Textos más populares esta semana etiquetados como Cuento | pág. 10

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etiqueta: Cuento


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El Triple Robo de Bellamore

Horacio Quiroga


Cuento


Días pasados los tribunales condenaron a Juan Carlos Bellamore a la pena de cinco años de prisión por robos cometidos en diversos bancos. Tengo alguna relación con Bellamore: es un muchacho delgado y grave, cuidadosamente vestido de negro. Le creo tan incapaz de esas hazañas como de otra cualquiera que pida nervios finos. Sabía que era empleado eterno de bancos; varias veces se lo oí decir, y aun agregaba melancólicamente que su porvenir estaba cortado; jamás sería otra cosa. Sé además que si un empleado ha sido puntual y discreto, él es ciertamente Bellamore. Sin ser amigo suyo, lo estimaba, sintiendo su desgracia. Ayer de tarde comenté el caso en un grupo.

—Sí —me dijeron—; le han condenado a cinco años. Yo lo conocía un poco; era bien callado. ¿Cómo no se me ocurrió que debía ser él? La denuncia fue a tiempo.

—¿Qué cosa? —interrogué sorprendido.

—La denuncia; fue denunciado.

—En los últimos tiempos —agregó otro— había adelgazado mucho.

Y concluyó sentenciosamente:

—Lo que es yo no confío más en nadie.

Cambié rápidamente de conversación. Pregunté si se conocía al denunciante.

—Ayer se supo. Es Zaninski.

Tenía grandes deseos de oír la historia de boca de Zaninski: primero, la anormalidad de la denuncia, falta en absoluto de interés personal; segundo, los medios de que se valió para el descubrimiento. ¿Cómo había sabido que era Bellamore?

Este Zaninski es ruso, aunque fuera de su patria desde pequeño. Habla despacio y perfectamente el español, tan bien que hace un poco de daño esa perfección, con su ligero acento del Norte. Tiene ojos azules y cariñosos que suele fijar con una sonrisa dulce y mortificante. Cuentan que es raro. Lástima que en estos tiempos de sencilla estupidez no sepamos ya qué creer cuando nos dicen que un hombre es raro.


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3 págs. / 5 minutos / 136 visitas.

Publicado el 24 de enero de 2024 por Edu Robsy.

Almas Cándidas

Horacio Quiroga


Cuento


Un matrimonio joven que vivía en el campo tuvo un perro inteligente, grande y bueno. Se llamaba León. Vigilaba la chacra próspera, arreaba los bueyes, era su grande amigo. Mucho le querían; y si a un perro así no se quiere, ¿a quién se va a tener cariño en este mundo? Cuando se enfermó, se miraron sin saber qué hacer. Dormía todo el día, se restregaba horas enteras contra el marco de las puertas. Una mañana Emilio le llamó y no pudo levantarse. Hizo un esfuerzo, alzó la cabeza a todos lados, desorientado, y la dejó caer gimiendo. Lo llevaron en seguida a la cocina.

Aunque viéndole envejecer y acercarse a una muerte injusta para el noble amigo, estuvieron todo el día preocupados. Cuando de noche fueron a verle, estaba peor. Se acostaron callados, uno al lado del otro; no tenían ciertamente ganas de hablar. Después de largo rato de silencio ella le preguntó:

—¿Es difícil curar a los perros, no?

—Difícil.

Todos los fieles recuerdos de León, a la muerte, surgieron entonces, uno tras otro.

A la mañana siguiente León no conocía más. Se estremecía sin cesar, y no pudieron abrirle la boca. En cuclillas a su lado, le miraban sin apartar la vista, esperando verle morir de un momento a otro.

De tarde murió. Esa noche comieron apenas.

—¿Murió a las dos?

—Sí, a las dos y media.

Cuando se pierde un animal así, bueno como pocos, justo es que no se piense sino en él. Mas en lo hondo sentíanse disgustados de sí mismos por haber sido injustos con León. ¿Para qué quererle así si al otro día habrían de tirarle en el monte, como a una cosa que no se quiere más?

De codos sobre la mesa jugaban distraídamente con el cuchillo.

Dos o tres veces ella quiso hablar y se detuvo. Al fin dijo:

—Hay personas que entierran a los perros. Eso es ridículo, yo creo.


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1 pág. / 2 minutos / 94 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

Un Crimen Científico

José Fernández Bremón


Cuento


Á mi querido tío
D. José María Bremon


Permite que tu nombre respetable figure en las primeras páginas del libro en que colecciono estos cuentos, dispersos hasta ahora en los periódicos. En tu casa, siendo niño y huérfano, hizo á hurtadillas mi pluma sus cándidos ensayos. En tu librería, que forcé muchas veces para leen las obras que ocultabas á mi prematura curiosidad, está el gérmen de estos cuentos: en la consideracion y prestigio que te habian conquistado tus trabajos literarios y políticos fundaba mis aspiraciones á distinguirme, que no se han realizado: es evidente que hay en este libro y en cuanto escriba algo que te pertenece, y debes restituirte tu agradecido y respetuoso sobrino,


Pepe.

