Dedicatoria
Á «La Buenos Aires»
La Autora.
I
—¡Bah!—exclamó Mauricio Ridel, arrojando la pluma despues de escribir
la palabra Fin bajo la última línea de una cuartilla marcada con el
guarismo 60.
—¿Qué es eso?—interrogó un jóven que escribía allí cerca.
—El postrer párrafo del folletin—respondió Mauricio, alargando la hoja á un cajista que aguardaba.
—¡Cómo! ¿Mañana acaba Chamusquinas de Amor?
Hoy quedaba su héroe en una situacion extrema: la mano armada de un
revólver, esperando para morir el primer rayo de sol; y ya, este
comenzaba á dorar las copas de los árboles; y al verlo, «Enrique apoya
el arma contra el corazon, enviando á María su último pensamiento; á
Dios su última plegaria.»—¿Muere?
—No; porque—«De repente, un brazo cariñoso rodeó su cuello; un rostro pálido y mojado de lágrimas se apoyó en su rostro...
—¡Perdon!
—¡Perdon!—se oyó á la vez...
«Y el primer rayo de sol aguardado como una señal de muerte, fué la aurora de su felicidad».
—¡Bien! ¡oh! ¡Qué bien!—aplaudió el otro; y añadió con dramático ademan:
—¡Ah! que no haya para nosotros, párias del destino, ¡un rayo de sol que venga á redimirnos!
—Sí: y más que uno: dos—repuso Mauricio.—La resignacion y el trabajo.
—¡La resignacion! ¡el trabajo!—replicó el interlocutor con forzada
risa.—Solo tú puedes decir eso; tú, que no contento con la tarea diaria,
la has subido á catorce horas. Catorce horas, pluma en mano, encorvado
sobre la implacable cuartilla, y precisamente, apenas en convalecencia
de la terrible herida que casi te lleva al sepulcro.
—Sin embargo, ya lo vés: estoy sano y fuerte. Un poco de sueño; á
veces, un poco de fatiga; pero se piensa en el fin propuesto, y todo eso
vuela y se desvanece.—
Hablando así, Mauricio consultó su reloj.
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