Cuando abrimos un periódico, cuando conectamos un televisor o
escuchamos un diario hablado radiofónico, accedemos a una especie de
instantánea de nuestro mundo y nos vemos rodeados por la información más
actual. O eso tendemos a creer.
Sabemos, simultáneamente, lo que está sucediendo en Filipinas, en
Corea, en Nueva York o en Santiago de Chile, aunque ello nos obliga a
enterarnos menos de lo que hace nuestro vecino. Oímos, en ocasiones, las
voces de los protagonistas de la actualidad y hasta velamos sus
cadáveres en la pantalla. Conocemos muy especialmente las desgracias que
caen, con regularidad y mala entraña, sobre la humanidad rica y sobre
la humanidad pobre.
Casi es posible afirmar que disponemos de un exceso de información.
Un hombre que lea un periódico al día, vea un telediario al día y oiga
un diario hablado al día, recibe algo más de trescientas noticias
interesantes, entre sucesos, catástrofes y declaraciones de
personalidades.
Con semejantes fuentes, no es raro que el hombre de hoy tienda a
creerse conocedor de la sociedad en la que vive. Mucho más que lo fueron
los hombres de las generaciones anteriores, de los siglos anteriores,
cuando el mundo era todavía grande y distintas las formas de vivir y de
pensar.
La información masiva es un hecho, tanto si se considera el número de
personas que se informa diariamente sobre el mundo que les rodea como
si se atiende a la cantidad de información que, consciente e
inconsciente, recibimos al cabo del día. En ambos casos, este es el
mundo de la información y, quizá, ella se ha convertido en uno de sus
vínculos fundamentales.
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