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A Rey Muerto

Arturo Robsy


Cuento


Isaac Valls Pujol llegó a ser el Rey de la Bisutería. Cuando su fábrica española empezó a perder mercados a causa de la competencia oriental, tuvo arrestos para quemar sus naves: vendió, viajó a Taiwan y allí, juntando sus pesetas y los créditos del gobierno para la inversión, empezó a explotar a los chinos.

Tanto éxito tuvo que fue coronado Rey de la Bisutería mientras aquellos chinos, que no sabían lo que era un sindicato, trabajaban para él por una vigésima parte del salario de un español. Y dando las gracias.

Un mal día pasó la Estigia, meditando.

Dejaba tras él un imperio y un desasosiego. Sobre sus últimos momentos se había derramado la luz del entendimiento y tuvo tiempo para comprender que había despilfarrado su vida: no sólo no podía llevarse el fruto de sus explotaciones chinescas, sino que el resto de su equipaje para la eternidad era ridículo: un alma polvorienta y con telarañas a causa del desuso, y el dolor de ver como la humanidad seguiría portándose como él, como si la muerte no existiera, como si fuera posible embarcar las riquezas en un cohete y mandarlas, expresas, la cielo.

Su testamento tuvo, además, la virtud de aumentar las tiradas de la prensa sensacionalista: dejaba toda su fortuna china al hombre más bueno del mundo. No al mejor. Al más bueno, o sea, al que dispusiera de más bondad. Albaceas, un juez retirado y un fraile pobre como las ratas. El resultado, verdaderas peregrinaciones con memorandos que llevaban una detallada explicación del debe y el haber de la bondad de los aspirantes.

La humanidad, tan enorme, da mucho de sí: había héroes que salvaron cientos de vidas y humildes que cuidaron a su anciana madre con devoción y entrega. La prensa aireaba la bondad humana como antes exhibió la perversión o los desnudos. Para bien o para mal, la fortuna del Rey de la Bisutería, al hacerla rentable, despertaba interés hacia la santidad.


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4 págs. / 8 minutos / 400 visitas.

Publicado el 21 de abril de 2016 por Edu Robsy.

La Enamorada

Rafael Barrett


Cuento


Parecía vieja, a pesar de no cumplir aún treinta y cinco años. Las labores bestiales de la chacra, el sol que calcina el surco y resquebraja la arcilla la habían curtido y arrugado la piel.

Tenía la cara hinchada y roja, el andar robusto, los ojos chicos, atornillados y negros. Era miserable. Se llamaba Victoria.

Vivía de escardar campos ajenos, de fregar pisos, de ir a vender, a enormes distancias, un cesto de legumbres.

Su densa cabellera desgreñada estaba siempre sudorosa; en sus harapos siempre había barro o polvo, y cansancio en los huesos de sus pies.

Victoria era célebre en el pueblo, no por infeliz y abandonada, que esto no llama la atención, sino porque decían que no estaba en su juicio. La locura inofensiva es un espectáculo barato, divertido y moral. Hace reír seriamente. Los chiquillos seguían en tropel a Victoria; no la apedreaban demasiado; comprendían que era buena.

Los hombres la dirigían preguntas estrambóticas, y experimentaban ante ella la necesidad de volverse locos un rato; las mujeres se burlaban con algún ensañamiento. Victoria pasaba, andrajosa, tenaz, lamentable, llevando en los ojillos negros la chispa que irrita a la multitud y levanta las furias y hasta los perros se alborotaban con aquel escándalo de un minuto, con aquella aventura que rompía el tedio del largo camino fatigoso.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 359 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Aniuta

Antón Chéjov


Cuento


Por la peor habitación del detestable Hotel Lisboa paseábase infatigablemente el estudiante de tercer año de Medicina Stepan Klochkov. Al par que paseaba, estudiaba en voz alta. Como llevaba largas horas entregado al doble ejercicio, tenía la garganta seca y la frente cubierta de sudor.

Junto a la ventana, cuyos cristales empañaba la nieve congelada, estaba sentada en una silla, cosiendo una camisa de hombre, Aniuta, morenilla de unos veinticinco años, muy delgada, muy pálida, de dulces ojos grises.

En el reloj del corredor sonaron, catarrosas, las dos de la tarde; pero la habitación no estaba aún arreglada. La cama hallábase deshecha, y se veían, esparcidos por el aposento, libros y ropas. En un rincón había un lavabo nada limpio, lleno de agua enjabonada.

