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etiqueta: Cuento


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Los Dulces del Año

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Como el Añito nuevo tenía tan buena traza y estaba tan monín con su traje de marinero y sus bucles rubios, la gente le piropeaba en la calle; algunas mujeres, más atrevidas, besaban sus mejillas frescas de adolescente, y, a su paso, un rumor de simpatía le halagaba, una oleada de adoración le envolvía.

El Añito quiso corresponder cariñosamente a tantas demostraciones, y, metiendo la diestra en la bolsa de raso que llevaba pendiente del brazo izquierdo, sacaba diminutos objetos liados en papel de oro; sin duda bombones. La dádiva del Año era recibida con explosiones de entusiasmo y gratitud. Aquellos envoltorios dorados no podían menos de traer dentro algo sabrosísimo. Y un coro de bendiciones se alzaba, mientras la gente, palpitando de esperanzas vivaces, desliaba las envolturas e hincaba el diente a las golosinas, regalo del lindo mocoso, que sonreía al hacer el obsequio...

Rápidamente cundía la voz:

—¡El Año nuevo regala dulces!

Desde gran distancia acudía la gente, corriendo, al cebo del reparto halagador. Los dulces habían de ser distintos de los conocidos ya, y mejores, amén de distintos. La muchedumbre se comunicaba impresiones, y, suplicante, alzaba las manos. Notó el Año nuevo que cuantos le rodeaban pidiendo un dulcecito se declaraban muy desgraciados, muy combatidos por la vida, muy frustrados en todas sus aspiraciones y deseos.

—¡Año nuevo! —exclamaban—. ¡Niño bonito! ¡A ver qué alegría nos traes! ¡A ver qué regalo nos vas a hacer!


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3 págs. / 5 minutos / 119 visitas.

Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Las Mujeres Cristianas

Fernán Caballero


Cuento


En el último extremo de la calle de un pueblecito cercano al mar, se veía, pocos años ha, una casa arruinada. La parte de la derecha, cuyo techo se había desplomado, servía de zahurda a un vecino del pueblo bien acomodado; se la había arrendado el alcalde, que disponía de aquellas ruinas, cuya posesión nadie reclamaba, por importar menos el valor de la vieja y mal situada finca que lo que devengaba al Erario por tributos y contribuciones. La parte derecha tenía aún un aposento cubierto con un techo que todavía se mantenía en su puesto gracias a unas estacas viejas y toscas que el arrendatario había puesto de cualquiera manera, para que sirviera el espacio que cobijaba de albergue al que guardaba su ganado de cerda, el menos bello e idílico de los que forman los rebaños que pueblan los campos, hermosean los paisajes y constituyen la riqueza del campesino.

La ruina del edificio era menos patente al exterior, cuya pared se mantenía aún derecha gracias a sus cimientos más sólidos, como se mantiene en pie el árbol muerto y sin savia gracias a sus raíces; pero en el interior de la casa todo yacía por tierra, sin que ni aun se hubiesen hacinado los escombros en montones para facilitar el paso o no chocar la vista.

Era triste y aun lúgubre aquel lugar, antes alegre domicilio de sus dueños, a quienes había albergado y guarecido del rigor de las estaciones sirviéndoles de nido, de fortaleza, de amparo, de descanso, y que ahora, abandonado, no hallaba lo que había prestado, y caía piedra a piedra solo y olvidado como un anciano sin hijos y sin nietos.


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Dominio público
13 págs. / 22 minutos / 119 visitas.

Publicado el 12 de mayo de 2019 por Edu Robsy.

Águeda

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Lárguese usted, y que no vuelva a verla delante —dijo furioso el celibatario a su sirviente, aquella vieja Águeda, que realmente era capaz de acabar con la paciencia de un santo de los que más se distinguieron por la abundancia de esta virtud.

Había sucedido que, cuando Águeda, que acababa de quedarse viuda, entró en casa de aquel solteronazo, don Sabas Méndez, no se diferenciaba de las fámulas del tipo general: despachaba su trabajo calladita, arreglaba la casa, guisaba regular, y sin motas, ni hilachas de estropajo, ni otros aditamentos imprevistos; y su único defecto era cierta murria que le entraba, y que la traía tres días o cuatro con cara de pocos amigos, dando porrazos a la loza y haciendo tintinear rabiosamente las cazolillas. A don Sabas, que vivía solo como un hongo —lo cual es un modo de decir, pues los hongos suelen crecer en grupos—, no le hubiese desagradado una criada de otro estilo, zalamera y simpática; pero, reflexionando, bien veía los inconvenientes de ventajas tales, y se resignaba con la misteriosa servidora que sin duda traía a la espalda, como tantos de su profesión, una historia de penas que le había oscurecido para siempre el alma. Aunque no hablaba nunca de su pasado, un día se le escapó decir que «quien ha perdido un hijo, no puede ya tener alegría en este mundo».

