(Texto atribuido a Platón)
Sócrates: Alcibíades, ¿vas a orar en este templo?
Alcibíades: Sí, Sócrates.
Sócrates: Te advierto meditabundo y fijos tus ojos en tierra, como el hombre que reflexiona.
Alcibíades: ¿Qué necesidad hay en este caso de reflexiones tan profundas, Sócrates?
Sócrates: A mí me parece que hay materia para pensar
seriamente, porque, ¡en nombre de Júpiter!, ¿no crees que entre las
cosas que pedimos a los dioses, sea en público, sea en secreto, hay unas
que se nos conceden y otras que se nos niegan, y que tan pronto
atienden como desechan nuestras súplicas?
Alcibíades: Sí lo creo.
Sócrates: Y bien, ¿no te parece que la oración exige mucha
prudencia, porque sin saberlo, pueden pedirse a los dioses grandes
males, creyendo pedirles bienes, y los dioses no encontrarse en
disposición de conceder lo que se les pide? Por ejemplo, Edipo les pidió
en un arrebato de cólera, que sus hijos decidiesen con la espada sus
derechos hereditarios, y cuando debía pedir a los dioses que le libraran
de las desgracias de que era víctima, atrajo sobre sí otras nuevas;
porque fueron escuchados sus ruegos, y de aquí esas largas y terribles
calamidades, que no necesito referirte aquí al pormenor.
Alcibíades: Pero, Sócrates, me hablas de un hombre que
deliraba. ¿Puedes creer que un hombre de buen sentido hubiera dirigido
semejante súplica?
Sócrates: ¿Pero el delirio te parece lo contrario del buen sentido?
Alcibíades: Sí, ciertamente.
Sócrates: ¿No te parece que los hombres son unos sensatos y otros insensatos?
Alcibíades: Seguramente.
Sócrates: Pues bien; tratemos de distinguirlos bien. Estamos
conformes en que hay hombres sensatos, otros insensatos y otros que
deliran.
Alcibíades: Sí, conformes.
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