Textos más populares este mes etiquetados como Cuento | pág. 8

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etiqueta: Cuento


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El Niño del Carrizo

César Vallejo


Cuento


La procesión se llevaría a cabo, a tenor de inmemorial liturgia, en amplias y artísticas andas, resplandecientes de magnolias y de cirios. El anda, este año, sería en forma de huerto. Dos hombres fueron designados para ir a traer de la espesura, la madera necesaria. A costa de artimañas y azogadas maniobras, los dos niños, Miguel y yo, fuimos incluidos en la expedición.

Había que encaminarse hacia un gran carrizal, de singular varillaje y muy diferente de las matas comunes. Se trataba de una caña especial, de excepcional tamaño, más flexible que el junco y cuyos tubos eran susceptibles de ser tajados y divididos en los más finos filamentos. El amarillo de sus gajos, por la parte exterior, tiraba más al amaranto marchito que al oro brasilero. Su mejor mérito radicaba en la circunstancia de poseer un aroma característico, de mística unción, que persistía durante un año entero. El carrizo utilizado en cada Semana Santa, conservado era en casa de mi tío, como una reliquia familiar, hasta que el del año siguiente viniese a reemplazarlo. De la honda quebrada donde crecía, su perfume se elevaba un tanto resinoso, acre y muy penetrante. A su contacto, la fauna vernacular permanecía en éxtasis subconsciente y en las madrigueras chirriaban, entre los colmillos alevosos, rabiosas oraciones.

Miguel llevó sus cinco perros: Bisonte, color de estiércol de cuy, el más inteligente y ágil; Cocuyo, de gran intuición nocturna; Aguano, por su dulzura y pelaje de color caoba, y Rana, el más pequeño de todos. Miguel los conducía en medio de un vocerío riente y ensordecedor.

A medida que avanzábamos, el terreno se hacía más bajo y quebrado, con vegetaciones ubérrimas en frondas húmedas y en extensos macizos de algarrobos. Jirones de pálida niebla se avellonaban al azar, en las verdes vertientes.


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3 págs. / 5 minutos / 1.486 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Nervios

Antón Chéjov


Cuento


El arquitecto Dmitri Osipovitch Vaksin, que ha regresado de la ciudad a su casa de campo, hállase impresionado por la sesión espiritista a que ha asistido. Al desnudarse para acostarse en su lecho solitario (pues su mujer ha ido al santuario de San Sergio), Vaksin va recordando todo lo que acaba de ver y oír. Hablando claro, esta no fué una verdadera sesión espiritista; la velada pasó en conversaciones tétricas. Una señorita empezó por hablar de la adivinación del pensamiento; de esto pasaron a los espíritus, a los fantasmas; de los fantasmas, a los enterrados vivos... Un señor leyó la historia de un muerto que se revolvió en el ataúd. Vaksin pidió un platillo y demostró a las señoritas cómo se procede para comunicar con los espíritus. Llamó a su tío Klavdi Mironovitch y le preguntó mentalmente si no sería propicio en este tiempo poner la casa a nombre de su mujer. A lo que el tío contestó: «Prever siempre está bien.»

—En la Naturaleza hay muchas cosas misteriosas... y temibles—reflexiona Vaksin tapandóse con la manta—. No son los muertos los que asustan; es la incertidumbre...

Suena la una de la noche. Vaksin vuélvese del otro lado y echa una mirada a la lucecita azul de la mariposa. La lucecita centellea y apenas alumbra los rincones y el retrato del tío Klavdi Mironovitch, colgado en la pared, frente a la cama.

—¿Qué haré si ahora en esta penumbra se me aparece la sombra del tío?—pensó Vaksin—. ¡No, son tonterías; esto no puede ser! Los fantasmas son producto de cabezas incultas...

Sin embargo, Vaksin se tapa la cabeza con la manta y cierra los ojos. En su imaginación se le aparecen el muerto que se revolvió en el ataúd, su difunta suegra, un compañero ahorcado, una joven ahogada... Vaksin procura pensar en otras cosas; pero todos sus esfuerzos resultan vanos; sus pensamientos se hacen más temibles y más embrollados. El temor le oprime.


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3 págs. / 6 minutos / 226 visitas.

Publicado el 27 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.