Egoísta, como suelen ser no los solterones crónicos, sino la mayoría de los humanos, don Sabas no se entretuvo en profundizar las penas de su doméstica, y vio con gusto que, a los dos o tres años de tenerla en casa, mostraba Águeda, algunos días, cierta expansión, como por accesos, y hasta se reía sin motivo aparente. En esos días venturosos la criada, más activa y diligente, se esmeraba en el servicio, haciendo a su amo los platos preferidos y lanzándose a preguntarle:

—¿Qué tal? ¿Estaba bien? ¿Le han gustado al señor las chuletitas de cordero? Así rebozadas en bichamiel son muy ricas…


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 119 visitas.

Publicado el 12 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

La Cortesana del Regina

Armando Buscarini


Cuento


Dedicatoria

A Iván de Nogales,
espíritu extraordinario.

Prólogo

Querido compañero:

Repito lo que le he dicho en otras ocasiones. Hay en usted el don innato; la primera unción que hacen al poeta. Por el estudio y el trabajo que le van dando un estilo y una técnica llegará usted a la completa expresión de todos esos nobles barruntos intuitivos que hoy encienden de intermitentes chispazos generosos su prosa y sus versos.

No es un incomprendido: su alma romántica habla el lenguaje emocionado, común a todos los contempladores y adoradores de la belleza. Pero hay gentes a quienes resulta más fácil afirmar que no comprenden y desdeñar, que detenerse a comprender lo que vendrían obligados a fomentar y amparar.

Las condiciones de necesidad y miseria que ponen a prueba su tenacidad de trabajo y la viveza de su espíritu hacen doblemente meritorios sus aciertos. Y al mismo tiempo acusan de mezquino y maligno a un medio ambiente social en que el caso de usted puede hacerse crónico.

Por eso, a fuerza de estudio, trabajo y constancia, será mayor su triunfo.


Eduardo Marquina

La cortesana del Regina

I

Al aproximarse Mercedes al balcón para mirar la calle, los últimos resplandores del ocaso teñían las cumbres del Guadarrama.

Una luz bermeja, ya muy tenue, huía de la ciudad, como avergonzada de la noche, próxima a extenderse.

La estancia, con pavimento de mosaicos, de estilo moderno y primorosamente estucada, revelaba cierto aristocratismo, no exento de espiritualidad.

Los muebles, bien distribuidos, eran de color de malva, y algunos cuadros, que exornaban los muros, representaban paisajes holandeses, hechos al óleo con verdadera maestría.

En un ángulo había un armario con vajilla muy fina y algunos vasos de ámbar.


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5 págs. / 9 minutos / 115 visitas.

Publicado el 6 de abril de 2021 por Edu Robsy.

Baccarat

Rafael Barrett


Cuento


Había mucha gente en la gran sala de juego del casino. Conocidos en vacaciones, tipos a la moda, profesionales del bac, reinas de la season, agentes de bolsa, bookmakers, sablistas, rastas, ingleses de gorra y smoking, norteamericanos de frac y panamá, agricultores del departamento que venían a jugarse la cosecha, hetairas de cuenta corriente en el banco o de equipaje embargado en el hotel, pero vestidas con el mismo lujo; damas que, a la salida del teatro, pasaban un instante por el baccarat, a tomar un sorbete mientras sus amigos las tallaban, siempre con éxito feliz, un puñado de luises.

Una bruma sutilísima, una especie de perfume luminoso flotaba en el salón. Espaciadas como islas, las mesas verdes, donde acontecían cosas graves, estaban cercadas de un público inclinado y atento, bajo los focos que resplandecían en la atmósfera eléctrica.

