I
La calle del Arrabal consta de dos hileras de
casuchas de un solo piso, muy pegadas las unas a las otras, decrépitas,
con las paredes vencidas y las ventanas desvencijadas. Los tejados
hundidos de las viviendas maltratadas por el paso del tiempo, remendados
con tablones de tilo, están cubiertos de musgo; sobre ellos se alzan en
algunos sitios unas altas pértigas con jaulas para los estorninos. Les
da sombra el verdor polvoriento del saúco y de los sauces encorvados:
triste flora de las afueras de las ciudades, habitadas por los más
miserables.
Los gastados cristales, verdosos y turbios, de las ventanas de las
casas intercambian sus miradas de cobardes rateros. Por mitad de la
calle desciende un reguero zigzagueante, que va sorteando los profundos
baches cavados por las lluvias. Aquí y allá se ven montones de cascajo y
toda clase de residuos, cubiertos de hierbajos: igual pueden ser los
restos que los comienzos de una de esas construcciones que acometen sin
éxito los vecinos en su lucha contra los torrentes que bajan impetuosos
de la ciudad cada vez que llueve. Arriba, en lo alto de la colina, las
mansiones de piedra se ocultan entre la vegetación exuberante de los
frondosos jardines, los campanarios de las iglesias se elevan orgullosos
hacia el azul, sus cruces doradas relumbran al sol.
Cuando llueve, la ciudad vierte en el Arrabal todas sus
inmundicias; en tiempos de sequía, lo inunda de polvo. Y todas estas
casuchas deformes también parecen desterradas de allí, de los barrios
altos, barridas por un poderoso brazo como si no fueran más que basura.
Aplastadas contra el suelo, medio podridas, enfermizas, pintadas
por el sol, el polvo y la lluvia de ese color gris desvaído que adquiere
la madera envejecida, han ido cubriendo la ladera.
Información texto 'Los Exhombres'