Para A., por prestarme unos zapatos que he tardado diez años en calzarme.
Hace mucho, mucho tiempo, aunque tampoco tanto, en una pequeña
isla de nombre desconocido en medio de un inmenso mar, vivía un pueblo
honesto, sencillo y trabajador. Estar en el margen de la geografía les
había dejado, también, al margen de la historia, más allá de algunos
acontecimientos remotos que habían salpicado, siglos atrás, sus costas.
De espaldas al mundo y a sus problemas, la isla era cuna de unas gentes
humildes que cultivaban la tierra, criaban ganado, pescaban y se
dedicaban a oficios tradicionales, como hicieron sus padres y, antes que
ellos, sus abuelos, desde el principio mismo de los tiempos.
Las hojas de los calendarios se sucedían, al igual que las hojas de
los árboles en el otoño, como lo hacían también las generaciones, sin
grandes cambios, sin más algarabías que las de sus fiestas
tradicionales, sin otras preocupaciones que las que traía el tiempo, las
cosechas o la mala mar, que a veces les dejaba totalmente aislados del
continente, sin más efecto que retrasar la escasa correspondencia con el
exterior. Los isleños, a su manera, con sus costumbres, eran felices. O
eran, al menos, tan felices como lo podía ser cualquier otra persona
que viviera una vida así de sencilla y tranquila. Sin grandes
ambiciones, tampoco hay espacio para grandes envidias.
Sin embargo, en un día inopinado de verano, una pareja de hermosos
monipodios llegó volando hasta una de sus extensas playas. Son los
monipodios unas aves de bello plumaje propias de climas más
septentrionales. Sin ser migratorias per se, su compleja
etología incluye largas incursiones a cientos e incluso miles de
kilómetros de sus regiones de origen, sin otro motivo aparente que ver
nuevas tierras o pasar algún tiempo lejos de las suyas, disfrutando de
un clima más cálido.
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