Última campaña
I
—Siguiendo el Avestruz abajo, abajo, como quien va pal Olimar... ¿ve
aquella eslita 'e tala, pallá de aquel cerrito?... Güeno, un poquito más
pa la isquierda va encontrar la portera, qu'está al laíto mesmo 'e la
cañada, y dispués ya sigue derecho pa arriba por la costa 'el alambrao.
—¿Y no hay peligro de perderse?
—¡Qué va 'aber! Dispués de pasar la portera y atravesar un bajito, va
salir á lo 'e Pancho Díaz, aquellos ranchos que se ven allá arriba, y
dispués deja los ranchos á la derecha y dispués de crusar la cuchillita
aquella que se ve allá... ¿no ve... paca de aquellos árboles?... sigue
derecho como escupida de rifle y se va topar la Estancia del coronel
Matos en seguidita mesmo.
—Gracias, amigo. Hasta la vista.
—De nada, amigo. Adiosito.
Cambiáronse estas palabras entre dos viajeros, desconocidos entre sí,
y á quienes la casualidad había puesto un momento frente á frente en
medio de un camino.
Uno de ellos—paisano viejo, vecino de las inmediaciones—se alejó
rumbo al Norte, cantando entre dientes una décima de antaño; y el otro,
joven que trascendía á pueblero y casi á montevideano—no obstante la
bota de montar, la bombacha, el poncho, gacho aludo y pañuelo de
golilla—, continuó hacia el Sur, castigando al bayo que trotaba por la
falda de un cerro pedregoso.
Se estaba haciendo tarde; una llovizna fastidiosa mojaba el rostro
del viajero, y un viento frío que corría dando brincos entre las
asperezas de la sierra, le levantaba las haldas del poncho, que se le
enredaba en el cuello, ó le cubría la cabeza, obligando á su brazo
derecho á continuo movimiento de defensa.
Malhumorado iba el joven, quien, para colmo de incomodidades, luchaba
vanamente con el viento por encender un cigarrillo, que al fin hubo de
arrojar con rabia después de haber gastado la última cerilla.
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