I. Visión de Extremadura
Hay en España un territorio desviado de la ruta de los turistas, en
cierto modo desconocido e impenetrable. Sólo se ven allí terrenos de
cultivo, sierras de pastoreo y algunas minas de poco renombre.
Es la comarca que une a Extremadura con Andalucía, país tan bello
como sugerente, que ahora estimo recorrer con el alma abierta a las
grandes recordaciones históricas. Por aquí pasaban, en efecto, los
soldados y capitanes de Extremadura buscando el glorioso valle del
Guadalquivir y los muelles de Sevilla, donde las galeras de empinada
popa reclutaban a todos los hombres de buena voluntad que soñasen con el
oro y la gloria de las Indias.
Por estos montes de encinas y olivos, gratos a la vid, transitaban
los conquistadores a lomo de sus ágiles caballos, portando su espada y
su rodela, y allá dentro del pecho un animoso corazón.
Los llanos y las dehesas de Extremadura llenáronse un día de
fastuosas revelaciones; hasta el país escondido y mediterráneo había
llegado la buena nueva, y en la Tierra de Barros, en la Serena, en
Cáceres, en Trujillo, los hidalgos de templada musculatura y lanza en
astillero comentaban bajo los portales: «Allá abajo, hacia Sevilla, hay
banderas donde engancharse para las empresas del Nuevo Mundo... ¡Todo
lleno de oro y plata y perlas preciosas!»
Mientras el tren me lleva a Extremadura, es imposible librar a la
mente de la obsesión de América; los objetos modernos tratan de llamarme
y no lo consiguen. La Historia se sube, en ocasiones, a la cabeza con
la misma aptitud delirante que un vino rancio. Veo los pueblos y los
hombres cuotidianos; las máquinas a vapor y los artefactos científicos
de un coto minero; los periódicos y los trajes me hablan con obstinación
de los afanes contemporáneos, y yo insisto, a pesar de todo, en
transportarme a la época de los conquistadores.
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