Primera parte
I
En dos hileras, los animales hacían calle a una mesa llena de lana que varios hombres se ocupaban en atar.
Los vellones, asentados sobre el plato de una enorme balanza que una
correa de cuero crudo suspendía del maderamen del techo, eran arrojados
después al fondo del galpón y allí estivados en altas pilas semejantes a
la falda de una montaña en deshielo.
Las ovejas, brutalmente maneadas de las patas, echadas de costado
unas junto a otras, las caras vueltas hacia el lado del corral,
entrecerraban los ojos con una expresión inconsciente de cansancio y de
dolor, jadeaban sofocadas.
Alrededor, a lo largo de las paredes, en grupos, hombres y mujeres trabajaban agachados.
La vincha, sujetando la cerda negra y dura de los criollos, la
alpargata, las bombachas, la boina, el chiripá, el pantalón, la bota de
potro, al lado de la zaraza harapienta de las hembras, se veían
confundidos en un conjunto mugriento.
En medio del silencio que reinaba, entrecortado a ratos por balidos
quejumbrosos o por las compadradas de la chusma que esquilaba, las
tijeras sonaban como cuerdas tirantes de violín, cortaban, corrían, se
hundían entre el vellón como bichos asustados buscando un escondite y,
de trecho en trecho, pellizcando el cuero, lonjas enteras se desprendían
pegadas a la lana. Las carnes, cruelmente cortajeadas, se mostraban en
heridas anchas, desangrando.
Por tres portones soplaba el viento Norte: era como los tufos abrasados de un fogón:
—¡Remedio! —gritó una voz.
La de un chino fornido, retacón, de pómulos salientes, ojos chicos, sumidos y mirada torva.
Uno de esos tipos gauchos, retobados, falsos como el zorro, bravos como el tigre.
Leer / Descargar texto 'Sin Rumbo'