Para Adolfo González Hackenbruch
I
En un día de gran sol—de ese gran sol de Enero que dora los pajonales
y reverbera sobre la gramilla amarillenta de las lomas caldeadas y
agrietadas por el estío—Juan Francisco Rosa viajaba á caballo y solo por
el tortuoso y mal diseñado camino que conduce del pueblecillo de
Lascano á la villa de Treinta y Tres. Al trote, lentamente, balanceando
las piernas, flojas las bridas, echado á los ojos el ala del chambergo,
perezoso, indolente, avanzaba por la orilla del camino, rehuyendo la
costra dura, evitando la polvareda. De lo alto, el sol, de un color oro
muerto, dejaba caer una lluvia fina, continua, siempre igual, de rayos
ardientes y penetrantes, un interminable beso, tranquilo y casto, á la
esposa fecundada. Y la tierra, agrietada, amarillenta, doliente por las
torturas de la maternidad, parecía sonreír, apacible y dulce, al recibir
la abrasada caricia vivificante.
Bañado en sudor, estirado el cuello, las orejas gachas, el alazán
trotaba moviendo rítmicamente sus delgados remos nerviosos. De tiempo en
tiempo el jinete levantaba la cabeza, tendía la vista, escudriñando las
dilatadas cuchillas, donde solía verse el blanco edificio de una
Estancia, rodeado de álamos, mimbres ó eucaliptos, ó el pequeño rancho,
aplastado y negro, de algún gaucho pobre. Unos cerca otros lejos, él los
distinguía sin largo examen y se decía mentalmente el nombre del
propietario, agregando una palabra ó una frase breve, que en cierto modo
definía al aludido: "Peña, el gallego pulpero; Medeiros, un brasileño
rico, ladrón de ovejas; el pardo Anselmo; don Brígido, que tenía vacas
como baba'e loco; más allá, el canario Rivero, el de las hijas lindas y
los perros bravos..." Y así, evocando recuerdos dispersos, el paisanito
continuaba, tranquilo, indiferente, á trote lento, sobre las lomas
solitarias.
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