—El pulmón se divide en tres partes —recitaba Klochkov—. La parte superior llega hasta cuarta o quinta costilla...

Para formarse idea de lo que acababa de decir, se palpó el pecho.

—Las costillas están dispuestas paralelamente unas a otras, como las teclas de un piano —continuó— Para no errar en los cálculos, conviene orientarse sobre un esqueleto o sobre un ser humano vivo... Ven, Aniuta, voy a orientarme un poco...

Aniuta interrumpió la costura, se quitó el corpiño y se acercó. Klochkov se sentó ante ella, frunció las cejas y empezó a palpar las costillas de la muchacha.

—La primera costilla —observó— es difícil de tocar. Está detrás de la clavícula... Esta es la segunda, esta es la tercera, esta es la cuarta... Es raro; estás delgada, y, sin embargo, no es fácil orientarse sobre tu tórax... ¿Qué te pasa?

—¡Tiene usted los dedos tan fríos!...

—¡Bah! No te morirás... Bueno; esta es la tercera, esta es la cuarta... No, así las confundiré... Voy a dibujarlas...


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 354 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Antolín S. Paparrigópulos

Miguel de Unamuno


Cuento


Y decidió ir a consultarlo con Antolín S. —o sea Sánchez— Paparrigópulos, que por entonces se dedicaba a estudios de mujeres, aunque más en los libros que no en la vida.

Antolín S. Paparrigópulos era lo que se dice un erudito, un joven que había de dar a la patria días de gloria dilucidando sus más ignoradas glorias. Y si el nombre de S. Paparrigópulos no sonaba aún entre los de aquella juventud bulliciosa que a fuerza de ruido quería atraer sobre sí la atención pública, era porque poseía la verdadera cualidad íntima de la fuerza: la paciencia, y porque era tal su respeto al público y a sí mismo, que dilataba la hora de su presentación hasta que, suficientemente preparado, se sintiera seguro en el suelo que pisaba.

Muy lejos de buscar con cualquier novedad arlequinesca un efímero renombre de relumbrón cimentado sobre la ignorancia ajena, aspiraba en cuantos trabajos literarios tenía en proyecto, a la perfección que en lo humano cabe y a no salirse, sobre todo, de los linderos de la sensatez y del buen gusto. No quería desafinar para hacerse oír, sino reforzar con su voz, debidamente disciplinada, la hermosa sinfonía genuinamente nacional y castiza.


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Dominio público
9 págs. / 16 minutos / 307 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Grisú

Baldomero Lillo


Cuento


En el pique se había paralizado el movimiento. Los tumbadores fumaban silenciosamente entre las hileras de vagonetas vacías, y el capataz mayor de la mina, un hombrecillo flaco cuyo rostro rapado, de pómulos salientes, revelaba firmeza y astucia, aguardaba de pie con su linterna encendida junto al ascensor inmóvil. En lo alto el sol resplandecía en un cielo sin nubes y una brisa ligera que soplaba de la costa traía en sus ondas invisibles las salobres emanaciones del océano.

De improviso el ingeniero apareció en la puerta de entrada y se adelantó haciendo resonar bajo sus pies las metálicas planchas de la plataforma. Vestía un traje impermeable y llevaba en la diestra una linterna. Sin dignarse contestar el tímido saludo del capataz, penetró en la jaula seguido por su subordinado, y un segundo después desaparecían calladamente en la oscura sima.

Cuando, dos minutos después, el ascensor se detenía frente a la galería principal, las risotadas, las voces y los gritos que atronaban aquella parte de la mina cesaron como por encanto, y un cuchicheo temeroso brotó de las tinieblas y se propagó rápido bajo la sombría bóveda.

Míster Davis, el ingeniero jefe, un tanto obeso, alto, fuerte, de rubicunda fisonomía en la que el whiskey había estampado su sello característico, inspiraba a los mineros un temor y respeto casi supersticioso. Duro e inflexible, su trato con el obrero desconocía la piedad y en su orgullo de raza consideraba la vida de aquellos seres como una cosa indigna de la atención de un gentleman que rugía de cólera si su caballo o su perro eran víctimas de la más mínima omisión en los cuidados que demandaban sus preciosas existencias.

Indignábale como una rebelión la más tímida protesta de esos pobres diablos y su pasividad de bestias le parecía un deber cuyo olvido debía castigarse severamente.


