I
Lo que menos esperaban Aureliana y sus hijas, en aquel mediodía de
mayo, era ver detenerse ante el portón al break que llegaba del puerto, y
descender de él a su patrón Morán. Las chicas corrieron de un lado para
otro, gritando todas la misma cosa a su madre, que a su vez se hallaba
bastante aturdida; de modo que cuando acudían todas presurosas al
molinete, ya Morán lo había transpuesto y se dirigía a ellas con aquella
clara y franca sonrisa que constituía su atractivo mayor.
— El patrón... ¡qué bueno! —exclamaba Aureliana por único, tímido y cariñosísimo comentario.
— Pensé escribirle —dijo Morán— avisándole que llegaría de un momento
a otro, pero ni aun a último momento estaba seguro de que vendría... ¿Y
por aquí, Aureliana? ¿Sin novedad?
— Ninguna, señor. Las hormigas, solamente...
— Ya hablaremos de eso más tarde. Ahora aprónteme el baño. Nada más.
— ¿Pero no va a comer, señor? No tenemos nada; pero Ester puede ir de una corrida al boliche...
— No, gracias. Café solamente, en todo caso.
— Es que no tenemos café.
— Mate, entonces. No se preocupe Aureliana.
Y con un breve silbido a una de las chicas, silbido cuya brusquedad
atemperaba la amistad de los ojos, Morán indicó su valija de mano que
había quedado sobre el molinete, y esperó a que Aureliana volviera con
las llaves del chalet.
Hacía dos años que faltaba de allí. Desde la curva ascendente del
camino, su casita de piedras quemadas, su taller y el mismo rojo vivo de
la arena, habíanle impresionado mal. De espaldas a la puerta
descascarada por dos años de sol, la impresión se afirmaba hasta
oprimirle casi de soledad, bajo el gran cielo crudo y silencioso que lo
circundaba. Un mediodía de Misiones vierte demasiada luz sobre el
paisaje para que éste pueda adquirir un color definido.
Aureliana y las llaves llegaban por fin.
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