La Hija del Mashorquero

Juana Manuela Gorriti


Cuento


I

Roque Alma-negra era el terror de Buenos Aires. Verdugo por excelencia entre una asociación de verdugos llamada Mashorca y consagrado en cuerpo y alma al tremendo fundador de aquella terrible hermandad, contaba las horas por el numero de sus crímenes, y su brazo perpetuamente armado del puñal, jamás se bajaba sino para herir. Su huella era un reguero de sangre, y había huido de él hacía tanto tiempo la piedad, que su corazón no conservaba de ésta ningún recuerdo y los gemidos del huérfano, de la esposa y de la madre, lo encontraban tan insensible, como la fría hoja de acero que hundía en el pecho de sus víctimas. Cada semejanza con la humanidad había desaparecido de la fisonomía de aquel hombre y su lenguaje, expresión fiel del nombre que sus delitos le habían dado, era una mezcla de ferocidad y de blasfemia que hacía palidecer de espanto a todos aquellos que tenían la desgracia de acercársele.

Sin embargo, entre aquel horrible vocabulario de crueldades y de impiedad, como una flor nacida en el cieno, había una palabra de bendición que Roque pronunciaba siempre.

Clemencia, decía aquel hombre de sangre, cuando fatigado por los crímenes de la noche entraba a su casa al amanecer. Y a este nombre, que sonaba como un sarcasmo en los labios del asesino, una voz tan dulce y melodiosa que parecía venir de los celestes coros, respondía con ternura: ¡Padre! Y una figura de ángel, una joven de dieciséis años, con grandes ojos azules y ceñidas de una aureola de rizos blondos salía al encuentro del mashorquero y lo abrazaba con dolorosa efusión. Era su hija.

Roque la amaba como el tigre ama sus cachorros, con un amor feroz. Por ella hubiera llevado el hiero y el fuego a los extremos del mundo; por ella hubiera vertido su propia sangre; pero no le habría sacrificado ni una sola gota de su venganza, ni uno solo de sus instintos homicidas.


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18 págs. / 32 minutos / 510 visitas.

Publicado el 2 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Escritor Fracasado

Roberto Arlt


Cuento


Nadie se imagina el drama escondido bajo las líneas de mi rostro sereno, pero yo también tuve veinte años, y la sonrisa del hombre sumergido en la perspectiva de un triunfo próximo. Sensación de tocar el cielo con la punta de los dedos, de espiar desde una altura celeste y perfumada, el perezoso paso de los mortales en una llanura de ceniza.

Me acuerdo...

Emprendí con entusiasmo un camino de primavera invisible para la multitud, pero auténticamente real para mí. Trompetas de plata exaltaban mi gloria entre las murallas de la ciudad embadurnada groseramente y las noches se me vestían en los ojos de un prodigio antiguo, por nadie vivido.

Abultamiento de ramajes negros, sobre un canto de luna amarilla, trazaban, en mi imaginación, panoramas helénicos y el susurro del viento entre las ramas se me figuraba el eco de bacantes que danzaran al son de sistros y laúdes.

¡Oh! aunque no lo creáis, yo también he tenido veinte años soberbios como los de un dios griego y los inmortales no eran sombras doradas como lo son para el entendimiento del resto de los hombres, sino que habitaban un país próximo y reían con enormes carcajadas; y, aunque no lo creáis, yo los reverenciaba, teniendo que contenerme a veces para no lanzarme a la calle y gritar a los tenderos que medían su ganancia tras enjalbegados mostradores:

—Vedme, canallas...; yo también soy un dios rodeado por grandes nubes y arcadas de flores y trompetas de plata.

Y mis veinte años no eran deslustrados y feos como los de ciertos luchadores despiadados. Mis veinte años prometían la gloria de una obra inmortal. Bastaba entonces mirar mis ojos lustrosos, el endurecimiento de mi frente, la voluntad de mi mentón, escuchar el timbre de mi risa, percibir el latido de mis venas para comprender que la vida desbordaba de mí, como de un cauce harto estrecho.


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27 págs. / 48 minutos / 320 visitas.

Publicado el 28 de abril de 2023 por Edu Robsy.

La Llama

Horacio Quiroga


Cuento


«Ha fallecido ayer, a los ochenta y seis años, la duquesa de La Tour-Sedan. La enfermedad de la ilustre anciana, sumida en sueño cataléptico desde 1842, ha constituido uno de los más extraños casos que registra la patología nerviosa».

El viejo violinista, al leer la noticia en Le Gaulois, me pasó el diario sin decir una palabra y quedó largo rato pensativo.

—¿La conocía usted? —le pregunté.

—¿Conocerla? —me respondió—. ¡Oh, no! Pero…

Fue a su escritorio, y volvió a mi lado con un retrato que contempló mudo un largo instante.