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20 págs. / 35 minutos / 280 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Cruz en el Agua

José de la Cuadra


Cuento


En mis frecuentes viajes por nuestros grandes ríos —en noches de luna o en oscuras noches de viento y lluvia, pero siempre cuando en derredor la naturaleza propiciaba el alma a la comunión con el misterio;— he oído relatar la historia de la cruz que flotaba a la deriva sobre las aguas...

No es una vieja leyenda prestigiada de siglos. En verdad, ni es una leyenda, ni acaeció en los tiempos —remotos para la brevedad de nuestra vida nacional— de García el Grande, por ejemplo. Es algo casi actual, de ha pocos años. Quienes me la narraron habían visto aquella cruz «con estos ojos que la tierra se ha de comer».

...A orillas de uno de nuestros más caudalosos afluentes del Pacífico, poseía una rica hacienda de ganado doña Asunción Velarde, viuda a la sazón, de cuyo matrimonio un poco Fracasado habíale quedado un hijo —Felipe Santos— mocetón ya.

Alto de estatura, robusto de complexión, ingenuo y limpio de alma; bravo, noble, leal, trabajador esforzado, Felipe era la propia vida de su madre, que lo quería ciegamente, más que a su existencia misma, más que a su misma salvación.

Y no estaba mal pagada en su amor la madre; pues, Felipe correspondía a sus afanes con una entera dedicación de sí al cuidado de la anciana.

Descendiente de una clara familia procera, doña Asunción guardaba como un tesoro cordial su fe católica, diáfana de dudas, pura y tranquila, reposada y serena. Y al hijo enseñó en su fe, transmitió su ardor de adoratriz con la unción de quien hiciera una última invaluable donación.

Felipe —al igual que su madre— fué católico. Leal en esto como en todo lo suyo.

En aquel hogar donde madre e hijo ritmaban sus vidas a un ritmo mismo, se sentía alentar de veras la paz de Dios. Nada turbaba la placidez de aquellas existencias unánimes. Nada. Como si una bendición dulcemente pesara sobre ellos mismos, sobre la casa, sobre la hacienda...


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Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 216 visitas.

Publicado el 2 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Lanchitas

José María Roa Bárcena


Cuento


El título puesto a la presente narración no es el diminutivo de lanchas, como a primera vista ha podido figurarse el lector, sino —por más que de pronto se le resista creerlo— el diminutivo del apellido Lanzas, que a principios de este siglo llevaba en México un sacerdote, muy conocido en casi todos los círculos de nuestra sociedad. Nombrábasele con tal derivado, no sabemos si simplemente en señal de cariño y confianza, o si también en parte por lo pequeño de su estatura; mas sea que militaran entrambas causas juntas, o aislada alguna de ellas, casi seguro es que las dominaba la sencillez pueril del personaje, a quien, por su carácter, se aplicaba generalmente la frase vulgar de «no ha perdido la gracia del bautismo». Y, como por algún defecto de la organización de su lengua, daba a la t y a la c, en ciertos casos, el sonido de la ch, convinieron sus amigos y conocidos en llamarle Lanchitas, a ciencia y paciencia suya; exponiéndose de allí a poco los que quisieran designarle con su verdadero nombre, a malgastar tiempo y saliva.


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Dominio público
10 págs. / 18 minutos / 171 visitas.

Publicado el 16 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Máquina de Coser

Vicente Riva Palacio


Cuento


Todo se había empeñado o vendido. En aquella pobre casa no quedaban más que las camas de doña Juana y de su hija Marta; algunas sillas tan desvencijadas que nadie las habría comprado; una mesita, coja por cierto, y la máquina de coser.

Eso sí: una hermosa máquina que el padre de Marta había regalado a su hija en los tiempos bonancibles de la familia. Pero aquélla era el arma de combate de las dos pobres mujeres en la terrible lucha por la existencia que sostenían con un valor y una energía heroicos; era como la tabla de un naufragio; de todo se habían desprendido; nada les quedaba que empeñar; pero la máquina, limpia, brillante, adornaba aquel cuarto, para ellas, como el más lujoso de los ajuares.

Cuando quedó viuda doña Juana, comenzó a dedicarse al trabajo; cosía y cosía con su hija, sin descanso, sin desalentarse jamás. Pero aquel trabajo era poco productivo; cada semana había que vender algún mueble, alguna prenda de ropa.

La madre y la hija eran la admiración de las vecinas. En su pobre guardilla parecía haberse descubierto el movimiento perpetuo, porque a ninguna hora dejaba de oírse el zumbido monótono de la máquina de coser.

