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Los Buitres de Wahpeton

Robert E. Howard


Novela corta


I. Disparos en la oscuridad

Las desnudas paredes de madera del saloon Golden Eagle, vibraban aún con los ecos metálicos de las armas que habían hendido la repentina oscuridad con rojas llamaradas. Mas solo un nervioso pateo de pies calzados con botas de piel sonaba en el silencio tenso que siguió a las detonaciones. De súbito, en un rincón de la estancia, un fósforo fue rascado sobre el cuero y un parpadeo amarillo brotó, poniendo blanco sobre negro una mano temblorosa y un pálido rostro. Un instante después, una lámpara de aceite con la chimenea rota iluminó el local, añadiendo tensos rostros barbudos al contrastado relieve. La gran lámpara que colgaba del techo era una destrozada ruina; el queroseno goteaba sobre el suelo, formando un charco de grasa junto a una mancha aún más sombría y espeluznante.

Dos figuras ocupaban el centro de la sala bajo la lámpara rota. Una yacía boca abajo, con los brazos inmóviles extendiendo unas manos vacías. La otra pugnaba por incorporarse, parpadeando y boqueando estúpidamente como un hombre con la mente nublada por el alcohol. Su brazo derecho colgaba flácidamente al costado; una pistola de cañón largo temblaba entre sus dedos.


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101 págs. / 2 horas, 58 minutos / 34 visitas.

Publicado el 10 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Halcón de las Colinas

Robert E. Howard


Novela corta


I

Para alguien que se encontrara en lo más bajo de la garganta, el hombre agarrado al abrupto acantilado habría resultado invisible, disimulado por los salientes rocosos que formaban algo parecido a una serie de peldaños irregulares de piedra si se miraba desde lejos. Igualmente, vista desde lejos, la accidentada pared parecía fácil de trepar; pero entre cada saliente había huecos que producían vértigo… pérfidas extensiones de tierra arcillosa y pendientes abruptas donde los dedos que se aferraban a la rocosa pared y los dedos de los pies que buscaban a tientas dónde meterse, difícilmente encontraban una presa o un apoyo.

Un único paso en falso, un único asidero mal asegurado y el escalador caería hacia atrás para recorrer una caída vertiginosa que le aplastaría en el fondo rocoso del cañón, trescientos pies más abajo. Pero el hombre agarrado al acantilado era Francis Xavier Gordon y su destino no era caer y aplastarse en el fondo de un barranco del Himalaya.

Su ascensión estaba a punto de terminar. El borde del acantilado se encontraba solamente a pocos pies por encima de su cabeza, pero la superficie que le restaba por franquear era la más peligrosa de aquella insensata escalada. Hizo una pausa para limpiarse el sudor que le cegaba los ojos, inspiró profundamente por la nariz y, una vez más, opuso ojo y músculo a la brutal perfidia de la gigantesca barrera mineral. Apagados aullidos subieron desde el fondo de la garganta, vibrantes por el odio y expresando un deseo sanguinario. No miró hacia abajo. Su labio superior se encogió con un silencioso gruñido, como podría bufar una pantera al oír las voces de los cazadores. Eso fue todo.


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75 págs. / 2 horas, 11 minutos / 43 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

La Hija de Erlik Kahn

Robert E. Howard


Novela corta


I

El inglés alto, Pembroke, trazaba signos en el suelo con su cuchillo de caza mientras hablaba con una voz entrecortada que indicaba una contenida agitación:

—No hay ninguna duda, Ormond; ese pico al oeste es el que buscamos. Mira, he dibujado un mapa en el suelo. Esta cruz de aquí representa nuestro campamento, y esta otra el pico. Hemos avanzando lo suficiente hacia el norte. Aquí, debimos desviarnos hacia el oeste…

—¡Silencio! —murmuró Ormond—. Borra el mapa. Aquí está Gordon. Pembroke hizo desaparecer las líneas trazadas en la tierra con un rápido movimiento de la palma de su mano. Se incorporó y arrastró como sin darse cuenta el pie para borrar las últimas líneas que quedaban en el suelo. Él y Ormond reían e intercambiaban naderías cuando se les unió el tercer hombre de la expedición.