Primera parte

I

Los vecinos de un pueblo de Castilla cargaban de grano sus carretas y sacaban á la plaza sus ganados para conducirlos á la feria: los que nada tenian que vender, ayudaban cargar, ó formaban corrillos bulliciosos. A la puerta de una de las casas habia un carro tan repleto de trigo, que los sacos parecian una especie de montaña: cuatro robustas mulas uncidas esperaban en traje de camino, es decir, llevaban al costado sus raciones en los correspondientes talegos, como llevamos nuestras carteras de viaje. El carro, el atalaje y el ganado indicaban en sus dueños desahogo y abundancia: sin embargo de eso, una mujer jóven, con el rostro inquieto y la voz conmovida, decia á un fornido labrador que, látigo en mano, se disponia á arrear á las caballerías.

—¡Por Dios, Tomás! No juegues en la feria: llevas todo lo que nos queda, y si lo pierdes, tendrémos que empeñar hasta los ojos.

—Lucía, no tengas cuidado; respondió el buen mozo mirando con cariño á su mujer: pasado mañana estaré de vuelta con el carro vacío y la bolsa bien provista: estoy desengañado, y, ademas, te he prometido no jugar.


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29 págs. / 51 minutos / 43 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Las Medias de los Flamencos

Horacio Quiroga


Cuento, Cuento infantil


Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y los sapos, a los flamencos, y a los yacarés y los pescados. Los pescados, como no caminan, no pudieron bailar; pero siendo el baile a la orilla del río, los pescados estaban asomados a la arena, y aplaudían con la cola.

Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un collar de bananas, y fumaban cigarros paraguayos. Los sapos se habían pegado escamas de pescado en todo el cuerpo, y caminaban meneándose, como si nadaran. Y cada vez que pasaban muy serios por la orilla del río, los pescados les gritaban haciéndoles burla.

Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo, y caminaban en dos pies. Además, cada una llevaba colgando como un farolito, una luciérnaga que se balanceaba.

Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas sin excepción, estaban vestidas con traje de bailarina, del mismo color de cada víbora. Las víboras coloradas llevaban una pollerita de tul colorado; las verdes, una de tul verde; las amarillas, otra de tul amarillo; y las yararás, una pollerita de tul gris pintada con rayas de polvo de ladrillo y ceniza, porque así es el color de las yararás.

Y las más espléndidas de todas eran las víboras de coral, que estaban vestidas con larguísimas gasas rojas, blancas y negras, y bailaban como serpentinas.

Cuando las víboras danzaban y daban vueltas apoyadas en las puntas de la cola, todos los invitados aplaudían como locos.

Sólo los flamencos, que entonces tenían las patas blancas, y tienen ahora como antes la nariz muy gruesa y torcida, sólo los flamencos estaban tristes, porque como tienen muy poca inteligencia, no habían sabido cómo adornarse. Envidiaban el traje de todos, y sobre todo el de las víboras de coral. Cada vez que una víbora pasaba por delante de ellos, coqueteando y haciendo ondular las gasas de serpentina, los flamencos se morían de envidia.


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4 págs. / 7 minutos / 5.385 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Rayo de Luna

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.

Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerles un rato.

Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador.

Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones, y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra una piedra.

—¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? —preguntaba algunas veces su madre.

—No sabemos —respondían sus servidores:— acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo.

En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le siguiese a todas partes.


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11 págs. / 19 minutos / 2.034 visitas.

Publicado el 7 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Promesa

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


I

Margarita lloraba con el rostro oculto entre las manos; lloraba sin gemir, pero las lágrimas corrían silenciosas a lo largo de sus mejillas, deslizándose por entre sus dedos para caer en la tierra, hacia la que había doblado su frente.

Junto a Margarita estaba Pedro, quien levantaba de cuando en cuando los ojos para mirarla y, viéndola llorar, tornaba a bajarlos, guardando a su vez un silencio profundo.

Y todo callaba alrededor y parecía respetar su pena. Los rumores del campo se apagaban; el viento de la tarde dormía, y las sombras comenzaban a envolver los espesos árboles del soto.

Así transcurrieron algunos minutos, durante los cuales se acabó de borrar el rastro de luz que el sol había dejado al morir en el horizonte; la luna comenzó a dibujarse vagamente sobre el fondo violado del cielo del crepúsculo, y unas tras otras fueron apareciendo las mayores estrellas.

Pedro rompió al fin aquel silencio angustioso, exclamando con voz sorda y entrecortada y como si hablase consigo mismo:

—¡Es imposible..., imposible!

Después, acercándose a la desconsolada niña y tomando una de sus manos, prosiguió con acento más cariñoso y suave:


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10 págs. / 18 minutos / 1.774 visitas.

Publicado el 7 de julio de 2016 por Edu Robsy.