Don Bruno, que tocaba el piano en un café y volvía a casa a las dos de la mañana, al pasar por la puerta de la guardilla de Marta veía siempre la luz y oía el ruido de la máquina; lo mismo contaba Mariano, que era acomodador del teatro Apolo; y Pepita la lavandera, una moza por cierto guapísima, decía que en verano, cuando el sol bañaba su cuarto y el calor era insoportable a mediodía, se levantaba a las tres a planchar, para aprovechar el fresco de la mañana, y siempre sentía que sus vecinas estaban cosiendo.

¿A qué hora dormían aquellas pobres mujeres? Ni ellas lo sabían. Cuando una se sentía rendida se echaba vestida sobre la cama, y mientras, la otra seguía el trabajo.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 143 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Marqués de Lumbria

Miguel de Unamuno


Cuento


La casona solariega de los marqueses de Lumbría, el palacio, que es como se le llamaba en la adusta ciudad de Lorenza, parecía un arca de silenciosos recuerdos de misterio. A pesar de hallarse habitada, casi siempre permanecía con las ventanas y los balcones que daban al mundo cerrados. Su fachada, en la que se destacaba el gran escudo de armas del linaje de Lumbría, daba al Mediodía, a la gran plaza de la Catedral, y frente a la ponderosa y barroca fábrica de ésta; pero como el sol la bañaba casi todo el día, y en Lorenza apenas hay días nublados, todos sus huecos permanecían cerrados. Y ello porque el excelentísimo señor marqués de Lumbría, don Rodrigo Suárez de Teje da, tenía horror a la luz del Sol y al aire libre. «El polvo de la calle y la luz del Sol —solía decir— no hacen más que deslustrar los muebles y echar a perder las habitaciones, y luego, las moscas…» El marqués tenía verdadero horror a las moscas, que podían venir de un andrajoso mendigo, acaso de un tiñoso. El marqués temblaba ante posibles contagios de enfermedades plebeyas. Eran tan sucios los de Lorenza y su comarca…

Por la trasera daba la casona al enorme tajo escarpado que dominaba al río. Una manta de yedra cubría por aquella parte grandes lienzos del palacio. Y aunque la yedra era abrigo de ratones y otras alimañas, el marqués la respetaba. Era una tradición de familia. Y en un balcón puesto allí, a la umbría, libre del sol y de sus moscas, solía el marqués ponerse a leer mientras le arrullaba el rumor del río, que gruñía en el congosto de su cauce, forcejando con espumarajos por abrirse paso entre las rocas del tajo.


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Dominio público
15 págs. / 27 minutos / 130 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Cigarrera

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Primera versión

¿Qué seria de la humanidad si no tuviese ciertos inofensivos vicios? Los vicios de nuestra época se distinguen de los de las demás por ser vicios principalmente cerebrales. La excitación que los romanos, por ejemplo, gustaban de ejercer sobre la oficina de la nutrición, el estómago, nuestra edad la prefiere sobre la oficina del pensamiento, el cerebro. Hay tres cosas que el hombre moderno, el hombre de las ciudades, prefiere, y que le costaría trabajo prescindir de ellas: y todas tres son excitantes directos del cerebro, avivadores de la vida intelectual, verdaderos venenos intelectuales, como les llama un escritor científico reciente: a saber: el café, el alcohol, el tabaco.

Si los higienistas y moralistas que quieren suprimir el uso del tabaco logran al fin salirse con la suya, desaparecerá uno de los más curiosos y característicos tipos femeninos: la cigarrera.

Porque tiene el tabaco el privilegio de ser una de aquellas industrias que hacen subsistir a no pocas ni felices mujeres; y el cigarro que el hombre fuma, antes de llegar a sus labios, ha de pasar por infinitas manos femeniles.

¡Oh y cuan pocos son los recursos que la sociedad ofrece a la mujer! ¡Cuan contados los ramos en que le es dado ejercer su actividad! Este del cigarro es uno de esos pocos; y comunica a las mujeres que en él se emplean algo de la actividad y de la excitación que comunica a los que lo fuman.

No es la cigarrera la tosca mujer del campo, con sus sentidos entorpecidos, su mansa pasividad, su timidez brutal en ocasiones: es una mujer viva, impresionable, lista como la pólvora, de afinados nervios y rápida comprensión.


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Dominio público
12 págs. / 22 minutos / 109 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

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