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Dubrovsky

Aleksandr Pushkin


Novela corta


Libro primero

I

Hace algunos años vivía en una de sus haciendas un señor ruso a la antigua usanza, Kirila Petróvich Troyekúrov. Su riqueza, su rancio abolengo y sus amistades le daban gran peso en las provincias donde se hallaban sus posesiones. Los vecinos se complacían en satisfacer sus menores caprichos; los funcionarios de la provincia temblaban al oír su nombre; Kirila Petróvich recibía las muestras de servilismo como un tributo que se le debía; su casa siempre estaba llena de invitados dispuestos a amenizar el ocio del gran señor, compartiendo sus ruidosas y a veces desenfrenadas diversiones. Nadie se atrevía a rechazar una invitación de Troyekúrov o a no comparecer en los días señalados, con los debidos respetos, en el pueblo de Pokróvskoye. En su vida doméstica Kirila Petróvich mostraba todos los vicios de un hombre inculto. Siempre consentido por su entorno, estaba acostumbrado a dar rienda suelta a todos los impulsos de su violento carácter y a todas las ocurrencias de su inteligencia bastante limitada. Pese a la extraordinaria fuerza de su constitución física, un par de veces por semana sufría los efectos de su glotonería y todas las tardes solía estar borracho. En una de las dependencias de su casa vivían dieciséis doncellas dedicadas a las labores propias de su sexo. Las ventanas de la vivienda estaban protegidas por una reja de madera; las puertas se cerraban con candados y las llaves las guardaba Kirila Petróvich. Las jóvenes reclusas bajaban a horas fijas al jardín y paseaban vigiladas por dos viejas. De vez en cuando Kirila Petróvich casaba a alguna de ellas, sustituyéndola por otra. Trataba a los campesinos y a los criados de manera severa y arbitraria; a pesar de ello le eran fieles: estaban orgullosos de la riqueza y la fama de su señor y a su vez se permitían muchas cosas con sus vecinos, confiando en la poderosa protección de Troyekúrov.


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82 págs. / 2 horas, 24 minutos / 97 visitas.

Publicado el 25 de junio de 2018 por Edu Robsy.

Los Tres Sorianitos

José Ortega Munilla


Novela corta


1. El padre acababa de ausentarse

En cierta aldehuela de tierra soriana, que no figura en los mapas, y creo que se denomina Pareduelas—Albas, ocurrió en la tarde del día 11 de enero de 18… un suceso que no conmovió ciertamente a Europa, ni dio trabajo a los informadores de la prensa. Sin embargo, él fue tan interesante, que sirve de tema al presente relato.

Vivía allí la familia de Dióscoro Cerdera, compuesta del padre, cuyo nombre queda anotado, y de tres hijos, que se llamaban Próspero, Generoso y Basilio: el mayor de 14 años y el menor de 9.

Dióscoro era labrador de un pedacito de tierra, en el que se criaban la planta del lino, cebada y trigo. Poseía un par de docenas de ovejas y, en lo alto de los riscos, un centenar de pinos, que él cuidaba, como los padres, y ya los derribaba a golpe de hacha, para venderlos, ya replantaba del piñón o del resalvo, según las épocas del año y las ocasiones. Y del escaso fruto de haber tan ruin, vivían Dióscoro y su prole.

Hubieran sido todos dichosos, sino se proyectara en el hogar la sombra de la muerta, de Aquilina, la esposa de Dióscoro, la madre de Próspero, Generoso y Basilio. Cuando la buena mujer resolvió partir en el viaje eterno, dejó la casa en la tristura. El dolor común del padre y de los muchachos llevaba trazas de acabar con todos ellos, porque Aquilina había llenado de tal suerte sus obligaciones de esposa y de madre cristiana, que donde quiera hallaban los tristes huella imborrable.

Si removían los lienzos curados que Aquilina tejió con sus propios dedos, y que dejó en el arca de haya, al traer y llevar de las sábanas, resurgía la figura de la matrona.

