I
Era encantadora aquella criatura, cuyo cuerpo delicado y blanco parecía hecho de pétalos de rosa.
Su cabecita pequeña y dulce estaba adornada por espléndida cabellera
rubia, que juntamente con aquellos ojos azules y melancólicos, con
aquella sonriente boca que se dibujaba bajo la correcta naricilla y con
aquel cuerpo alabastrino e impecable que se erguía entre un mar de gasas
y terciopelos, sedas y encajes, causaba en el ánimo una impresión
tierna, sencilla, algo así como la contemplación de una blanca azucena
sobre el campo obscuro, algo como la impresión visual de esas irisadas
espumas que a veces cabalgan sobre las crestas de las olas, amenazando
deshacerse y pulverizarse a cada instante.
II
La niña marchaba sonriente por el campo una hermosa tarde de
primavera en que el sol, ya en su ocaso, teñía de rosa las lejanas
nieves de la sierra y pintaba el horizonte con arreboles de fuego y
sangre.
La joven, al pasear, cortaba incesantemente margaritas y violetas,
primaveras y alelíes salvajes, azules campanillas y blancas correhuelas,
que iban formando un inmenso brazado de penetrante olor. Y entonando
una alegre canción, daba voz a la soledad augusta de los campos, que con
su silencio preparábanse para el sueño general de la Naturaleza.
III
Cansada ya la niña de la excursión hecha a través de las praderas, se retiró a su gabinete para descansar de tan fatigoso día.
Colocó las flores al lado de su almohada, desciñó de su cuerpo la
flotante bata, deshizo sus rubias trenzas y reclinó su gracioso cuerpo
sobre el blanco lecho, que la recibió amorosamente.
Entretanto las margaritas bajaban sus blancas corolas llenas de
vergüenza, las violetas escondían sus moribundos pétalos tras los
lívidos de las campanillas, que llenas de amargura se apretaban contra
las correhuelas pálidas de envidia, pues todas ellas eran menos hermosas
que la joven durmiendo.
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