadrados de tierra a los que tímidamente se acercaban algunas losas. Al empezar, los troncos eran muy gruesos, ellos ya habrían calculado hasta dónde iban a subir y el peso que tendrían que aguantar, pues las copas estaban cargadísimas de hojas oscuras y grandes flores blancas que llenaban todo de un olor muy fuerte porque eran magnolias.


Leer / Descargar texto

Dominio público
40 págs. / 1 hora, 10 minutos / 8 visitas.

Publicado el 14 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

3334353637