La escena es en Constantinopla. Siglo V de la Era Cristiana.
Habitación de Proclo. Es de noche. Una lámpara de siete mecheros, puesta
sobre un trípode o candelabro de bronce, ilumina la estancia. Puertas al
fondo y a los lados.
ESCENA I
proclo, de edad de cincuenta años, seco, escuálido, consumido por
vigilias, ayunos, estudios y mortificaciones, aparece sentado en un
sitial. Su discípulo, MARINO, está de pié, junto a él.
Marino.—¡Maestro! ¿Estás decidido a recibir esta noche?
Proclo.—Lo estoy. En cualquiera otra ciudad podría yo excusarme: en
Byzancio no, que es mi patria. ¿Cómo privar a mis paisanos del auxilio y
consuelo de la sabiduría?
Marino.—Difícil es; pero debieras reposar y cuidarte. Estás que parece
el espíritu de la golosina, de puro desmedrado. Te vas a matar con
tantos afanes.
Proclo.—Lléveme el cuerpo donde quiero ir, y luego que muera.
Marino.—Me afliges al decir eso. ¿Qué haré yo sin ti en este mundo?
Pero dime, y perdona mi atrevida curiosidad; los que vienen a
consultarte hablan siempre a solas contigo: no extrañes que note una
contradicción...
Proclo.—Di cuál es, y te demostraré que es aparente.
Marino.—¿No afirmas tú que se requieren largos preparativos antes de
comunicar la sabiduría? ¿Qué revelas entonces a los que te consultan?
Proclo.—No toda la verdad, cuyo resplandor los cegaría, sino algo de la
verdad, velado en símbolos. Así el sol se vela entre nubes, a fin de que
ojos mortales puedan fijarse en su disco glorioso.
Marino.—Veo que esta noche estás expansivo. ¿Me permites que te haga
vanas preguntas?
Proclo.—Haz las que se te antojen. Si me es lícito, contestaré.
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