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Gorgias

Platón


Diálogo, Filosofía


Callicles.— Dícese, Sócrates, que en la guerra y en el combate es donde hay que encontrarse a tiempo.

Sócrates.— ¿Venimos entonces, según se dice, a la fiesta y retrasados?

Callicles.— Sí, y a una fiesta deliciosa, porque Gorgias nos ha dicho hace un momento una infinidad de cosas a cuál más bella.

Sócrates.— Chairefon, a quien aquí ves, es el causante de este retraso, Callicles; nos obligó a detenernos en la plaza.

Chairefon.— Nada malo hay en ello, Sócrates; en todo caso remediaré mi culpa. Gorgias es amigo mío, y nos repetirá las mismas cosas que acaba de decir, si quieres, y si lo prefieres lo dejará para otra vez.

Callicles.— ¿Qué dices, Chairefon? ¿No tiene Sócrates deseos de escuchar a Gorgias?

Chairefon.— A esto expresamente hemos venido.

Callicles.— Si queréis ir conmigo a mi casa, donde se aloja Gorgias, os expondrá su doctrina.

Sócrates.— Te quedo muy reconocido, Callicles, pero ¿tendrá ganas de conversar con nosotros? Quisiera oír de sus labios qué virtud tiene el arte que profesa, qué es lo que promete y qué enseña. Lo demás lo expondrá, como dices, otro día.

Callicles.— Lo mejor será interrogarle, porque este tema es uno de los que acaba de tratar con nosotros. Decía hace un momento a todos los allí presentes que le interrogaran acerca de la materia que les placiera, alardeando de poder contestar a todas.

Sócrates.— Eso me agrada. Interrógale, Chairefon.

Chairefon.— ¿Qué le preguntaré?

Sócrates.— Lo que es.

Chairefon.— ¿Qué quieres decir?


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Dominio público
118 págs. / 3 horas, 27 minutos / 2.145 visitas.

Publicado el 13 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Metafísica

Aristóteles


Filosofía, tratado


Libro 1

Parte 1

Todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber. El placer que nos causa las percepciones de nuestros sentidos es una prueba de esta verdad. Nos agradan por sí mismas, independientemente de su utilidad, sobre todo las de la vista. En efecto, no sólo cuando tenemos intención de obrar, sino hasta cuando ningún objeto práctico nos proponemos, preferimos, por decirlo así, el conocimiento visible a todos los demás conocimientos que nos dan los demás sentidos. Y la razón es que la vista, mejor que los otros sentidos, nos da a conocer los objetos, y nos descubre entre ellos gran número de diferencias.

Los animales reciben de la naturaleza la facultad de conocer por los sentidos. Pero este conocimiento en unos no produce la memoria; al paso que en otros la produce. Y así los primeros son simplemente inteligentes; y los otros son más capaces de aprender que los que no tienen la facultad de acordarse. La inteligencia, sin la capacidad de aprender, es patrimonio de los que no tienen la facultad de percibir los sonidos, por ejemplo, la abeja y los demás animales que puedan hallarse en el mismo caso. La capacidad de aprender se encuentra en todos aquellos que reúnen a la memoria el sentido del oído. Mientras que los demás animales viven reducidos a las impresiones sensibles o a los recuerdos, y apenas se elevan a la experiencia, el género humano tiene, para conducirse, el arte y el razonamiento.


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Dominio público
359 págs. / 10 horas, 28 minutos / 2.226 visitas.

Publicado el 11 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Sobre la Amistad