* * *

Gordon era más bajo que sus compañeros, pero su físico soportaba fácilmente la comparación con el del rechoncho y macizo Ormond, o el de Pembroke, más fino y estilizado. Era uno de esos raros individuos que son a la vez delgados y poderosos. Su fuerza no daba la impresión de estar retenida y constreñida por su cuerpo, como suele pasar con los hombres fuertes. Se desplazaba con una fácil ligereza que indicaba su fuerza de un modo más sútil que lo que conseguiría con un cuerpo macizo y musculoso.

Iba vestido prácticamente como los dos ingleses, a excepción de un tocado árabe; sin embargo, estaba en perfecta armonía con el decorado que le rodeada, lo que no era su caso. Era un americano, pero parecía formar parte de aquellos altiplanos de relieve accidentado donde los feroces nómadas hacen pastar a sus rebaños de corderos en las laderas del Hindukush. Había seguridad en su mirada tranquila, economía en sus movimientos, cosas que indicaban un cierto parentesco con aquellas desérticas extensiones.


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85 págs. / 2 horas, 30 minutos / 45 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

La Piedra de Toque

Edith Wharton


Novela corta


Capítulo I

«El profesor Joslin, quien, como nuestros lectores bien saben, acomete la tarea de escribir la biografía de la señora Aubyn, nos pide que expongamos que contraerá una deuda impagable con cualquier amigo de la famosa novelista que pueda proporcionarle información acerca del periodo anterior a su llegada a Inglaterra. La señora Aubyn tenía tan pocos amigos íntimos y, en consecuencia, tan pocos corresponsales que, en el supuesto de que existieran cartas, éstas tendrían un valor muy especial. La dirección del profesor Joslin es: 10, Augusta Gardens, Kensington. Asimismo, nos ruega que digamos que devolverá con prontitud cualquier documento que se le confíe».

Glennard soltó el Spectator y se volvió hacia la chimenea. El club se estaba llenando, pero aún tenía para sí la salita interior y sus ensombrecidas vistas al lluvioso paisaje de la Quinta Avenida. Todo era bastante gris y deprimente, aunque sólo hacía un instante que su aburrimiento se había visto inesperadamente teñido por cierto rencor al pensar que, tal como iban las cosas, puede que incluso tuviera que renunciar al despreciable privilegio de aburrirse entre esas cuatro paredes. No era tanto que el club le importara mucho como que la remota posibilidad de tener que renunciar a él representaba, en aquellos momentos, quizá por su insignificancia y lejanía, el emblema de sus crecientes abnegaciones, de los continuos recortes que iban reduciendo gradualmente su existencia al mero hecho de mantenerse vivo. Dado que resultaban inútiles, tales cambios y privaciones no los podía considerar beneficiosos, y tenía la sensación de que, aunque se deshiciera de inmediato de lo superfluo, eso no implicaba que su despejado horizonte le ofreciera una visión más nítida del único paisaje que merecía su atención. Y es que renunciar a algo para casarse con la mujer amada es más difícil cuando llegamos a dicha conclusión por la fuerza.


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88 págs. / 2 horas, 34 minutos / 84 visitas.

Publicado el 26 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

La Solterona

Edith Wharton


Novela corta


Primera parte

Capítulo 1

En el viejo Nueva York de 1850 despuntaban unas cuantas familias cuyas vidas transcurrían en plácida opulencia. Los Ralston eran una de ellas.

Los enérgicos británicos y los rubicundos y robustos holandeses se habían mezclado entre ellos dando lugar a una sociedad próspera, cauta y, pese a ello, boyante. Hacer las cosas a lo grande había sido la máxima de aquel mundo tan previsor, erigido sobre la fortuna de banqueros, comerciantes de Indias, constructores y navieros.

