I
Daban las diez, en una torre del pueblo, y Alfredo aligeró —camino de
la estación. La noche clara, calmosa. La luna alta. Ladraban los perros
de las eras. Jadeaba Alfredo Gil (pisando su menuda sombra) con la
maleta pesadísima y el lío del gabán y los bastones. Además, llevaba la
merienda y un encargo de chorizos.
Se iba para no volver, y... nadie le despedía.
¡No!... Oyó lejos, detrás, un conjunto de voces juveniles.
Deberían de ser los amigos. Quizá las primas, también, con vecinas de la calle —porque algunas voces eran atipladas.
Apretó el paso, apretó el paso... arrastrando por el polvo un cabo
del cordel, mal atado a la maleta, y dándose con ésta en los talones. No
quería que le mirasen transportando su equipaje, aunque hubiesen de
verle después en tercera.
¡Oh, la maleta de los dramas!
Se burlarían de él, como aquí, en la corte... pero ¡allá iba!
Tropezó, cayó... y rodó todo por el polvo. Rodaron desempaquetados los chorizos.
El pobre sonrió. Menos mal que no se le desató la maleta. Restituyó los chorizos, según pudo, al medio Heraldo, y prosiguió la marcha con más prisa.
Con más ánimo.
Tropezar, creíalo él conveniente. Siempre los
obstáculos habíanle sido ventajosos. ¡Le nacía tal ansia, tal fuerza
tenaz para vencerlos y seguir del lado allá con nuevas gallardías!
«Cuando sea célebre —pensó—, este ridículo detalle de mi biografía parecerá gracioso».
Y tan resuelto a no dejarse alcanzar por los de atrás, como a no
juntarse con otro grupo que divisó delante, torció, ya cerca de la
estación, por el atajo. Entraría dándole el rodeo a la empalizada.
Era mejor. Así, descansando un poco, podría sacudirse las rodillas,
situar bonitamente los trastos frente al muelle, donde solían caer la
cabeza del tren y los terceras, y despedirse con más dignidad de sus
paisanos.
Leer / Descargar texto 'El Gran Simpático'