Marco Tulio Cicerón


Tratado, Filosofía


Introducción

Quinto Mucio (Escévola), el augur, solía contar con su gracejo y gran memoria muchas anécdotas de Gayo Lelio, su suegro, y no vacilaba en ninguna de sus narraciones en tildarlo de sabio; por mi parte, mi padre había puesto mi educación en manos de Escévola en cuanto vestí la toga viril, de tal manera que, hasta donde pudiera y se me permitiera, no me alejara nunca de su lado: por este motivo, yo almacenaba en mi memoria todo cuanto él examinaba con su inteligencia, en especial en aquellos casos donde expresara su parecer de forma concisa y precisa, y me esforzaba en mejorar mis conocimientos merced a su sabiduría. Cuando murió, me dirigí al pontífice Escévola, cuyo carácter y sentido de la justicia me atrevería a decir que es el más destacado de entre todos los ciudadanos romanos. Sin embargo, esas son otras historias; ahora volveré a centrarme en el augur. Si bien son muchas las imágenes que me vienen a la cabeza, recuerdo que una vez en su casa, sentado en el jardín como tenía por costumbre, cuando solamente estábamos presentes unos pocos allegados y yo en total, abordó aquel tema que en entonces corría de boca en boca. De hecho, seguro que recuerdas, Ático, en especial porque tenías mucho trato con Publio Sulpicio cuando él, mientras era tribuno de la plebe, se opuso a Quinto Pompeyo —el entonces cónsul, con el que había sido uña y carne— con extrema ferocidad, qué gran estupor o, mejor dicho, lamento produjo entre todos.


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Dominio público
44 págs. / 1 hora, 17 minutos / 1.117 visitas.

Publicado el 26 de enero de 2017 por Edu Robsy.

De la Ira

Lucio Anneo Séneca


Filosofía, Tratado


Libro primero

I. Me exigiste, caro Novato, que te escribiese acerca de la manera de dominar la ira, y creo que, no sin causa, temes muy principalmente a esta pasión, que es la más sombría y desenfrenada de todas. Las otras tienen sin duda algo de quietas y plácidas; pero esta es toda agitación, desenfreno en el resentimiento, sed de guerra, de sangre, de suplicios, arrebato de furores sobrehumanos, olvidándose de sí misma con tal de dañar a los demás, lanzándose en medio de las espadas, y ávida de venganzas que a su vez traen un vengador. Por esta razón algunos varones sabios definieron la ira llamándola locura breve; porque, impotente como aquélla para dominarse, olvida toda conveniencia, desconoce todo afecto, es obstinada y terca en lo que se propone, sorda a los consejos de la razón, agitándose por causas vanas, inhábil para distinguir lo justo y verdadero, pareciéndose a esas ruinas que se rompen sobra aquello mismo que aplastan. Para que te convenzas de que no existe razón en aquellos a quienes domina la ira, observa sus actitudes. Porque así como la locura tiene sus señales ciertas, frente triste, andar precipitado, manos convulsas, tez cambiante, respiración anhelosa y entrecortada, así también presenta estas señales el hombre iracundo. Inflámanse sus ojos y centellean; intenso color rojo cubre su semblante, hierve la sangre en las cavidades de su corazón, tiémblanle los labios, aprieta los dientes, el cabello se levanta y eriza, su respiración es corta y ruidosa, sus coyunturas crujen y se retuercen, gime y ruge; su palabra es torpe y entrecortada, chocan frecuentemente sus manos, sus pies golpean el suelo, agítase todo su cuerpo, y cada gesto es una amenaza: así se nos presente aquel a quien hincha y descompone la ira. Imposible saber si este vicio es más detestable que deforme. Pueden ocultarse los demás, alimentarles en secreto; pero la ira se revela en el semblante, y cuanto mayor es, mejor se manifiesta.


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Dominio público
100 págs. / 2 horas, 56 minutos / 2.488 visitas.

Publicado el 15 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Fedro

Platón


Diálogo, Filosofía


Sócrates.— Mi querido Fedro, ¿a dónde vas y de dónde vienes?

Fedro.— Vengo, Sócrates, de casa de Lisias, hijo de Céfalo, y voy a pasearme fuera de muros; porque he pasado toda la mañana sentado junto a Lisias, y siguiendo el precepto de Acumenos, tu amigo y mío, me paseo por las vías públicas, porque dice que proporcionan mayor recreo y salubridad que las carreras en el gimnasio.

Sócrates.— Tiene razón, amigo mío; pero Lisias, por lo que veo, estaba en la ciudad.

Fedro.— Sí, en casa de Epícrates, en esa casa que está próxima al templo de Júpiter Olímpico, la Moriquia.

Sócrates.— ¿Y cuál fue vuestra conversación? Sin dudar, Lisias te regalaría algún discurso.

Fedro.— Tú lo sabrás, si no te apura el tiempo, y si me acompañas y me escuchas.

Sócrates.— ¿Qué dices? ¿no sabes, para hablar como Píndaro, que no hay negocio que yo no abandone por saber lo que ha pasado entre tú y Lisias?

Fedro.— Pues adelante.