A lo largo de los blancos muros, sentadas a ligeros veladores, algunas personas cenaban rápidamente. No se oía un grito: sólo un vasto murmullo. Aquella multitud, compuesta de tan distintas razas, hablaba en francés, lengua discreta en que es más suave el vocabulario del vicio. Entre el rumor de las conversaciones, acentuado por toques de plata y cristal, o cortado por silencios en que se adivinaba el roce leve de las cartas, persistía, disimulado y continuo, semejante al susurro de una serpiente de cascabel, el chasquido de las fichas de nácar bajo los dedos nerviosos de los puntos. Hacía calor.

Los anchos ventanales estaban abiertos sobre el mar, y dos o tres pájaros viajeros, atraídos por las luces, revoloteaban locamente, golpeando sus alas contra el altísimo techo.


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3 págs. / 6 minutos / 110 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Fantasma de Valencia

Alonso de Castillo Solórzano


Cuento


Mal cumpliera con mis obligaciones, hermoso y discreto auditorio, si antes de empeñarse en el discurso de mi novela, no siguiera el estilo de mi antecesora, sacando alguna moralidad della, porque con lo deleitable se mezcle lo provechoso, y más nos importa para nuestra reformación. Mi novela advierte a los enamorados cuán ilícita cosa es gozar sus ocasiones por medios que sean en daño del prójimo; cuánto debemos honrar a los difuntos, y últimamente para los padres y mayores que tienen familia, cuánta vigilancia deben tener en sus casas, mayormente si tienen hijas mozas, cuya guarda es dificultosa si dellas mismas no nace el recato, y para dar principio a mi discurso, pasa así:


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31 págs. / 55 minutos / 108 visitas.

Publicado el 5 de febrero de 2022 por Edu Robsy.

La mujer del ciego ¿para quién se afeita?

José María de Pereda


Cuento


I

Es evidente que el hombre se acostumbra a todo.

Ama con delirio a su esposa, a su hijo, a su madre: cree que si la muerte le arrebatara el objeto de su amor, no podría sobrevivirle; y llega la muerte al cabo, y le lleva la prenda querida... y no se muere: la llora una semana, suspira un mes, viste de luto un año; y con el crespón que arranca de su sombrero a los trece meses, desarraiga de su pecho el último recuerdo doloroso.

Vive en la opulencia, contempla la miseria que agobia a su vecino, y cree de buena fe que si él se arruinara sucumbiría al rigor de la desesperación antes que aclimatarse a las privaciones, a la levita mugrienta, a la estrechez de una buhardilla y, sobre todo, al desdén de los ricos. Y un día la inestable rueda da media vuelta, y le coge debajo, y le desocupa los bolsillos, y le desgarra el frac, y le reduce a la más precaria de las situaciones; y lejos de morirse, frota y cepilla sus harapos, devora los mendrugos de su miseria, y con cada humillación que le produce el desprecio de sus mismas hechuras, más afortunadas que él, siente mayor apego a la vida.

Quien se imagina, porque nació en América, que sin aquel sol, sin plátanos, sin dril y jipi-japa, fenecería en breve; y la suerte le trasplanta a la mismísima Laponia, y allí, bajo una choza de hielo, sin sol, chupando témpanos, royendo correas de bacalao y vestido de pieles, engorda como un tudesco.

Quien otro, artista fanático, gana el pan que le sustenta vergando pipas de aceite o pesando fardos de pimentón...

Y si así no fuera; si Dios, en su infinita misericordia, al echar sobre la raza de Adán tantísima desdicha, tanta contrariedad, no hubiera dado al hombre una memoria frágil, un corazón ingrato, un cuerpo de hierro y una razón débil y tornadiza, ¿cómo llegaría al término de su peregrinación por este mundo pícaro sin ser un santo?


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11 págs. / 20 minutos / 106 visitas.

Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Familia del Vourdalak

León Tolstói


Cuento


En el año de 1815 se reunió en Viena lo más distinguido en materia de erudición europea, espíritus brillantes de la sociedad y de enormes capacidades diplomáticas.

Cuando el Congreso concluyó, los monárquicos emigrados se preparaban para regresar definitivamente a sus castillos, los guerreros rusos a ver de nuevo sus hogares abandonados y algunos polacos partían a disgusto por tener que llevar con ellos su amor a la libertad a Cracovia, para ponerla bajo la triple y dudosa independencia que supuestamente habían logrado el príncipe Metternich, el príncipe de Hardenberg y el conde de Nesselrode.

Parecido al fin de un baile animado, la reunión hacía poco tiempo muy concurrida se redujo a un pequeño número de personas dispuestas al placer que, fascinadas por los encantos de las damas austriacas, se demoraban en cerrar el equipaje y postergaban su marcha.

