I
Cuando Virgilio, inspirado por los antiguos versos de la Sibila, por
la esperanza general entre todas las gentes de que había de venir un
Salvador, y tal vez por alguna noticia que tuvo de los profetas hebreos,
vaticinó con más o menos vaguedad, en su famosa égloga IV, la redención
del mundo, todavía le pareció que esta redención no había de ser
instantánea, por muy milagrosa que fuese, y así es que dijo: suberunt priscæ vestigia fraudis: quedarán no pocos restos de las pasadas tunanterías y miserias.
Si esto pudo decir el Cisne de Mantua, tratándose de un milagro tan
grande, de un caso sobrenatural que lo renovaba todo y que todo lo
purificaba, ¿qué extraño es que después de una revolución, al cabo hecha
por hombres, y no por hombres de otra casta que la nuestra, sino por
hombres de aquí, educados entre nosotros, haya aún no poco que censurar y
no poco de que lamentarse? Pues qué, ¿pudo nadie creer con seriedad que
la revolución iba en un momento a hacer que desapareciesen todos
nuestros males, todos los vicios y los abusos que la produjeron? La
revolución podrá, a la larga, si es que logra afirmarse, corregir muchos
de estos males, vicios y abusos; pero en el día es inevitable que
aparezcan aún. Aparecerían, aunque los que combatieron en Alcolea en pro
de la revolución hubieran sido unos ángeles del cielo, de lo cual ni
ellos presumen, ni nadie les presta el carácter, la condición y la
virtud sobrehumana.
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