Si Próspero iba a la algora en busca de alguna herramienta de trabajo, parecíale al mocito que su madre le acompañaba.


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Dominio público
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Publicado el 24 de junio de 2018 por Edu Robsy.

Escalas

César Vallejo


Novela corta


Parte 1. Cuneiformes

Muro noroeste

Penumbra.

El único compañero de prisión que me queda ya ahora, se sienta a yantar, ante el hueco de la ventana lateral de nuestro calabozo, donde, lo mismo que en la ventanilla enrejada que hay en la mitad superior de la puerta de entrada, se refugia y florece la angustia anaranjada de la tarde.

Me vuelvo hacia él:

—¿Ya?

—Ya. Está usted servido —me responde sonriente.

Al mirarle el perfil de toro destacado sobre la plegada hoja lacre de la ventana abierta, tropieza la mirada con una araña casi aérea, como trabajada en humazo, que emerge en absoluta inmovilidad en la madera, a medio metro de altura del testuz del hombre. El poniente lanza un largo destello bayo sobre la tranquila tejedora, como enfocándola. Ella ha tenido, sin duda, el tibio aliento solar; estira alguna de sus extremidades con dormida perezosa lentitud y, luego, rompe a caminar a intermitentes pasos hacia abajo, hasta detenerse al nivel de la barba del individuo, de modo tal, que, mientras éste mastica, parece que se traga a la bestezuela.

Por fin termina el yantar, y al propio tiempo, el animal flanquea corriendo hacia los goznes del mismo brazo de puerta, en el preciso momento en que ésta es entornada de golpe por el preso. Algo ha ocurrido. Me acerco, vuelvo a abrir la puerta, examino en todo el largo de las bisagras y doyme con el cuerpo de la pobre vagabunda, trizado y convertido en dispersos filamentos.

—Ha matado usted una araña —le digo con aparente entusiasmo al hechor.

—¿Sí? —me pregunta con indiferencia—. Está muy bien; hay aquí un jardín zoológico terrible.

Y se pone a pasear, como si nada a lo largo de la celda, extrayéndose de entre los dientes, residuos de comida que escupe en abundancia.

¡La justicia! Vuelve esta idea a mi mente.


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Dominio público
59 págs. / 1 hora, 43 minutos / 745 visitas.

Publicado el 21 de junio de 2018 por Edu Robsy.

A Través de las Puertas de la Llave de Plata

H. P. Lovecraft


Novela corta


I

En una inmensa sala de paredes ornadas con tapices de extrañas figuras y suelo cubierto con alfombras de Boukhara de extraordinaria manufactura e increíble antigüedad, se hallaban cuatro hombres sentados en torno a una mesa atestada de documentos. En los rincones de unos trípodes de hierro forjado que un negro de avanzadísima edad y oscura librea alimentaba de cuando en cuando, emanaban los hipnóticos perfumes del olíbano, mientras en un nicho profundo, a uno de los lados, latía acompasado un extraño reloj en forma de ataúd, cuya esfera estaba adornada de enigmáticos jeroglíficos, y cuyas cuatro manecillas no giraban de acuerdo con ningún sistema cronológico de este planeta. Era una estancia turbadora y extraña, pero muy en consonancia con las actividades que se desarrollaban en ella. Porque allí, en la residencia de Nueva Orleans del místico, matemático y orientalista más grande de este continente, se estaba ventilando el reparto de la herencia de un sabio, místico, escritor y soñador no menos eminente, que cuatro años antes había desaparecido de este mundo.


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50 págs. / 1 hora, 27 minutos / 1.889 visitas.