Aquellas gentes parsimoniosas y bien nutridas, a quienes los europeos tildaban de irritables y dispépticas solo porque los caprichos del clima les habían exonerado de carnes superfluas y afilado los nervios, vivían en una apacible molicie cuya superficie jamás se veía alterada por los sórdidos dramas que eventualmente se escenificaban entre las clases inferiores. Por aquellos días, las almas sensibles eran como teclados mudos sobre los cuales tocaba el destino una melodía inaudible.


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83 págs. / 2 horas, 25 minutos / 225 visitas.

Publicado el 27 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Ethan Frome

Edith Wharton


Novela corta


Prefacio de la autora

Había tenido ocasión de conocer algo de la vida en un pueblo de Nueva Inglaterra mucho antes de que estableciera mi hogar en el mismo condado que mi imaginario Starkfield; no obstante, durante los años pasados allí, ciertos aspectos llegaron a serme mucho más familiares.

Incluso antes de aquella iniciación definitiva, sin embargo, ya había advertido, con gran disgusto, que la Nueva Inglaterra de las novelas guardaba escaso parecido, si exceptuamos una vaga semejanza botánica y dialectal, con la abrupta y hermosa región que yo había conocido. Incluso la abundante enumeración de helechos, plantas de jardín y laureles silvestres, y la concienzuda reproducción de lo vernáculo me dejaban con la sensación de que los crestones de granito habían sido, en ambos casos, pasados por alto.

Tal impresión es estrictamente personal y si dejo constancia de ella aquí es porque explica mi novela Ethan Frome y para algunos lectores puede también en gran medida justificarla.

En cuanto a los orígenes de la historia, eso es todo. No hay nada más que decir de ella que tenga algún interés, excepto lo que se refiere a su construcción.


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113 págs. / 3 horas, 19 minutos / 98 visitas.

Publicado el 27 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Santuario

Edith Wharton


Novela corta


Primera parte

I

Resulta poco frecuente que la juventud se permita una felicidad perfecta. Da la impresión de que deben realizarse demasiadas operaciones de selección y rechazo como para poder ponerse al alcance del subyugante despertar de la vida. Pero, por una vez, Kate Orme había decidido rendirse a la felicidad permitiendo que ésta impregnara cada uno de sus sentidos como una lluvia primaveral empapa un fértil prado. No había nada que justificara tan repentina placidez. Y, sin embargo, ¿no era precisamente eso lo que la hacía tan irresistible, tan irrefrenable? A lo largo de los dos últimos meses —desde su compromiso con Denis Peyton— nada significativo se había añadido a la suma total de su felicidad y no existía posibilidad alguna, tal y como ella misma habría afirmado, de que nada viniese a aumentar de modo apreciable lo que constituía ya de por sí un saldo incalculable. Las circunstancias de su vida se mantenían inalterables tanto en lo externo como en lo que se refería a su propio mundo interior. Pero mientras antes el aire había estado cargado de alas que revoloteaban a su alrededor, ahora esas mismas alas parecían haberse posado sobre ella, y podía entregarse a su protección.


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Protegido por copyright
95 págs. / 2 horas, 47 minutos / 58 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

Las Hermanas Bunner

Edith Wharton


Novela corta


Primera parte

I

En los días en que el tráfico de Nueva York avanzaba al ritmo de los languidecientes coches de caballos, en que la buena sociedad aplaudía a Christine Nilsson en la Academia de Música y disfrutaba de los atardeceres de la Escuela del Río Hudson que colgaban en las paredes de la Academia Nacional de Diseño, había una discreta tienda de un solo escaparate conocida estrecha y favorablemente por la población femenina del vecindario que limitaba con la plaza Stuyvesant.

Se trataba de una tienda muy pequeña en un destartalado semisótano de una calle tranquila ya condenada a la decadencia; a tenor del carácter misceláneo de lo expuesto detrás del cristal y de la parquedad del cartel que lo coronaba (un mero «Hermanas Bunner» en borrosas letras de oro sobre un fondo negro), para un no iniciado habría sido difícil adivinar la naturaleza exacta del negocio que se desarrollaba en el interior. Aunque eso carecía prácticamente de importancia, puesto que su fama era tan puramente local que las clientas de cuya existencia dependía conocían de forma casi congénita y exacta cuál era el surtido de «artículos» de los que disponía el establecimiento de las hermanas Bunner.


