Una cueva en el
monte, sobre la encrucijada de dos caminos de herradura. Algunos
hombres, a caballo, llegan en tropel, y una vieja asoma en la boca de la
cueva. Su figura se destaca por oscuro sobre el fondo rojizo donde
llamea el fuego del hogar. Es la hora del anochecer, y las águilas que
tienen su nido en los peñascales, se ciernen con un vuelo pesado que
deja oír el golpe de las alas.
LA VIEJA.—¡Con cuánto afán os esperaba, hijos
míos! Desde ayer tengo encendido un buen fuego para que podáis
calentaros. ¿Vendréis desfallecidos?
La vieja éntrase en la cueva, y los hombres
descabalgan. Tienen los rostros cetrinos, y sus pupilas destellan en el
blanco de los ojos con extraña ferocidad. Uno de ellos queda al cuidado
de los caballos, y los otros, con las alforjas al hombro, penetran en la
cueva y se sientan al amor del fuego. Son doce ladrones y el Capitán.
LA VIEJA.—¿Habéis tenido suerte, mis hijos?
EL CAPITÁN.—¡Ahora lo veréis, Madre Silvia! Muchachos, juntad el botín para que puedan hacerse las particiones.
LA VIEJA.—Nunca habéis hecho tan larga ausencia.
EL CAPITÁN.—No requería menos el lance, Madre Silvia.
La Madre Silvia tiende un paño sobre el hogar, y sus
ojos acechan avarientos cómo las manos de aquellos doce hombres
desaparecen en lo hondo de las alforjas y sacan enredadas las joyas de
oro, que destellan al temblor de las llamas.
LA VIEJA.—¡Jamás he visto tan rica pedrería!
EL CAPITÁN.—¿No queda nada en tus alforjas, Ferragut?
FERRAGUT.—¡Nada, Capitán!
EL CAPITÁN.—¿Y en las tuyas, Galaor?
GALAOR.—¡Nada, Capitán!
EL CAPITÁN.—¿Y en las tuyas, Fierabrás?
FIERABRÁS.—¡Nada!…
EL CAPITÁN.—Está bien. Tened por cierto, hijos míos, que pagaréis con la vida cualquier engaño. Alumbrad aquí, Madre Silvia.
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