Sócrates.— Habla pues.

Fedro.— En verdad, Sócrates, el negocio te afecta, porque el discurso, que nos ocupó por tan largo espacio, no sé por qué casualidad rodó sobre el amor. Lisias supone un hermoso joven, solicitado, no por un hombre enamorado, sino, y esto es lo más sorprendente, por un hombre sin amor, y sostiene que debe conceder sus amores más bien al que no ama, que al que ama.


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Dominio público
74 págs. / 2 horas, 9 minutos / 2.431 visitas.

Publicado el 13 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Del Sentimiento Trágico de la Vida

Miguel de Unamuno


Filosofía, Ensayo


I. El hombre de carne y hueso

Homo sum; nihil humani a me alienum puto, dijo el cómico latino. Y yo diría más bien, nullum hominem a me alienum puto; soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño. Porque el adjetivo humanus me es tan sospechoso como su sustantivo abstracto humanitas, la humanidad. Ni lo humano ni la humanidad, ni el adjetivo simple, ni el adjetivo sustantivado, sino el sustantivo concreto: el hombre. El hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere —sobre todo muere—, el que come y bebe y juega y duerme y piensa y quiere, el hombre que se ve y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano.

Porque hay otra cosa, que llaman también hombre, y es el sujeto de no pocas divagaciones más o menos científicas. Y es el bípedo implume de la leyenda, el ζῷον πολιτικόν de Aristóteles, el contratante social de Rousseau, el homo oeconomicus de los manchesterianos, el homo sapiens, de Linneo, o, si se quiere, el mamífero vertical. Un hombre que no es de aquí o de allí, ni de esta época o de la otra, que no tiene ni sexo ni patria, una idea, en fin. Es decir, un no hombre.

El nuestro es el otro, el de carne y hueso; yo, tú, lector mío; aquel otro de más allá, cuantos pesamos sobre la tierra.

Y este hombre concreto, de carne y hueso, es el sujeto y el supremo objeto a la vez de toda filosofía, quiéranlo o no ciertos sedicentes filósofos.

En las más de las historias de la filosofía que conozco se nos presenta a los sistemas como originándose los unos de los otros, y sus autores, los filósofos, apenas aparecen sino como meros pretextos. La íntima biografía de los filósofos, de los hombres que filosofaron ocupa un lugar secundario. Y es ella, sin embargo, esa íntima biografía, la que más cosas nos explica.


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Dominio público
311 págs. / 9 horas, 5 minutos / 2.507 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2019 por Edu Robsy.

Critón

Platón


Diálogo, Filosofía


Sócrates: ¿Cómo vienes tan temprano, Critón? ¿No es aún muy de madrugada?

Critón: Es cierto.

Sócrates: ¿Qué hora puede ser?

Critón: Acaba de romper el día.

Sócrates: Extraño que el alcaide te haya dejado entrar.

Critón: Es hombre con quien llevo alguna relación; me ha visto aquí muchas veces, y me debe algunas atenciones.

Sócrates: ¿Acabas de llegar, o hace tiempo que has venido?

Critón: Ya hace algún tiempo.

Sócrates: ¿Por qué has estado sentado cerca de mí sin decirme nada, en lugar de despertarme en el acto que llegaste?

Critón: ¡Por Júpiter! Sócrates, ya me hubiera guardado de hacerlo. Yo, en tu lugar, temería que me despertaran, porque sería despertar el sentimiento de mi infortunio. En el largo rato que estoy aquí, me he admirado verte dormir con un sueño tan tranquilo, y no he querido despertarte, con intención, para que gozaras de tan bellos momentos. En verdad, Sócrates, desde que te conozco he estado encantado de tu carácter, pero jamás tanto como en la presente desgracia, que soportas con tanta dulzura y tranquilidad.

Sócrates: Sería cosa poco racional, Critón, que un hombre, a mi edad, temiese la muerte.

Critón: ¡Ah¡ ¡cuántos se ven todos los días del mismo tiempo que tú y en igual desgracia, a quienes la edad no impide lamentarse de su suerte!

Sócrates: Es cierto, pero en fin, ¿por qué has venido tan temprano?

Critón: Para darte cuenta de una nueva terrible, que, por poca influencia que sobre ti tenga, yo la temo; porque llenará de dolor a tus parientes, a tus amigos; es la nueva más triste y más aflictiva para mí.