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102 págs. / 3 horas / 233 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

El Plantador de Malata

Joseph Conrad


Novela corta


Capítulo I

En el despacho de redacción del primer periódico de una gran ciudad colonial dos hombres charlaban. Ambos eran jóvenes. El más corpulento de ellos, rubio y envuelto en una apariencia más urbana era el redactor jefe y copropietario del importante periódico.

El otro se llamaba Renouard. Que algo ocupaba su mente era evidente en su fino rostro bronceado. Era un hombre esbelto, relajado, activo. El periodista continuó con la conversación.

—De manera que ayer estuviste cenando en la casa del viejo Dunster.

Empleó la palabra viejo no con el trato entrañable que a veces se da a los íntimos, sino en toda la sobriedad de su sentido. El tal Dunster era viejo. Había sido un notable estadista colonial, pero ahora se hallaba retirado de la vida política tras una gira por Europa y una prolongada estancia en Inglaterra, durante la cual había tenido en efecto muy buena prensa. La colonia se enorgullecía de él.

—Sí, cené allí —dijo Renouard—. El joven Dunster me invitó justo cuando yo salía de su oficina. Pareció ser una idea repentina, y sin embargo no puedo dejar de sospechar alguna intención detrás de ella. Fue muy insistente. Juró que a su tío le agradaría mucho verme. Dijo que éste había mencionado últimamente que haberme otorgado la concesión de Malata había sido el último acto de su vida oficial.

—Muy enternecedor. El amigo se pone sentimental de vez en cuando con el pasado.

—En realidad no sé por qué acepté —continuó el otro—. El sentimentalismo no me conmueve con mucha facilidad. El viejo Dunster fue, desde luego, cortés conmigo, pero no se informó siquiera de mi progreso con las plantas de la seda. Probablemente olvidó que tal cosa existiera. Debo admitir que había más gente allí de la que esperaba encontrar. Una reunión bastante grande.


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80 págs. / 2 horas, 20 minutos / 50 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

El Regreso

Joseph Conrad


Novela corta


El metro procedente de la City emergió impetuosamente del interior del oscuro túnel y se detuvo entre chirridos bajo la sucia luz crepuscular de una estación del West End de Londres. Cuando se abrieron las puertas salió de los vagones una multitud de hombres. Llevaban sombreros de copa, abrigos negros, botas relucientes, manos enguantadas con las que transportaban finos paraguas y diarios matutinos parecidos a trapos sucios de color blanquecino, rosáceo o verdusco y tenían rostros de una sana palidez. Entre ellos salió también Alvan Hervey, con un puro entre los labios. Una pequeña mujer vestida de un negro desvaído corrió a lo largo de todo el andén y se metió a toda prisa en el vagón de tercera antes de que el metro reanudara la marcha. El golpe de las puertas al cerrarse sonó violento y rencoroso como una carga de artillería, y una gélida ráfaga de viento envuelta en el humo del barrio recorrió el andén de parte a parte e hizo detenerse a un anciano con una bufanda que tosió con violencia. Nadie se tomó ni siquiera la molestia de volverse hacia él.

Alvan Hervey cruzó el torniquete. Entre las desnudas paredes de aquella lúgubre escalera los hombres subían con prisa y sus espaldas se parecían todas entre sí, como si a todos los hubiesen vestido de uniforme. Es cierto que sus rostros eran distintos, pero aun así guardaban cierta semejanza, como si se tratara de una multitud de hermanos que por desagrado, indiferencia, prudencia o dignidad, hiciesen caso omiso unos de otros, pero cuyos ojos, brillantes o fatigados, aquellos ojos que apuntaban hacia lo alto de las mugrientas escaleras, aquellos ojos marrones, negros o azules no fueran capaces de evitar una idéntica expresión ensimismada e insulsa, presuntuosa y vacía.


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72 págs. / 2 horas, 7 minutos / 118 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2018 por Edu Robsy.

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