La criatura retratada era realmente hermosa. Llevaba el pelo apartado sobre las sienes, en dos secos golpes, como si la mano acabara de despejar bruscamente la frente. Pero lo admirable de aquel rostro eran los ojos. Su mirada tenía una profundidad y una tristeza extraordinarias, que la cabeza, un poco echada atrás, no hacía sino realzar.

—¿Es hija… o nieta de esta señora que ha muerto? —le pregunté.

—Es ella misma —repuso en voz baja—. He visto el daguerrotipo original… y en una ocasión única en mi vida —concluyó en voz más baja aún.

Quedó de nuevo pensativo, y al fin levantó los ojos a mí.

—Yo soy viejo ya —me dijo— y me voy… No he hecho en mi vida lo que he querido, pero no me quejo. Usted, que es muy joven y cree sentirse músico —y estoy seguro de que lo es— merece conocer esta ocasión de que le he hablado… Óigame:


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9 págs. / 16 minutos / 355 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Príncipe Feliz

Oscar Wilde


Cuento


En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz.

Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada.

Por todo lo cual era muy admirada.

—Es tan hermoso como una veleta —observó uno de los miembros del Concejo que deseaba granjearse una reputación de conocedor en el arte—. Ahora, que no es tan útil —añadió, temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico.

Y realmente no lo era.

—¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? —preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna—. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito.

—Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz —murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa.

—Verdaderamente parece un ángel —decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.

—¿En qué lo conocéis —replicaba el profesor de matemáticas— si no habéis visto uno nunca?

—¡Oh! Los hemos visto en sueños —respondieron los niños.

Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar.

Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad.

Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás.

Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se detuvo para hablarle.

—¿Quieres que te ame? —dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos.

Y el Junco le hizo un profundo saludo.


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10 págs. / 18 minutos / 2.114 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Ninfa

Rubén Darío


Cuento


Cuento parisiense

En el castillo que últimamente acaba de adquirir Lesbia, esta actriz caprichosa y endiablada que tanto ha dado que decir al mundo por sus extravagancias, nos hallábamos a la mesa hasta seis amigos. Presidía nuestra Aspasia, quien a la sazón se entretenía en chupar como niña golosa un terrón de azúcar húmedo, blanco entre las yemas sonrosadas. Era la hora del chartreuse. Se veía en los cristales de la mesa como una disolución de piedras preciosas, y la luz de los candelabros se descomponía en las copas medio vacías, donde quedaba algo de la púrpura del borgoña, del oro hirviente del champaña, de las líquidas esmeraldas de la menta.

Se hablaba con el entusiasmo de artista de buena pasta, tras una buena comida. Éramos todos artistas, quién más, quién menos, y aun había un sabio obeso que ostentaba en la albura de una pechera inmaculada el gran nudo de una corbata monstruosa.

Alguien dijo: —¡Ah, sí, Fremiet! —Y de Fremiet se pasó a sus animales, a su cincel maestro, a dos perros de bronce que, cerca de nosotros, uno buscaba la pista de la pieza, otro, como mirando al cazador, alzaba el pescuezo y arbolaba la delgadez de su cola tiesa y erecta. ¿Quién habló de Mirón? El sabio, que recitó en griego el epigrama de Anacreonte: Pastor, lleva a pastar más lejos tu boyada no sea que creyendo que respira la vaca de Mirón, la quieras llevar contigo.

Lesbia acabó de chupar su azúcar, y con una carcajada argentina:

—¡Bah! Para mí, los sátiros. Yo quisiera dar vida a mis bronces, y si esto fuese posible, mi amante sería uno de esos velludos semidioses. Os advierto que más que a los sátiros adoro a los centauros; y que me dejaría robar por uno de esos monstruos robustos, sólo por oír las quejas del engañado, que tocaría su flauta lleno de tristeza.

El sabio interrumpió:


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4 págs. / 7 minutos / 508 visitas.

Publicado el 14 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Gigante Egoísta

Oscar Wilde


Cuento


Todas las tardes, a la salida de la escuela, los niños se habían acostumbrado a ir a jugar al jardín del gigante. Era un jardín grande y hermoso, cubierto de verde y suave césped. Dispersas sobre la hierba brillaban bellas flores como estrellas, y había una docena de melocotones que, en primavera, se cubrían de delicados capullos rosados, y en otoño daban sabroso fruto.

Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan deliciosamente que los niños interrumpían sus juegos para escucharlos.

—¡Qué felices somos aquí!— se gritaban unos a otros.

Un día el gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo, el ogro de Cornualles, y permaneció con él durante siete años. Transcurridos los siete años, había dicho todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su castillo. Al llegar vio a los niños jugando en el jardín.

—¿Qué estáis haciendo aquí?— les gritó con voz agria. Y los niños salieron corriendo.

