I
I. Acompañado de Glaucón, el hijo de Aristón, bajé ayer al Pireo con
propósito de orar a la diosa y ganoso al mismo tiempo de ver cómo
hacían la fiesta, puesto que la celebraban por primera vez. Parecióme en
verdad hermosa la procesión de los del pueblo, pero no menos lucida la
que sacaron los tracios. Después de orar y gozar del espectáculo,
emprendíamos la vuelta hacia la ciudad. Y he aquí que, habiéndonos visto
desde lejos, según marchábamos a casa, Polemarco el de Céfalo mandó a
su esclavo que corriese y nos encargara que le esperásemos. Y el
muchacho, cogiéndome del manto —por detrás, me dijo:
—Polemarco os encarga que le esperéis.
Volviéndome yo entonces, le pregunte dónde estaba él.
—Helo allá atrás —contestó— que se acerca; esperadle.
—Bien está; esperaremos —dijo Glaucón.
En efécto, poco después llegó Polemarco con Adimanto, el hermano de
Glaucón, Nicérato el de Nicias y algunos más, al parecer de la
procesión. y dijo Polemarco:
—A lo que me parece, Sócrates, marcháis ya de vuelta a la ciudad.
—Y no te has equivocado —dije yo.
—¿Ves —repuso— cuántos somos nosotros?
—¿Cómo no?
—Pues o habéis de poder con nosotros —dijo— u os quedáis aquí.
—¿Y no hay —dije yo— otra salida, el que os convenzamos de que tenéis que dejarnos marchar?
—¿Y podríais convencemos —dijo él— si nosotros no queremos?
—De ningún modo —respondió Glaucón.
—Pues haceos cuenta que no hemos de querer.
Y Adimanto añadió:
—¿No sabéis acaso que al atardecer habrá una carrera
de antorchas a caballo en honor de la diosa?
—¿A caballo? —dije yo—. Eso es cosa nueva. ¿Es que se pasarán unos a
otros las antorchas corriendo montados? ¿O cómo se entiende?
Información texto 'La República'