En la Noche

Horacio Quiroga


Cuento


Las aguas cargadas y espumosas del Alto Paraná me llevaron un día de creciente desde San Ignacio al ingenio San Juan, sobre una corriente que iba midiendo seis millas en la canal, y nueve al caer del lomo de las restingas.

Desde abril yo estaba a la espera de esa crecida. Mis vagabundajes en canoa por el Paraná, exhausto de agua, habían concluido por fastidiar al griego. Es éste un viejo marinero de la Marina de guerra inglesa, que probablemente había sido antes pirata en el Egeo, su patria, y que con más certidumbre había sido antes contrabandista de caña en San Ignacio, desde quince años atrás. Era, pues, mi maestro de río.

—Está bien —me dijo al ver el río grueso—. Usted puede pasar ahora por un medio, medio regular marinero. Pero le falta una cosa, y es saber lo que es el Paraná cuando está bien crecido. ¿Ve esa piedraza —me señaló— sobre la corredera del Greco? Pues bien; cuando el agua llegue hasta allí y no se vea una piedra de la restinga, váyase entonces a abrir la boca ante el Teyucuaré por los cuatro lados, y cuando vuelva podrá decir que sus puños sirven para algo. Lleve otro remo también, porque con seguridad va a romper uno o dos. Y traiga de su casa una de sus mil latas de kerosene, bien tapada con cera. Y así y todo es posible que se ahogue.

Con un remo de más, en consecuencia, me dejé tranquilamente llevar hasta el Teyucuaré.


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10 págs. / 18 minutos / 1.053 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Berenice

Edgar Allan Poe


Cuento


Dicebant mihi sodales, si sepulchrum
amicæ visitarem, curas meas aliquantulum
fore levatas

— Ebn Zaiat.


La miseria es múltiple. La desgracia afecta diversas formas. Extendiéndose por el vasto horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados, tan distintos y hasta tan íntimanente mezclados, como los que presenta ese fenómeno. ¡Extendiéndose por el vasto horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de lo desagradable? ¿del anuncio de paz, un símil de dolor? Pero así como en ética el mal es una consecuencia del bien, en la realidad, es del placer que ha nacido el dolor. Ó la memoria de la dicha pasada es la pena de hoy, ó las agonías presentes tienen su origen en los éxtasis que pueden haber existido.

Mi nombre de bautismo es Egœus; el de mi familia no lo diré. No hay en la tierra mansión más antigua que mi sombrío, gris y hereditario castillo. Nuestra raza ha sido llamada raza de visionarios; y en algunas circuns­tancias extrañas, en el carácter de la casa señorial, en los frescos del salón principal, en las tapicerías de los dormitorios, en el cincel de algunas columnas de la sala de armas, en la forma de la biblioteca, y, en fin, en la naturaleza verdaderamente singular de los libros en­cerrados en ella, hay más que suficiente materia para disculpar esa creencia.


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Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Grisú

Baldomero Lillo


Cuento


En el pique se había paralizado el movimiento. Los tumbadores fumaban silenciosamente entre las hileras de vagonetas vacías, y el capataz mayor de la mina, un hombrecillo flaco cuyo rostro rapado, de pómulos salientes, revelaba firmeza y astucia, aguardaba de pie con su linterna encendida junto al ascensor inmóvil. En lo alto el sol resplandecía en un cielo sin nubes y una brisa ligera que soplaba de la costa traía en sus ondas invisibles las salobres emanaciones del océano.

De improviso el ingeniero apareció en la puerta de entrada y se adelantó haciendo resonar bajo sus pies las metálicas planchas de la plataforma. Vestía un traje impermeable y llevaba en la diestra una linterna. Sin dignarse contestar el tímido saludo del capataz, penetró en la jaula seguido por su subordinado, y un segundo después desaparecían calladamente en la oscura sima.

Cuando, dos minutos después, el ascensor se detenía frente a la galería principal, las risotadas, las voces y los gritos que atronaban aquella parte de la mina cesaron como por encanto, y un cuchicheo temeroso brotó de las tinieblas y se propagó rápido bajo la sombría bóveda.

Míster Davis, el ingeniero jefe, un tanto obeso, alto, fuerte, de rubicunda fisonomía en la que el whiskey había estampado su sello característico, inspiraba a los mineros un temor y respeto casi supersticioso. Duro e inflexible, su trato con el obrero desconocía la piedad y en su orgullo de raza consideraba la vida de aquellos seres como una cosa indigna de la atención de un gentleman que rugía de cólera si su caballo o su perro eran víctimas de la más mínima omisión en los cuidados que demandaban sus preciosas existencias.

Indignábale como una rebelión la más tímida protesta de esos pobres diablos y su pasividad de bestias le parecía un deber cuyo olvido debía castigarse severamente.


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20 págs. / 35 minutos / 310 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

¡Adiós, Cordera!

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Eran tres: ¡siempre los tres! Rosa, Pinín y la Cordera.

El prao Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado, le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.

Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón, que, aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.


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11 págs. / 19 minutos / 1.310 visitas.

Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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