—Mi jardín es mi jardín— dijo el gigante. —Ya es hora de que lo entendáis, y no voy a permitir que nadie mas que yo juegue en él.

Entonces construyó un alto muro alrededor y puso este cartel:


Prohibida la entrada.
Los transgresores serán
procesados judicialmente.
 

Era un gigante muy egoísta.

Los pobres niños no tenían ahora donde jugar.

Trataron de hacerlo en la carretera, pero la carretera estaba llena de polvo y agudas piedras, y no les gustó.

Se acostumbraron a vagar, una vez terminadas sus lecciones, alrededor del alto muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro lado.

—¡Que felices éramos allí!— se decían unos a otros.

Entonces llegó la primavera y todo el país se llenó de capullos y pajaritos. Solo en el jardín del gigante egoísta continuaba el invierno.


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5 págs. / 9 minutos / 2.460 visitas.

Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Misterio de los Tres Sobretodos

Roberto Arlt


Cuento


De haberse sabido que fue Ernestina la que descubrió al ladrón, probablemente Ernestina hubiera ido a parar a presidio por un largo tiempo de su vida... Nunca pudo ser aclarado el misterio de la oficina.

Ateniéndose a los sucesos tal me fueron narrados, podría afirmar que “el enigma de la oficina” fue uno de los tantos dramas oscuros que se gestan en las entrañas de las grandes ciudades, donde las bagatelas terminan por revestir un contorno de episodio cruento en la conciencia de las personas que a diario se soportan en un ambiente estrecho de trabajo y duro de responsabilidades.

La policía realizó investigaciones superficiales en tomo del grave suceso, pero acabó por abandonar la búsqueda del autor o autora, por creer en cierto modo que el asunto no merecía el tiempo que absorbía a las actividades de los funcionarios, ocupados en novedades de mayor trascendencia.

He aquí cómo se gestó el suceso conocido entre los empleados de la “Casa Xenius, ropería para hombres y mujeres, artículos de confección, etc.”, bajo el nombre de “El misterio de los tres sobretodos”.

En la oficina de Expedición al interior de la casa Xenius comenzaron a desaparecer prendas de vestir.

Un día fue un cinturón, ¡un cinturón sin hebilla!, lo que demuestra que el ladrón echaba mano a lo que podía; otra vez fue un sobre con la suma de doce pesos, olvidado en el cajón de Ernestina; otra vez fue un retazo de seda. Un retazo de un metro, valuado en ocho pesos...


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7 págs. / 12 minutos / 595 visitas.

Publicado el 1 de enero de 2024 por Edu Robsy.

El Hombre Muerto

Leopoldo Lugones


Cuento


La aldeíta donde nos detuvimos con nuestros carros, después de efectuar por largo tiempo una mensura en el despoblado, contaba con un loco singular, cuya demencia consistía en creerse muerto.
Había llegado allí varios meses atrás, sin querer referir su procedencia, y pidiendo con encarecimiento desesperado que le consideraran difunto.

De más está decir que nadie pudo deferir a su deseo; por más que muchos, ante su desesperación, simularan y aquello no hacía sino multiplicar sus padecimientos.

No dejó de presentarse ante nosotros, tan pronto como hubimos llegado, para imploramos con una desolada resignación, que positivamente daba lástima, la imposible creencia. Así lo hacía con los viajeros que, de tarde en tarde, pasaban por el lugarejo.

Era un tipo extraordinariamente flaco, de barba amarillosa, envuelto en andrajos, un demente cualquiera; pero el agrimensor resultó afecto al alienismo, y no desperdició la ocasión de interrogar al curioso personaje. Este se dio cuenta, acto continuo, de lo que mi amigo se proponía, y abrevió preámbulos con una nitidez de expresión, por todos conceptos discorde con su catadura.

—Pero yo no soy loco —dijo con una notable calma, que mal velaba, no obstante, su doloroso pesimismo—. Yo no soy loco, y estoy muerto, efectivamente, hace treinta años. Claro. ¿Para qué me morí?

Mi amigo me guiñó disimuladamente. Aquello prometía.

—Soy nativo de tal punto, me llamo Fulano de Tal, tengo familia allá…

(Por mi parte, callo estas referencias, pues no quiero molestar a personas vivientes y próximas.)

—Padecía de desmayos, tan semejantes a la muerte, que después de alarmar hasta el espanto, concluyeron por infundir a todos la convicción de que yo no moriría de eso. Unos doctores lo certificaron con toda su ciencia. Parece que tenía la solitaria.


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2 págs. / 3 minutos / 752 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

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