Publicado el 17 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

El que Susurra en la Oscuridad

H. P. Lovecraft


Novela corta


I

Tened muy presente que en último término no presencie ningún horror visual. Decir que una conmoción mental fue la causa de lo que deduje —aquella última gota que me hizo salir a escape de la solitaria granja de Akeley y lanzarme, en plena noche, por las desoladas montañas de Vermont en un vehículo requisado—, no es sino querer ignorar los hechos más palmarios de mi experiencia final. No obstante las cosas tan fascinantes que tuve ocasión de ver y oír y la imborrable huella que en mí dejaron, ni siquiera hoy puedo afirmar si estaba o no equivocado por lo que respecta a mi horrible deducción. Ya que, después de todo, la desaparición de Akeley no prueba nada. No se encontró nada anormal en su casa a pesar de las huellas de proyectiles que había dentro y fuera de ella. Daba la impresión de que hubiera salido a dar una vuelta por las montañas y, por algún motivo desconocido, no hubiese regresado. No había la menor indicación de que alguien hubiera pasado por allí, ni de que aquellos horribles cilindros y máquinas hubiesen estado almacenados en el estudio. El hecho de que Akeley profesara un temor reverencial hacia las verdes y abigarradas montañas y los innumerables cursos de agua entre los que habla nacido y se habla criado, tampoco quería decir nada en absoluto, pues se cuentan por millares las personas sujetas a tan morbosas aprensiones. La extravagancia, además, podía contribuir a explicar los extraños actos y recelos en que incurrió hacia el final.


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91 págs. / 2 horas, 40 minutos / 2.893 visitas.

Publicado el 17 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

La Búsqueda en Sueños de la Ignota Kadath

H. P. Lovecraft


Novela corta


Por tres veces soñó Randolph Carter la maravillosa ciudad, y por tres veces fue súbitamente arrebatado cuando se hallaba en una elevada terraza que la dominaba. Brillaba toda con los dorados fulgores del sol poniente: las murallas, los templos, las columnatas y los puentes de veteado mármol, las fuentes de tazas plateadas y prismáticos surtidores que adornaban las grandes plazas y los perfumados jardines, las amplias avenidas bordeadas de árboles delicados, de jarrones atestados de flores, y de estatuas de marfil dispuestas en filas resplandecientes. Por las laderas del norte ascendían filas y filas de rojos tejados y viejas buhardillas picudas, entre las que quedaban protegidos los pequeños callejones empedrados, invadidos por la yerba. Había una agitación divina, un clamor de trompetas celestiales y un fragor de inmortales címbalos. El misterio envolvía la ciudad como envuelven las nubes una fabulosa montaña inexplorada; y mientras Carter, con la respiración contenida, se hallaba recostado en la balaustrada de la terraza, se sintió invadido por la angustia y la nostalgia de unos recuerdos casi olvidados, por el dolor de las cosas perdidas y por la apremiante necesidad de localizar de nuevo el que algún día fuera trascendental y pavoroso lugar.


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150 págs. / 4 horas, 22 minutos / 254 visitas.

Publicado el 17 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

Féder o el Marido Adinerado

Stendhal


Novela corta


Capítulo I

A los diecisiete años, a Féder, uno de los jóvenes más gallardos de Marsella, lo echaron de la casa paterna; acababa de cometer una falta de primera categoría, se había casado con una actriz del Grand-Théâtre. Su padre, un alemán muy moralista y, además, rico comerciante, que llevaba mucho afincado en Marsella, renegaba veinte veces al día de Voltaire y de la ironía francesa; y lo que le pareció quizá más indignante en el extraño matrimonio de Féder fueron las fútiles palabras «a la francesa», con las que este intentó justificarse.

Fiel a la moda, aunque nacido a doscientas leguas de París. Féder se jactaba de despreciar el comercio, en apariencia porque a eso se dedicaba su padre; en segundo lugar, como le agradaba ver algunos buenos cuadros del museo de Marsella y le parecían espantosas algunas malas pinturas modernas que el gobierno envía a los museos de provincias, dio en imaginarse que era artista. Del artista auténtico no tenía sino el desprecio por el dinero; y, encima, ese desprecio tenía que ver sobre todo con el horror que sentía por las tareas de oficina y por las ocupaciones de su padre; solo veía de ellas las molestias externas. Michel Féder, que peroraba continuamente contra la presunción y la futilidad de los franceses, se guardaba muy mucho de admitir delante de su hijo las exquisitas satisfacciones que le proporcionaban las alabanzas de sus socios cuando acudían a compartir con él las ganancias de alguna especulación fructuosa que se le hubiera ocurrido al anciano alemán. Lo que indignaba a este es que, pese a sus sermones éticos, no tardasen esos socios en invertir sus ganancias en irse de jira campestre y de caza del árbol y en otros gratos goces físicos. Él, en cambio, encerrado en la trastienda, no tenía más placeres que un tomo de Steding y una pipa de buen tamaño y acumuló millones.