Sócrates: ¿Cuál es? ¿Ha llegado de Delos el buque cuya vuelta ha de marcar el momento de mi muerte?


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Dominio público
16 págs. / 28 minutos / 2.910 visitas.

Publicado el 12 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Sofista

Platón


Diálogo, Filosofía


TEODORO, TEETETES, UN EXTRANJERO DE ELEA, SÓCRATES

Teodoro: Como convinimos ayer, Sócrates, aquí estamos cumpliendo nuestra cita puntualmente, y te traemos a este extranjero, natural de Elea, de la secta de Parménides y Zenón, que es un verdadero filósofo.

Sócrates: Quizá, querido Teodoro, en lugar de un extranjero, me traes algún dios. Homero refiere que los dioses y, particularmente el que preside a la hospitalidad, han acompañado muchas veces a los mortales justos y virtuosos, para venir entre nosotros a observar nuestras iniquidades y nuestras buenas acciones. ¿Quién sabe si tienes tú por compañero alguno de estos seres superiores, que haya venido para examinar y refutar nuestros débiles razonamientos, en una palabra, una especie de dios de la refutación?

Teodoro: No, Sócrates; no tengo en tal concepto a este extranjero; es más indulgente que los que tienen por oficio el disputar. Pero, si no creo ver en él un dios, le tengo, por lo menos, por un hombre divino, porque para mí todos los filósofos son hombres divinos.

Sócrates: Perfectamente, mi querido amigo. Podría suceder que fuese más difícil reconocer esta raza de filósofos, que la de los dioses. Estos hombres, en efecto, que la ignorancia representa bajo los más diversos aspectos, van de ciudad en ciudad, -no hablo de los falsos filósofos, sino de los que lo son verdaderamente-, dirigiendo desde lo alto sus miradas sobre la vida que llevamos en estas regiones inferiores, y unos los consideran dignos del mayor desprecio, y otros, de los mayores honores; aquí se les toma par políticos, allí por sofistas, y más allá, falta poco, para que los tengan por completamente locos. Quisiera saber de nuestro extranjero, si no lo lleva a mal, que opinión se tiene de todo esto en su país, y qué hombre se les da.

Teodoro: ¿De quiénes hablas?


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Dominio público
70 págs. / 2 horas, 2 minutos / 2.463 visitas.

Publicado el 25 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Lisis

Platón


Diálogo, Filosofía


Sócrates: Iba de la Academia al Liceo por el camino de las afueras a lo largo de las murallas, cuando al llegar cerca de la puerta pequeña que se encuentra en el origen del Panopo, encontré a Hipotales, hijo de Hierónimo, y a Ctesipo del pueblo de Peanea, en medio de un grupo numeroso de jóvenes. Hipotales, que me había visto venir, me dijo:

—¿A dónde vas, Sócrates, y de dónde vienes?

—Vengo derecho, le dije, de la Academia al Liceo.

—¿No puedes venir con nosotros, dijo, y desistir de tu proyecto? La cosa, sin embargo, vale la pena.

—¿A dónde y con quién quieres que vaya? le respondí.

—Aquí, dijo, designándome frente a la muralla un recinto, cuya puerta estaba abierta. Allá vamos gran número de jóvenes escogidos, para entregarnos a varios ejercicios.

—Pero ¿qué recinto es ese, y de qué ejercicios me hablas?

—Es una palestra, me respondió, en un edificio recién construido, donde nos ejercitamos la mayor parte del tiempo pronunciando discursos, en los que tendríamos un placer que tomaras parte.

—Muy bien, le dije, pero ¿quién es el maestro?

—Es uno de tus amigos y de tus partidarios, dijo, es Miccos.

—¡Por Júpiter! ¡no es un necio; es un hábil sofista!

—¡Y bien! ¿quieres seguirme y ver la gente que está allí dentro?

—Sí, pero quisiera saber lo que allí tengo de hacer, y cuál es el joven más hermoso de los que allí se encuentran.

—Cada uno de nosotros, Sócrates, tiene su gusto, me dijo:

—Pero tú, Hipotales, dime, ¿cuál es tu inclinación?

Entonces él se ruborizó.


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Dominio público
28 págs. / 49 minutos / 1.333 visitas.

Publicado el 12 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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