Esta feliz sociedad, de la que yo formaba parte, se reunía dos veces por semana en el castillo de la señora princesa viuda de Schwarzemberg, a pocas millas de la ciudad, al lado de un pequeño burgo llamado Hitzing. Los buenos modales de la anfitriona del lugar eran realzados por la gentil amabilidad y la finura de su espíritu, y hacían deleitosa la estancia en su residencia.

Las mañanas estaban destinadas a dar paseos; merendábamos todos juntos, en el castillo o en los alrededores y, en la noche, sentados alrededor de un agradable fuego de chimenea, nos entreteníamos conversando y contando historias. Estaba estrictamente prohibido hablar de política. Ya habíamos tenido demasiado, y preferíamos los relatos de leyendas de nuestros respectivos países o de nuestras evocaciones.


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Publicado el 6 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Sor Aparición

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el convento de las Clarisas de S***, al través de la doble reja baja, vi a una monja postrada, adorando. Estaba de frente al altar mayor, pero tenía el rostro pegado al suelo, los brazos extendidos en cruz y guardaba inmovilidad absoluta. No parecía más viva que los yacentes bultos de una reina y una infanta, cuyos mausoleos de alabastro adornaban el coro. De pronto, la monja prosternada se incorporó, sin duda para respirar, y pude distinguir sus facciones. Se notaba que había debido de ser muy hermosa en sus juventudes, como se conoce que unos paredones derruidos fueron palacios espléndidos. Lo mismo podría contar la monja ochenta años que noventa. Su cara, de una amarillez sepulcral, su temblorosa cabeza, su boca consumida, sus cejas blancas, revelaban ese grado sumo de la senectud en que hasta es insensible el paso del tiempo.

Lo singular de aquella cara espectral, que ya pertenecía al otro mundo, eran los ojos. Desafiando a la edad, conservaban, por caso extraño, su fuego, su intenso negror, y una violenta expresión apasionada y dramática. La mirada de tales ojos no podía olvidarse nunca. Semejantes ojos volcánicos serían inexplicables en monja que hubiese ingresado en el claustro ofreciendo a Dios un corazón inocente; delataban un pasado borrascoso; despedían la luz siniestra de algún terrible recuerdo. Sentí ardiente curiosidad, sin esperar que la suerte me deparase a alguien conocedor del secreto de la religiosa.

Sirvióme la casualidad a medida del deseo. La misma noche, en la mesa redonda de la posada, trabé conversación con un caballero machucho, muy comunicativo y más que medianalmente perspicaz, de esos que gozan cuando enteran a un forastero. Halagado por mi interés, me abrió de par en par el archivo de su feliz memoria. Apenas nombré el convento de las Claras e indiqué la especial impresión que me causaba el mirar de la monja, mi guía exclamó:


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5 págs. / 10 minutos / 102 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Quebrada

Arturo Ambrogi


Cuento


De entre un montón de piedras guateadas por el musgo, de entre los helechos, que se desarrollan como árboles en la húmeda penumbra, nace la quebrada.

Gota a gota fluye el agua: gota a gota, gota a gota se desliza sobre el musgo, como despenicada sarta de cuentas de vidrio, y rodando hasta el borde de la última de las piedras amontonadas, vacila un tanto, tiembla, brilla como un diamante, y al fin se desprende, y se aplasta.

Y ese goterío que cae, incesante, con matemática precisión, va formando entre los guijos roídos por la humedad y entre la grama mullida, un exiguo charco cristalino.

Húmeda sombra le cobija. Tramazón intrincada de ramas, forma cúpula impenetrable a aquel rincón arcadiano. Ningún rayo de sol se abrevó jamás en su escondida frescura. La nitidez, la tersura de su linfa, jamás se vio turbada; su tranquilidad, nunca, nunca, se alteró. Cuando más, el agua del charco se arruga, momentáneamente, a la caída silenciosa de alguna hoja dorada; o se siente rayada por las patas de una aguja del Diablo, o de un quiebrapalitos. Otras veces se anima, reproduciendo en frágiles temblequeos, el reflejo fugaz de las hojas.

Los berros crecen en sus orillas, a la sombra protectora de las anchas hojas de quequeisque, nervudas y membranosas, y entre sus tallos delicados y transparentes, rezuma la espuma de sapo.


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Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 93 visitas.

Publicado el 9 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

4748495051