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102 págs. / 2 horas, 58 minutos / 64 visitas.

Publicado el 16 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Rosa y Verde

Stendhal


Novela corta


Capítulo I

Fue a finales de 183… cuando el conde von Landek, general de división, regresó a Kœnigsberg, su patria; llevaba años con un empleo en el cuerpo diplomático prusiano. Llegaba en aquellos momentos de París. Era un hombre bastante bonachón que tiempo atrás, en la guerra, había demostrado que era valiente; ahora estaba casi siempre asustado; temía no ser todo lo ocurrente que parece necesario para un cargo de embajador —el señor de Tayllerand echó a perder el oficio— y además creía que resultaba ocurrente si hablaba sin parar. El general von Landek tenía una forma más de destacar, y era el patriotismo; se ponía rojo de ira, por ejemplo, siempre que se topaba con el recuerdo de Jena. Hacía poco, al regresar a Kœnigsberg, dio un rodeo de más de treinta leguas para no pasar por Prenzlow, esa ciudad pequeña en donde un cuerpo de ejército prusiano depuso las armas ante unos cuantos destacamentos del ejército francés allá por la época de Jena.

Para el bueno del general, legítimo poseedor de siete cruces y dos medallas, el amor a la patria no consistía en hacer a Prusia feliz y libre, sino en vengarla por segunda vez de la fatal derrota que ya hemos mencionado.


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Protegido por copyright
90 págs. / 2 horas, 38 minutos / 272 visitas.

Publicado el 16 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Los Exhombres

Máximo Gorki


Novela corta


I

La calle del Arrabal consta de dos hileras de casuchas de un solo piso, muy pegadas las unas a las otras, decrépitas, con las paredes vencidas y las ventanas desvencijadas. Los tejados hundidos de las viviendas maltratadas por el paso del tiempo, remendados con tablones de tilo, están cubiertos de musgo; sobre ellos se alzan en algunos sitios unas altas pértigas con jaulas para los estorninos. Les da sombra el verdor polvoriento del saúco y de los sauces encorvados: triste flora de las afueras de las ciudades, habitadas por los más miserables.

Los gastados cristales, verdosos y turbios, de las ventanas de las casas intercambian sus miradas de cobardes rateros. Por mitad de la calle desciende un reguero zigzagueante, que va sorteando los profundos baches cavados por las lluvias. Aquí y allá se ven montones de cascajo y toda clase de residuos, cubiertos de hierbajos: igual pueden ser los restos que los comienzos de una de esas construcciones que acometen sin éxito los vecinos en su lucha contra los torrentes que bajan impetuosos de la ciudad cada vez que llueve. Arriba, en lo alto de la colina, las mansiones de piedra se ocultan entre la vegetación exuberante de los frondosos jardines, los campanarios de las iglesias se elevan orgullosos hacia el azul, sus cruces doradas relumbran al sol.

Cuando llueve, la ciudad vierte en el Arrabal todas sus inmundicias; en tiempos de sequía, lo inunda de polvo. Y todas estas casuchas deformes también parecen desterradas de allí, de los barrios altos, barridas por un poderoso brazo como si no fueran más que basura.

Aplastadas contra el suelo, medio podridas, enfermizas, pintadas por el sol, el polvo y la lluvia de ese color gris desvaído que adquiere la madera envejecida, han ido cubriendo la ladera.


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79 págs. / 2 horas, 18 minutos / 162 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

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